ZAPATERO. EL HUNDIMIENTO

 

 Artículo de Ignacio Camacho en “ABC” del 11.06.07

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

 

En nueve días, de la derrota electoral a la ruptura de ETA, el proyecto del presidente se ha desmoronado de golpe hasta trocar su iluminado optimismo en el retrato de un perdedor cercado por el fracaso

«Todo en ti fue naufragio»
Pablo Neruda

 

 

Por el bulevar de los sueños rotos que cantaba Sabina pasea estos días el fantasma destemplado de un fracaso. No va envuelto en sábanas blancas, sino en un moderno traje negro, y no destila la melancolía de un alma en pena sino el contrariado rencor de un político en sus horas más bajas. El ángulo circunflejo de sus cejas dibuja más que nunca un semblante de desconcertada amargura, y la magnética sonrisa que iluminaba la fachada de sus mejores días se ha trocado en un rictus apretado de rabia. Hosco, seco, intratable y defensivo, perplejo como un niño caprichoso ante el castillo desmoronado de su arquitectura política, rodeado de descrédito y soledad, el presidente Rodríguez Zapatero es hoy el retrato vivo de un perdedor zarandeado por la deriva incontrolable de la derrota.

En sólo nueve días, el espectro iluminado que caminaba incólume sobre las aguas revueltas del poder y sus miserias ha zozobrado hasta convertirse en un náufrago engullido por el oleaje de una realidad tormentosa. El arcángel del optimismo que se creía intacto y blindado ante los reveses de la contrariedad ha resultado sacudido por una revuelta de evidencias. Con la credibilidad agujereada, el liderazgo cuestionado y la confianza destruida, se enfrenta por primera vez como gobernante a la posibilidad cierta de un revés electoral que siembra de dudas a los suyos y envuelve a los adversarios en una indisimulada esperanza.

Fue una cadena de golpes enlazados con una recurrencia letal. La ruptura unilateral por ETA del alto el fuego propiciado por el acercamiento del presidente; la derrota socialista en las elecciones municipales; el descalabro local y autonómico en Madrid y la subsiguiente crisis en el partido; la desafección inmediata de algunos dirigentes críticos y el sentimiento general de decepción e irritación ante un Gobierno con la agenda tachada de fracasos, han generado en tiempo record un halo inconfundible de fin de ciclo. De repente, el eufórico y proverbial entusiasmo zapaterista ha dejado de resultar contagioso y toda su gestión, salpicada de reveses parciales, adquiere el sentido global de un inmenso y rapidísimo fiasco. Rodríguez Zapatero ha sido el primer presidente de la nueva democracia española que pierde unas elecciones a sólo tres años de ganar el poder. Y con la economía a pleno rendimiento.

A la luz de esa secuencia de decepciones, el resto de los tropiezos del mandato se agiganta como un acantilado cubierto por la niebla tras un naufragio. El balance de frentes abiertos y mal cerrados es estremecedor. En sólo tres años, el Gobierno ha roto los consensos de la Transición en política antiterrorista e internacional, y abierto las heridas de la memoria colectiva sobre la Guerra Civil; ha propiciado una desquiciada diáspora territorial en connivencia con los nacionalismos radicales; ha convertido el Estatuto catalán en una fuente de conflictos cruzados que han liquidado a Pasqual Maragall, encabritado a los nacionalistas moderados, insatisfecho a ERC, inquietado a los empresarios y alarmado a la inmensa mayoría de los ciudadanos del resto de España; ha provocado una secuela de reformas estatutarias a la que el electorado ha dado significativamente la espalda en los referendos catalán y andaluz; ha incendiado las estructuras territoriales del PSOE; ha abrazado prematuramente una Constitución Europea que acabó abandonada por el resto de los Estados de la UE; se ha distanciado con graves meteduras de pata diplomáticas de los emergentes líderes de Alemania y Francia; ha diseñado con torpeza el enrevesado culebrón de la OPA de Endesa y otras operaciones de ingeniería económica que destruyen su crédito en los medios financieros; se ha mostrado impotente ante la crisis de los cayucos en Canarias; ha perdido el apoyo de la mayor parte de los intelectuales que recibieron al presidente con una saludable expectativa regeneracionista y ha ocasionado el probable surgimiento de un grupo de disidentes dispuestos a crear un nuevo partido.

 

Suicida optimismo

 

Todo ese balance calamitoso, agrandado por el eco amenazador del comunicado etarra, se desplomó sobre ZP como un mecano al que le hubiesen aflojado las tuercas a partir de que la derrota municipal generase en el seno de la organización socialista la seria alarma por un futuro más que comprometido al que el líder sigue empeñado en encerrar en la caja de su optimismo sin fundamentos ni límites.

