LA NACIÓN IMPOSIBLE
El régimen autonómico andaluz no ha logrado que el sentimiento regional se abra paso entre la pertenencia española y un profundo arraigo localista
Artículo de Ignacio Camacho en “ABC” del 24.04.06
Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.
Cuando en las encuestas se les pregunta a los andaluces -y se les ha preguntado varias veces- por su definición de pertenencia identitaria, la gran mayoría establece el siguiente orden de preferencia: Primero, abrumadoramente, se sienten españoles. Después, identificados con su ciudad; granadinos, sevillanos, malagueños, etcétera. Y sólo en tercer lugar, andaluces. La intensidad de la afirmación localista varía según las provincias, pero el sentimiento de identidad regional aparece bastante diluido al cabo de más de veinte años de autonomía de primer nivel, en contraste con el potente movimiento reivindicativo que, en 1980, destrozó el mapa autonómico al lograr situar a Andalucía en el rango de las tres nacionalidades históricas determinadas en la Constitución.
Contra Sevilla
De hecho, el gran fracaso del régimen autonómico andaluz, gobernado
ininterrumpidamente por el PSOE desde 1979, ha sido el de su incapacidad para
articular un sentimiento de pertenencia colectiva, naufragado en un mar de
localismos con frecuencia hostiles entre sí y, sobre todo, contra Sevilla,
percibida como centro de un agravio orquestado por la propia autonomía. A
cambio, y desde que el presidente Rafael Escuredo encabezase -contra el jacobino
parecer inicial de González y Guerra- las reivindicaciones autonómicas para
arrebatarle al nacionalismo la bandera andalucista, el PSOE ha cosechado un
triunfo político, clave en su reiterada hegemonía electoral: la mayoría de los
ciudadanos lo identifica como el partido de la autonomía, «el partido de los
andaluces» según el exitoso lema de los años ochenta.
La general sorpresa motivada por la definición de «realidad nacional» que el
PSOE e IU han votado en la redacción inicial del nuevo Estatuto de Autonomía no
ha impedido que los socialistas diseñen una doble maniobra política destinada a
asentar esa hegemonía con una doble vuelta de tuerca. De un lado, desactiva con
un brindis retórico la preocupación de muchos ciudadanos andaluces ante el
reconocimiento por las Cortes del rango nacional de Cataluña. Y de otro,
descuelga de nuevo al PP -como antes a la UCD- de una reivindicación territorial
identitaria, al tiempo que arrincona a un nacionalismo, el del Partido
Andalucista, empeñado en agarrarse a un imaginario diferencial que la inmensa
mayoría no comparte.
Enclaustrado en un exiguo cinco por ciento de los votos desde finales de los
años setenta, y sin tocar poder más que a través de algunas alcaldías y una
sumisa coalición «alimenticia» con el PSOE entre 1996 y 2004, el nacionalismo
andaluz no ha dejado jamás de ser una quimera. El ideal bucólico e ingenuo de
Blas Infante sirvió de palanca para la restauración del sentimiento autonomista
en la Transición, pero nunca ha pasado de un mero imaginario artificial,
imposible de cuajar por su acentuado agrarismo en una modernidad basada en el
sector servicios. La reforma agraria de los presidentes Escuredo y Borbolla
encalló en los tribunales y se fue diluyendo en las brumas de un mito barrido
por la PAC europea.
El nacionalismo se convirtió en un vago argumentario reivindicativo, desprovisto
de respaldo electoral, que buscaba el hecho diferencial andaluz en la
dependencia histórica, en el subdesarrollo secular y en siglos de marginación
política. De él sólo queda la nebulosa petición de la «deuda histórica», asumida
por el PSOE como agravio frente a los gobiernos de Aznar, y caricaturizada
recientemente por un antiguo militante socialista, ahora cercano al PP, con una
frase demoledora: «Nuestro hecho diferencial no puede consistir en que nos deban
dinero».
De Blas Infante a la decadencia
Los ideólogos del andalucismo liberador y esencialista, José Aumente y José
María de los Santos, actualizadores del pensamiento de Blas Infante, han muerto
sin que nadie les tome el relevo. Historiadores de prestigio y origen
nacionalista, como Juan Antonio Lacomba o Cuenca Toribio, relativizan
notablemente el diferencialismo andaluz, y el PA languidece en una crisis
perpetua en la que sus dirigentes se pelean de modo cainita por un exiguo
porcentaje electoral con la esperanza de servir de bisagra al PSOE o,
eventualmente, a un PP que difícilmente alcanzará a plazo corto o medio la
mayoría absoluta. Retirado a un segundo plano Alejandro Rojas Marcos y separado
Pedro Pacheco, la joven nomenclatura andalucista se limita a establecer máximos
reivindicativos para evitar el sempiterno peligro de fagocitación por los dos
grandes partidos.
Sin embargo, el PA jamás ha sabido aprovechar, salvo en 1979 -cuando obtuvo
cinco diputados en plena eclosión autonomista-, una constante sociológica que
les sitúa como la fuerza de menor rechazo. Esta condición ideal para ejercer de
bisagra no ha cuajado debido a la ausencia de una burguesía regionalista, para
desesperación de políticos como el ex ministro Manuel Clavero, que intentó en
los ochenta la vana aventura de un nacionalismo moderado de centro derecha. De
Claver partió semanas atrás el concepto de «realidad nacional» como fórmula para
equilibrar la ventaja estatutaria catalana, pero el PSOE retocó su propuesta con
una trampa dirigida a descolgar al PP: suprimir la simultánea referencia a la
«unidad de España, patria común e indivisible de los españoles» según el
artículo 2 de la Constitución.
En medio de este galimatías político, alejado de las sensibilidades ciudadanas
-que, como en otras comunidades, muestran sensibles distancias respecto a la
prioridad de esta discusión estatutaria-, Andalucía continúa a la cola, en
penúltimo lugar, de las estadísticas nacionales de renta y desarrollo. Las
enormes transferencias de renta propiciadas por los mecanismos constitucionales
de solidaridad y los fondos europeos de cohesión han impedido la quiebra
socioeconómica y el descuelgue respecto de otras Comunidades más dinámicas, pero
el largo régimen clientelar manejado por el PSOE no ha sabido saltar la fosa que
separa a la región de las medias nacionales y comunitarias. Ésa es la verdadera
clave de la «cuestión andaluza»: la dificultad de superación de la dependencia
socioeconómica y la ausencia de un tejido productivo competitivo.
De nuevo las «dos velocidades»
Y ésa es, precisamente, la gran incógnita del nuevo proceso estatutario. Los
privilegios de financiación concedidos a Cataluña son vistos desde Andalucía
como un nuevo intento de restablecer el Estado de dos velocidades diseñado
inicialmente en la Transición, y roto en el referéndum andaluz del 28 de febrero
de 1980. De ahí que el PSOE, en un hábil intento de rentabilizar a su favor el
sentimiento de agravio y de amparar de algún modo el rango preferencial recién
reconocido a Cataluña, haya sacado de la chistera el conejo (criticado por
Alfonso Guerra) de una «realidad nacional» inexistente. La próxima batalla es la
de conseguir una financiación por población para contrarrestar la catalana, que
se basará en el PIB y la renta. No es improbable que los socialistas lo
consigan, habida cuenta del interés del Gobierno en agrandar la distancia
electoral con el PP que, en Cataluña y Andalucía, las dos comunidades más
pobladas -casi 15 millones de habitantes entre las dos-, casi le garantiza una
victoria en el Estado.