EL INQUIETANTE HOMBRE TRANQUILO

 

 Artículo de Ignacio CAMACHO  en  “ABC” del 09/01/05

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

 

Acaso el aspecto más desasosegante de la gestión presidencial de José Luis Rodríguez Zapatero sea su confianzudo optimismo en el manejo de los tiempos políticos mientras los problemas crecen a su alrededor de un modo exponencial, provocando seria inquietud en la opinión pública. Lejos de constituir un elemento tranquilizador, ese dontancredismo sonriente de que hace gala el presidente del Gobierno tiene la propiedad de sembrar por doquier la sensación de una irritante pasividad, cuando no la sospecha de una flagrante incompetencia.

Hay que admitir, no obstante, que hasta ahora Zapatero tiene motivos para confiar en su táctica quietista y apaciguadora, que le ha permitido enfriar los problemas a la medida de sus conveniencias. Aunque el presidente parece olvidar que el éxito principal de su trayectoria, la victoria en las elecciones del 14 de marzo, contó con el inesperado soporte de la convulsión provocada por el horrendo atentado de Atocha, la forma en que dominó las críticas durante su etapa de liderazgo de la oposición le hacen acreedor a una cierta confianza. Lo que él no puede soslayar, sin embargo, es que su papel de dirigencia le obliga a un esfuerzo particular para transmitir a la ciudadanía la seguridad necesaria, y que en momentos críticos como el presente no bastan gestos de sosiego y apariencias de normalidad para implantar un clima de serenidad ante el evidente desafío que supone para la comunidad española el plan secesionista de Ibarretxe.

Veinte millones de españoles necesitan la certeza inmediata de que el Gobierno y el principal partido de la oposición, las dos únicas fuerzas políticas que sostienen un proyecto nacional e integrador del Estado, están de acuerdo en frenar la aventura sin retorno que supone el órdago nacionalista vasco. Y ésa es una demanda estratégica de índole superior a los planteamientos tácticos de cada cual, legítimos pero subordinados a un interés común de mayor envergadura. Zapatero tiene todo el derecho y la legitimidad para afrontarla como mejor considere, pero ha de saber que en política muchas veces las cosas no sólo son como son, sino también como parecen.

Y lo que parece la actitud de Zapatero ante el plan Ibarretxe es que responde a la voluntad de conciliar su respuesta con las alianzas de conveniencia con el independentismo catalán y su afán de marcar distancias respecto del PP y de los métodos adustos y enérgicos empleados por el anterior inquilino de La Moncloa. Con toda seguridad no se trata -solamente- de eso: el presidente intenta por todos los medios evitar que el lendakari obtenga réditos electorales inmediatos de la imagen frentista que ofrecería un nuevo pacto explícito entre el PSOE y el PP. Partiendo de la derrota de la alianza constitucionalista en las elecciones autonómicas de 2001, Zapatero pretende disolver las reclamaciones nacionalistas en un clima de aparente normalidad política para detraer apoyos que impidan la previsible mayoría absoluta de Ibarretxe en mayo. Y entiende que para ello necesita alejarse de cualquier plan de actuación común con el PP.

Este análisis será o no correcto en función de los resultados de las próximas elecciones vascas; si el nacionalismo no logra sus propósitos, Zapatero podrá blasonar de un nuevo éxito de su táctica de apaciguamiento. Pero hay dos problemas esenciales. Uno, que al fijar distancias con el centro-derecha en un asunto tan crucial no hace sino alejar las posibilidades de un pacto poselectoral entre los constitucionalistas vascos. Y dos, y principal, que el presidente parece no tomar en cuenta que es Ibarretxe, y no él, el que dispone de la posibilidad de marcar los tiempos en su bien planeado desafío al Estado.

Sobre el primer asunto es posible que el jefe del Gobierno tenga también sus propios cálculos, y que éstos pasen por la hipótesis de configurar al PSOE como una fuerza central en el País Vasco, capaz de articular acuerdos con el PP... o con el PNV, rebajando sus pretensiones rupturistas mediante el llamado «plan Guevara», que no es otra cosa que una versión descafeinada del de Ibarretxe, con importantes concesiones soberanistas. Ésta es, de hecho, la tesis de Pasqual Maragall, el verdadero cerebro de la política territorial de este Gobierno, diseñada con un ojo puesto en Euskadi y el otro en Cataluña, donde una exigua minoría separatista actúa como eje ventajista del equilibrio de poder. Semejante salida no supondría sino un ablandamiento de la tensión, un regate en corto al problema esencial de la estructura del Estado, trufado con elementos de ruptura constitucional que, por ende, podrían traer graves consecuencias de ruptura en el propio socialismo vasco. Es decir, se trataría de un despeje del balón para dejarlo de nuevo en el campo adversario, desde donde se reorganizaría, tarde o temprano, el contraataque.

Pero, sobre todo, el segundo problema es el más grave, porque Ibarretxe ha medido con inteligencia las etapas de su reto. La baza del referéndum ilegal planea sobre el Estado como una espada de Damocles cuyo hilo sujeta en exclusiva el lendakari. También las alianzas más o menos explícitas con ETA y su entorno, verdaderos artífices de los impulsos del plan soberanista, y cuya potestad de declarar o no una tregua escapa de largo a la voluntad normalizadora de un Gobierno en frágil equilibrio con socios más amigos del adversario que del aliado. La confianza de Zapatero en desactivarlo todo con una (relativa) derrota electoral del nacionalismo reduce a una sola carta sus bazas reales, porque si esa derrota no se llegara a producir toda la ventaja quedaría en manos de los desaprensivos autores del desafío. Y no está claro que se disponga de un plan B para dicha emergencia, sea a través de la ahora indebidamente descartada vía jurídica o del polémico artículo 155 de la Constitución, que algunos invocan con demasiada ligereza a la vista de que ni siquiera está reglamentariamente desarrollado.

Es evidente que los planes B nunca se cuentan, pero esos veinte millones de españoles que respaldaron a PSOE y PP en las últimas elecciones merecen la seguridad de que el futuro de España no está al albur de unas elecciones autonómicas en una sociedad enfermada por la violencia y el miedo. Y el presidente, a quien corresponde la iniciativa de hacer frente al enorme reto planteado, está en la obligación de emitir signos de que dispone de alternativas diferentes para evitar que se consume la ruptura. La alianza, explícita o no, de fuerzas constitucionalistas sería, además, la mejor forma de cerrar en gran medida las heridas abiertas por el 11 de marzo. Dejarla pasar soñando con erigirse en solitaria solución a los males de España constituiría una enorme irresponsabilidad histórica. Y la realidad es que, ante un monumental envite contra su marco de convivencia y libertad, la sociedad española no tiene en estos momentos elementos de juicio para sentirse tranquila.