Hasta el domingo 27 de mayo, Zapatero era un presidente muy cuestionado por quienes no le votaban y puesto en duda por muchos de los que le apoyaron en las trágicas jornadas del 11 al 14 de marzo de 2003, pero respaldado aún por una clara mayoría de sus propios seguidores, aunque los correligionarios más veteranos lo contemplasen con una distante y descreída desconfianza. Vendía con vehemencia autosatisfecha un optimismo casi suicida, basado en su capacidad para salir mediante fintas improvisadas de los atolladeros de su impremeditación y de su audacia. Ganaba tiempo, aunque apenas ganase batallas, y se escapaba de los arrecifes en que embarrancaba su alborotada y dispersa agenda con un serio desgaste de sus propias fuerzas. Se dejaba jirones de prestigio en cada puerta que abría, y empezaba a acumular una silenciosa pero temible fama de que nada le salía nunca bien, mientras él se miraba en el espejo de la autocomplacencia. Pero, de golpe, asomó antes sus ojos, sin tapujos ni engaños, el descarnado fantasma del fracaso.

Sencillamente, el PP ganó las elecciones municipales. Se las ganó a él, que se había comprometido personalmente en la campaña con la determinación de echarse a las espaldas el desafío y recomponer el crédito perdido con los tropiezos sucesivos y clamorosos de su cuestionadísima política antiterrorista. Sufrió un descalabro abismal, rotundo, demoledor en Madrid, donde había apostado en solitario por un candidato imposible, y tuvo que ver cómo la silueta paseante de De Juana Chaos aplastaba su inalterable discurso sobre el urbanismo sostenible, la calidad de vida o las reformas sociales. De pronto comprobó con estupor reticente que el mantra de la pazzzzzzz, su asidero recurrente, su vagoroso talismán dialéctico, dejaba de funcionar ante la irritación de una sociedad crispada por la crecida filoterrorista y ampliamente movilizada alrededor de una oposición que, pese a la durísima estrategia de aislamiento a que ha sido sometida, ha sabido reencontrar el camino olvidado del éxito.

Zapatero quedó preso del shock, hasta el punto de que apenas salió a digerir en público la derrota. No lo hizo la noche de las elecciones, ni al día siguiente, ni en los otros, salvo una breve declaración sesgada en medio de otras actividades públicas. Se agarró a las visitas de mandatarios extranjeros -Sarkozy, Condoleezza Rice-para aparecer como un gobernante implicado en los mecanismos de la alta política internacional. Pero las bases localistas y los cuadros del partido reclamaban una explicación, una arenga que les galvanizase minimizando la derrota, mientras en el PP se desataba una euforia sólo trastocada por las disputas internas de los vencedores Aguirre y Gallardón. «Sí, pero ellos disputan a ver quién nos ha metido más goles», comentaba desconsolado un diputado andaluz, «y nosotros ni siquiera hemos sabido decirle a la gente dónde hemos ganado».

Agazapado en Moncloa, el presidente esperaba. Tenía la atención puesta en otra parte, en los teléfonos que transmitían la información de los contactos a la desesperada con ETA para evitar que diese por terminada la frágil tregua que mantenía desde marzo de 2006. La información fue pesimista: los terroristas cancelaban sus compromisos. A duras penas habían aceptado esperar a las municipales, a cambio de la presencia de listas mal camufladas en numerosos ayuntamientos vascos. Los duros se imponían, y el último sueño presidencial se venía abajo en plena madrugada. La mañana del 5 de marzo fue muy dura en Moncloa. Los colaboradores del cinturón pretoriano del presidente, despertados a horas intempestivas, tuvieron que enfrentarse a su lado menos amable. Y sólo había comenzado a llover lo que se preveía como un torrencial diluvio. El último clavo del que colgaban en precario los restos de la legislatura se desprendió ante el seco martillazo propinado por la banda terrorista.

 

Golpe de gracia de ETA

 

Lo que ETA canceló esa madrugada no sólo fue un alto el fuego que ya no existía de hecho. Que nunca existió, triturado desde el principio por la violencia callejera, la extorsión a empresarios, el robo y aprovisionamiento de armas y explosivos, los comunicados amenazantes y chulescos y, finalmente, la traca siniestra de la T-4 de Barajas. El 5 de junio, a las tres de la mañana, ETA reventó lo que no había logrado destruir el 30 de diciembre con la bomba en el parking del aeropuerto: la última nube del «pensamiento mágico» de un presidente agarrado al adanismo iluminista de su propio optimismo histórico. Con el farragoso y delirante escrito que anunciaba la vuelta a los atentados, los terroristas le compraban unos rudos pantalones largos a la conciencia del Peter Pan de la Moncloa.

