¿INGOBERNABLE O INGOBERNADO?

Artículo de José María Carrascal  en “ABC” del 16-7-09

Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web

 

Tiene España fama de país ingobernable. O más exactamente, los españoles. Es una fama que nosotros mismos hemos alimentado, por ese prurito nuestro de presentarnos como arrogantes y montaraces. Pero ya dice el refrán «dime de lo que presumes, y te diré de lo que careces», pues pocas famas hay más inmerecidas que ésta. Una ojeada a nuestra historia próxima y lejana arroja que somos uno de los pueblos más fáciles de gobernar, y la mejor prueba es la retahíla de necios, inútiles, ignorantes, fantasmones y engreídos que nos han gobernado, muchos de ellos con el aplauso popular, al menos mientras ocupaban el poder. Muy pocos países podrán exhibir una lista tan larga de nulidades a su frente, y una tan exigua de auténticos hombres de Estado, sin distinción entre izquierda y derecha, aunque hay que reconocer que esta última ha gobernado bastante más tiempo. La clave de tan triste récord me la dio uno de los colaboradores de Suárez, al mostrarle mi admirado asombro por lo bien que habían conducido la Transición. -Fue mucho más fácil de lo que parece, José María -me dijo-. Este pueblo está acostumbrado a obedecer y sólo era cuestión de coordinar la jefatura del Estado con la del Gobierno. En el momento que comenzaron a funcionar sincronizadas, pudimos poner en práctica nuestro programa sin apenas encontrar resistencia.

Es algo que se ha venido confirmando a lo largo de esta democracia, que supera ya el cuarto de siglo, ninguna tontería. Ha habido cambios de gobierno, pero no por el empuje de la oposición ni por el clamor popular, sino por el desgaste interno de los mismos. Con Suárez acabaron las intrigas internas de UCD. Con González, la corrupción desencadenada en el PSOE. Con Aznar, la soberbia que le llevó a creer que podría seguir gobernando incluso después de haber renunciado al cargo. Como con Zapatero está acabando su incapacidad manifiesta. En ninguno de esos casos, la oposición jugó un papel decisivo ni los españoles mostraron un rechazo abrumador a los gobiernos. Fueron éstos quienes se ahorcaron a sí mismos, y lo realmente asombroso fue que durasen tanto, habiendo cometido tantos errores. Lo que confirma mi tesis: los españoles somos muy fáciles de gobernar, y si un gobierno se limitase a no cometer errores, o a cometer sólo los imprescindibles, podría eternizarse en el poder. Lo que ocurre es que el poder corrompe, embriaga, embrutece, y tras unos inicios cautelosos, todos los gobernantes se creen autorizados a hacer lo que les venga en gana, cometiendo errores cada vez mayores, con lo que se cavan su propia tumba, en la que acaban cayendo. Ha habido, sin duda, periodos en que España era ingobernable. El reinado de Carlos II, por ejemplo, en el que todo el mundo mandaba, incluidos (¿o sobre todo?) los embajadores extranjeros. O durante la Primera República, con el buenazo de don Estanislao Figueras diciendo «Yo no mando ni en mi casa». ¿Qué hacía, entonces, este hombre al frente de un país?, cabe preguntarse. Pero estos ejemplos sólo muestran que si España fue en ocasiones ingobernable, no fue debido a los españoles, sino a sus dirigentes, que no la supieron gobernar.

Pero a mí, y espero que a ustedes, no me interesa tanto la incapacidad de nuestros gobernantes, de sobra demostrada, sino la «gobernabilidad» de los españoles, o si lo quieren, nuestra mansedumbre a la hora de dejarnos conducir. La primera explicación que se le ocurre a uno es la más fácil: se trata de un rasgo de carácter, puede incluso de una condición genética, que nos predispone a ello. Pero estas teorías de trasfondo racista han quedado desacreditadas hace tiempo. A los individuos los hacen en buena parte los genes. Pero a las naciones las hacen sus normas y valores, elementos adicionales, creados por su sociedad. Es ahí donde hay que buscar los orígenes de nuestra mansedumbre.

Que pueden estar en que los españoles no sentimos que el poder sea nuestro, posiblemente porque casi nunca lo hemos detentado. Esa idea moderna de que los gobiernos son los depositarios temporales de la potestad ciudadana no ha cuajado todavía entre nosotros, pese a establecerlo la Constitución y el cuarto de siglo de democracia. El poder pertenece en España a quien lo detenta, sin tener que compartirlo ni dar cuentas a nadie. Nada de extraño la mala fama que tienen aquí los gobiernos, a quienes se echa la culpa de todo lo malo que ocurre. En una palabra: el gobierno es el enemigo. El que cobra impuestos, impone sanciones, limita libertades y ayuda sólo a los suyos. La prueba más clara de ese divorcio entre pueblo y gobierno está en la lengua de la calle. En España, el dinero público no es el taxpayermoney, el dinero del contribuyente, como en los países anglosajones, sino «dinero del Estado», mientras el personal de éste no son «public servants», servidores públicos, sino funcionarios, en realidad, representantes, del Estado. Vaya usted a una ventanilla pública con aires de señor que quiere ser servido, y verá cómo le reciben.

Las consecuencias de este divorcio pueblo-gobierno (entendiendo por gobierno la entera Administración del Estado) son bastante más graves de lo que a primera vista parece, al expandirse al país en su conjunto. El español no siente que España le pertenezca, excepto en aquel pedazo de tierra o inmueble que pueda poseer según acta notarial. Su desconsideración hacia el resto queda reflejada en la forma como lo trata, talando árboles, encendiendo fuegos, esquilmando las aguas interiores y exteriores o dejando las inmundicias de su perro en las aceras. Seguro que no se lo permite en casa. Pero la casa es suya, y las aceras, los bosques y las aguas, no.

El concepto de «bien común» apenas existe entre nosotros, como si fuera ajeno a nuestro modo de ser y de actuar. Y al no existir un «bien común», no existe una genuina comunidad nacional. Acabamos de tener el mejor ejemplo con la nueva financiación autonómica. El gobierno ha dado más dinero a las Autonomías -a unas mucho más que a otras-, y la única objeción es la de las que creen recibir menos de lo que merecen, sin pensar nadie en el endeudamiento astronómico de la nación en su conjunto. Lo que existe entre nosotros es el feroz individualismo del «Yo arramplo con lo que pueda, y el que venga detrás, que arree», practicado a todos los niveles.

¿De dónde procede? Tengo para mí que el origen de tan incivil comportamiento viene de una carencia básica en nuestra historia: la falta de una revolución nacional. Parafraseando a Ortega, podríamos decir que hemos tenido infinidad de revueltas, pero ninguna revolución auténtica, pese a los muchos intentos que ha habido tanto desde la derecha como desde la izquierda. ¿Y qué es una revolución? Pues un replanteamiento de la entera vida nacional, una especie de crisol en el que se funden los esquemas, valores y privilegios anteriores, para poner a todos los individuos al mismo nivel, convirtiendo los antes súbditos en ciudadanos, según la cita clásica. Es decir, en dueños de su destino y de su país.

La Transición democrática de 1978 fue el último intento, pero se quedó a medio camino. Por lo pronto, mantuvo privilegios forales, lo que no es revolucionario sino antirrevolucionario. Luego, rebajó de nivel la comunidad nacional, potenciando el autonómico, lo que ha debilitado los intereses generales. Y por si todo ello fuera poco, la barra libre concedida a los nuevos estatutos por el actual gobierno está dejando España «imposible para mí y para vos». Si lo quieren con una vieja expresión: ingobernable. E ingobernada.