Artículo de José María Carrascal en “ABC” del 24 de junio de 2009
Por su interés
y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio
web
Una de
las mayores falacias que circula por España es que los derechos ciudadanos
están mejor salvaguardados por un poder próximo que por un poder lejano; por
las autoridades autonómicas que por las estatales. ¡Que se lo pregunten a
vascos, catalanes y gallegos no nacionalistas! Los lazos de sangre, lengua y
tradición son más fuertes que los constitucionales, que se ven socavados y
violentados allí donde los nacionalistas ocupan el poder. Se trata de un
regreso a la sociedad premoderna, en la que, al
amparo de unos «derechos históricos», una casta se cree con derecho a detentar
el poder para siempre. Cuando el Estado moderno no reconoce otro privilegio que
el que emana de las urnas. Es el que garantiza la igualdad e imparcialidad
constitucional: cada ciudadano, un voto, agrupándose luego como mejor les
parezca. Sin que haya votos que valgan más que los demás.
Incluso
en los Estados premodernos, predemocráticos,
las villas que no podían serlo «por sí solas», preferían mil veces ser «villas
reales», esto es, de la Corona, que villas de un señor, siempre más rapaz e
injusto que el monarca, cuya autoridad se reclamaba para poner coto a las
tropelías de ese poder inmediato. La Edad Moderna no es, a la postre, otra cosa
que una larga lucha de los «burgueses», los habitantes de los burgos o
ciudades, para sacudirse el señorío feudal, y pasar a la soberanía real, que la
revolución convertiría en soberanía nacional, aunque a menudo los líderes
revolucionarios se pasaran, creyendo saber lo que necesitaba el pueblo mejor
que el pueblo mismo. Pero eso no niega la mayor: los derechos ciudadanos están
mejor salvaguardados por una autoridad imparcial y distante, que por una
inmediata, llena de compromisos. Aún hoy, la reacción primaria del español ante
una injusticia inmediata es quejarse al Rey.
He
necesitado este largo rodeo para explicar la aparición de un nuevo tipo de
feudalismo en España que, presentándose como víctima despojada de unos fueros
vetustos, exige sean restaurados como norma básica, por encima incluso de la
Constitución. Cuando el Estado constitucional, moderno, democrático, ha venido
precisamente a acabar con los viejos fueros no a reinstaurarlos. Pero óiganles
hablar y véanles actuar como dueños del país y sus habitantes, y me lo
confirmarán. En Galicia y País Vasco, el veredicto de las urnas los ha puesto
en su sitio. Sin embargo, siguen reclamando, gimiendo, amenazando, sus
actitudes favoritas. Antimodernos por naturaleza y
antidemocráticos de oficio, su divisa no puede ser más mezquina: «Lo mío es
sólo mío, y lo tuyo vamos a repartírnoslo». Pues tampoco renuncian al Estado
para pedir. La oposición es el lugar que les corresponde. Allí, al menos,
tendrán una razón válida de qué quejarse: la mayoría ciudadana no está con
ellos.