OTRA REALIDAD NACIONAL

 

 

 Artículo de Ignacio Camacho en “ABC” del 25.05.06

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

Esos ciudadanos aterrorizados por los asaltos violentos y los secuestros exprés, esos vecinos inquietos en la nocturna soledad de unas viviendas en las que han invertido sus ahorros creyendo dar un legítimo salto en el confort de sus vidas, esas familias de clase media envueltas en la zozobra de una siniestra película de horror conforman una «realidad nacional» cuyo eco no alcanza a retumbar en las paredes del Congreso y de los parlamentos de las autonomías. Una realidad tangible como el miedo espeso que atenaza sus noches de desasosiego, y que salta las vagas barreras territoriales que parecen ocupar los desvelos casi exclusivos de la clase política.

El hecho diferencial de esa numerosa comunidad de ciudadanos es su costoso desamparo ante un Estado que no es capaz de protegerles, que desatiende la elemental obligación de tutelar con eficacia sus vidas y sus haciendas. Un Estado que les cobra con presteza y determinación sus impuestos sin devolverles a cambio una mínima calidad en los servicios que teóricamente se pagan con ellos. En las urbanizaciones periféricas de la España real, tras los setos de las residencias surgidas bajo el boom del ladrillo, se oyen chasquidos de cristales rotos, ruidos sordos de golpes, susurros de amenazas infames sobre niños y mujeres, y se palpa la viscosa presencia del espanto. Alguien le ha pedido al presidente que pasee por esas calles desiertas, que se asome a la realidad cotidiana de un país sin escoltas que vive tras la puesta del sol envuelto en la turbada niebla de la alarma social ante un posible despertar inesperado con el cañón de un arma a dos centímetros de la cara. Un país en el que también hace falta un proceso de paz... y de seguridad colectiva.

En esta nación real que se siente huérfana de sus derechos habitan ciudadanos que han creído la oportunidad de mejorar por sus propios medios su calidad de vida. Han empeñado parte de su bienestar económico para sufragar a sus hijos una enseñanza privada que los ponga a salvo del naufragio del sistema público; han contratado seguros médicos para aliviarse del colapso de las instituciones sanitarias; han suscrito planes de pensiones ante el dudoso porvenir de su jubilación estatal. Y ahora se ven impelidos a sufragarse también su propia seguridad personal, a costear guardias jurados y alarmas domésticas, que es la receta que les prescriben unas autoridades impotentes para frenar la crecida de esas bandas armadas que han hecho de la violencia y la crueldad una intimidatoria herramienta de trabajo. Por eso tienen todo el derecho a preguntarse, justo en plena campaña de recaudación fiscal, para qué sirven sus impuestos además de para crear una red gigantesca de altos cargos y jerifaltes autosatisfechos -multiplicada en autonomías, diputaciones, municipios, empresas públicas- que circula en la comodidad de sus coches con chófer y pisa la blanda moqueta de un poder sordo al latido de una nación que no reclama más estatutos, sino mejores colegios, mejores pensiones, más ambulatorios y más guardias.