LA SOCIEDAD GASEOSA

Artículo de Ignacio Camacho en “ABC” del 20 de diciembre de 2008

Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

Si Zapatero ha vuelto en pleno temporal de adversidades sociales a su irredento discurso optimista habrá que colegir que tiene buenas razones para ello. Y no porque exista indicio alguno de que la primavera vaya a disipar las brumas negras del desempleo, como el presidente aseguró el jueves con osadía tan temeraria que alarmó hasta a los suyos, escaldados de anteriores proclamas triunfales, sino porque es probable que sepa que sus arranques irresponsables gozan de absoluta impunidad de opinión pública. Si algo tiene demostrado por experiencia el sonriente Mago de la Moncloa es la volatilidad de criterio de sus -y nuestros- conciudadanos, capaces de absolver sus más pasmosas contradicciones con enorme desparpajo sociológico. Acostumbrado a vivir en un presente descomprometido y feliz, deshipotecado de pretéritos y futuros imperfectos, ZP se atreve con las más arriesgadas piruetas en la plena conciencia de que no sólo no va a pagar por ellas, sino que muy posiblemente la factura acabará recayendo sobre los cenizos que se atrevan a ponerlas de manifiesto.

La enorme liviandad del presidente, que provoca escalofríos en sus más prudentes colaboradores, se apoya en una confianza intuitiva en el carácter evanescente del comportamiento colectivo de los españoles. La posmoderna sociedad líquida de Bauman ha alcanzado entre nosotros rasgos paroxísticos, hasta convertirse en el epítome de una sociedad gaseosa en cuya atmósfera acrítica se diluyen los impactos más inquietantes. El éxito del zapaterismo consiste sobre todo en su poder de detección e identificación de la temperatura social, superior al de cualquiera de sus adversarios, mucho más despistados respecto a las tendencias de una descomprometida opinión pública.

Por eso Zapatero se atreve a órdagos tan audaces como el de prometer un incremento del empleo, a sabiendas de que, llegado el momento de que la realidad le desmienta, encontrará de un lado la anuencia mórbida de unos ciudadanos refractarios a las malas noticias, y de otro el modo de levantar nuevos señuelos no menos complacientes. Con la misma desahogada naturalidad es capaz de rectificar en redondo sus políticas sobre terrorismo o inmigración -último por ahora de sus brutales giros copernicanos- a sabiendas de que sólo va a ser evaluado desde un descarnado presentismo y una pronunciada desmemoria, atributos de debilidad social que él convierte en aliados de una política espumosa en permanente licuación de sí misma.

Esas sobreactuaciones eufóricas, esas inverosímiles cabriolas que resultarían suicidas para cualquier político anclado sobre principios de responsabilidad, para el presidente constituyen estimulantes desafíos de su propia capacidad de riesgo. Crecido en su actitud retadora, disfruta del asombro de los suyos y de la indignación de los rivales, y se mece en el alambre con arrogante suficiencia. Se siente seguro porque al menos él contempla debajo la red, invisible pero resistente, de una acomodaticia, resignada, esponjosa aquiescencia ciudadana.