ESTADO DE CABREO

 

 Artículo de Ignacio Camacho en “ABC” del 25.03.07

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. 

 

Era un hombre ya mayor, pero no viejo. Llevaba una pancarta pequeña y casera, con letras manuscritas a rotulador grueso, probablemente confeccionada por él mismo. Estaba en las calles de Madrid el día de la manifestación del PP, y salió en la televisión agarrado a su explícito cartel, que de algún modo resumía el sentir de millones de ciudadanos ante la insólita deriva excluyente del Gobierno: «No soy facha, estoy cabreado».

Tampoco es facha Fernando Savater, y está cabreado. Y Mikel Buesa. Y Maite Pagaza. Y Rosa Díez. Y las gentes del Foro Ermua y de Basta Ya. Y muchos socialistas de la vieja guardia que, más que cabreados, andan perplejos ante el rumbo (?) emprendido por el presidente. Y numerosos intelectuales liberales o de izquierda que no comprenden por qué el Estado se arrodilla ante los terroristas después de haber provocado una diáspora política en beneficio de autonomías cuasi federales. Y los familiares de las víctimas de ETA, apostrofados con dureza insólita como si fueran enemigos de la paz en vez de doloridos testigos del sufrimiento de la violencia. Y, por supuesto, millones de pacíficos votantes del centroderecha que se sienten marginados por primera vez desde la Transición, tratados como apestados por un Gobierno que no para de hacer guiños a los etarras, a los batasunos y a los antisistema de ERC. No sólo se trata de una profunda decepción colectiva ante el fracaso de un gabinete incompetente: es un estado de cabreo rampante, un malestar creciente y plural que engloba a gentes heterogéneas cuyos sentimientos y opiniones no sólo rebotan en la pared de displicencia del poder, sino que reciben la injusta, amarga consideración de extremistas, nostálgicos de la dictadura o saboteadores del futuro.

Sólo en los dos últimos años del aznarato, cuando el entonces presidente entró en estado de autismo cesarista, se había visto un fenómeno parecido de desprecio de la disidencia. Pero al menos Aznar no puso en cuestión la estructura nacional, ni rompió los consensos básicos de la Transición, ni desarmó al Estado ante el terrorismo, ni cedió con cobardía a su chantaje reiterado. Simplemente, desoyó a la ciudadanía y lo acabó pagando. Pero esto de ahora constituye algo insólito en la moderna democracia española: un Gobierno empeñado en cavar una trinchera de desafecto civil, hurgando en todas las heridas del pasado y avanzando hacia un abismo entreguista ante el estupor escandalizado de gran parte de la sociedad, cuyo grito masivo se pierde en las calles mientras el presidente se refugia en una campana de soberbia retadora.

Va a costar mucho trabajo enderezar esta torcida irritación colectiva, más allá incluso de una eventual alternancia de poder. Porque, en su ciego camino desorientado, el Gobierno está tomando decisiones irreversibles que ahondan la peligrosa zanja de la discordia nacional. Y existe el riesgo serio de que este cabreo irresponsablemente estimulado resucite los demonios de la convivencia que había costado décadas enterrar en el sótano de nuestra historia.