 

Finito

 

Con la anhelada pazzzzzz sostenida en la respiración artificial de su terco espejismo autoconfiado, se volatilizaron de golpe las últimas posibilidades de sacar algo en claro de este mandato que Zapatero empezó poseído de una euforia rayana en el narcisismo. Se acabó. Finito. Sin posibilidades de camuflar el revés ni de restar importancia al fracaso. Todo quedó de golpe en evidencia: el empeño en avanzar solo hacia un proceso que hacía aguas, las concesiones penales a los batasunos, la humillación del fiscal del Estado y algunos ministros, los gestos verbales hacia el mundo etarra, la debilidad y los oídos sordos a los indicios de rearme terrorista, las negociaciones bajo cuerda incluso en plena vigencia del Pacto por las Libertades, la ruptura del consenso nacional, y finalmente la vergonzosa continuidad de los contactos más allá del atentado mortal de la T-4. Más la semilibertad del asesino De Juana, que indignaba con su prepotencia victoriosa la sensibilidad de los electores y tiraba en cada paseo un saco de votos socialistas por el sumidero. Todo ello se quedó de golpe sin sentido, si es que alguna vez lo tuvo: ni había servido para ganar las elecciones, ni para llegar al final de la legislatura sin más atentados, sin muertos ni ataques.

La gran apuesta del hombre de la Moncloa, el órdago de osadía con que proyectaba pasar a la Historia como el pacificador de nuestro mayor drama moderno, se deshizo con triste sordidez entre las palabras en euskera colgadas en la web de una publicación filoterrorista. El pensamiento mágico del presidente, el célebre «pensamiento Alicia» con que lo definió el filósofo Gustavo Bueno, quedó desnudo ante la terquedad de los acontecimientos. Ya ni siquiera podía apelar a la «doctrina Humpty Dumpty», aquella por la que las palabras significan lo que el que manda quiere que signifiquen. Había entregado a ETA la iniciativa, y ETA se la devolvía hecha pedazos a sabiendas de que lo colocaba contra las cuerdas de una opinión pública irritada por sus concesiones. Que las había hecho, sí: bastantes para encrespar a la ciudadanía española pero insuficientes para seguir el ritmo de las expectativas de los asesinos.

 

Aferrado a sus fantasías

 

Las fotos que aparecían en las portadas de los periódicos del 6 de junio eran el elocuente retrato de una derrota mal asimilada. Había rabia, perplejidad, incomprensión en la expresión contrariada del hombre que, incluso en esa tesitura terminal, se resistió a cancelar sus propias fantasías para refugiarse en la ambigüedad de un discurso sin altura moral ni coraje político. Horas después, el ex presidente Felipe González, que había dejado dicho con acerba maldad que en materia de terrorismo «hay que apoyar siempre al Gobierno, aunque se equivoque», le asestó una estocada de soberbio desprecio al declarar que se había vuelto a equivocar «al responder a ETA con un discurso». Desde Vitoria, el líder del PP Mariano Rajoy apuntalaba su fracaso al pronunciar las palabras que tantos españoles deseaban oír en esas circunstancias: decisión, firmeza ante el chantaje, abandono de la negociación.

Atrapado en las telarañas de su estructura interior, acaso incapaz de asimilar el fracaso de sus políticas de «consensos ciudadanos» que le han llevado a cancelar todos los consensos institucionales, Zapatero se enfrenta ahora por ende a otro problema de enorme gravedad, que es la desconfianza abierta en el seno del propio Partido Socialista. Los suyos le han seguido en la aventura del diálogo con ETA como la tripulación de «Pequod» perseguía a Moby Dick: atribulados por la insensata determinación de un capitán que va directo al desastre.

Error tras error, revés tras revés, el líder socialista persiste en una deriva errática de la que sólo le puede salvar una victoria en las próximas elecciones generales. Los cuchillos se afilan en el interior de las baronías —Bono está en abierta campaña electoral interna— para la eventualidad de una derrota, y el PP sabe que si le gana, aunque sea por un voto, le habrá entregado a una trama de conspiradores que lo apuñalarán sin perder un instante. «Hemos perdido las municipales con la economía a todo trapo, creciendo al 4 por 100; eso prueba que la responsabilidad es sólo suya», analiza un antiguo dirigente felipista, que cifra con meridiana claridad los dos ámbitos que engloban el fracaso de la legislatura: «el caos autonómico y el diálogo con ETA: eso es lo que nos está triturando».

 

La flauta mágica de Hamelin

 

Lo que queda es una batalla a cara de perro y dientes apretados en un pulso a muerte con su torcido destino. Con la misma certeza iluminada e idéntica confianza en su método político, el presidente aborda la última recta dispuesto a convocar el «consenso ciudadano» con su flauta mágica de Hamelin, que ahora va a tocar la melodía de un hombre bienintencionado cercado por las incomprensiones. Ése será el discurso: a un lado, la cerrazón asesina de ETA, y al otro el nihilismo calculado y egoísta del PP. En medio, el Príncipe de la Pazzzzzzz, , incomprendido y solitario, reconvertido por la fuerza de las circunstancias, como el Dustin Hoffmann de «Perros de paja», en un implacable hombre de piedra. Falta por ver si, dilapidados todos los recursos del buenismo, la magnanimidad y el apaciguamiento, le funciona la máscara de un Joker con la sonrisa congelada pertinazmente convencido de que caminará, de derrota en derrota, hasta la victoria final.