2005, EL ASALTO AL ESTADO



 Artículo de Lorenzo Contreras en “La Estrella Digital” del 31.12.05

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

Ha sido el año de las situaciones políticas límite. El 2005 marca puntos de muy difícil retroceso. España, y no ya sólo un modelo de Estado español, ha sido cuestionada. Se ha llegado a tal extremo en este prólogo histórico del gran cambio postconstitucional que, como habría dicho Pío Cabanillas en una de sus más famosas ironías-sarcasmo, “ya no sabemos si somos de los nuestros”. El espíritu de 1978, año de la Constitución (que acaba de cumplir veinticinco nada menos, pero nada más), ha entrado en crisis. El Estatut catalán y el Plan Ibarretxe se han dado la mano en un perverso turno de presiones sobre la débil voluntad de un Gobierno cuyo nacimiento estuvo menos determinado por las urnas que por las circunstancias trágicas que viven en la memoria de cualquier ciudadano. Un personaje gris llamado José Luis Rodríguez Zapatero no pareció tomarse en serio desde la oposición el proyecto “autonómico” vasco e incluso parecía dispuesto a respetar en su integridad la voluntad que expresara el Parlamento de Vitoria. Cuando, por fin, ya en la Moncloa se plantó y formuló el anuncio de que el plan contaría con todas las reservas del Ejecutivo central, era tarde. Se había cruzado en el camino un tercero en discordia llamado Estatut de Cataluña, cuyo destino, según el voluntarismo zapateril, iba a ser quedar “limpio como una patena”, pero que en realidad ofrece el riesgo, para España, de conservar demasiadas adherencias anticonstitucionales.

El Estatut, aunque de momento parezca algo frenado, sigue siendo el gran detonante del proceso conducente a la desnaturalización y al desmontaje de la Constitución bajo el aspecto de una reforma estatutaria. Ibarretxe había tenido que frenar la velocidad de su Plan como consecuencia de su propio retroceso electoral en las autonómicas vascas. Pero llegaba el turno de Maragall-Carod y optó por la comodidad de esperar lo que sucediera con el proyecto catalán, avalado por el PSC, el hermanastro socialista del PSOE. Lo estamos viendo. Zapatero y compañía, lo reconozcan o no, están rebasados. Como ha escrito en Gara, órgano proetarra vasco, un pequeño historiador —pequeño pero suficiente—, “el presidente del Gobierno español prometió en su campaña electoral que iba a abordar el modelo de Estado, posiblemente porque ni él mismo creía que iba a tener el problema encima de la mesa. O tal vez porque desconocía la realidad de la correlación de fuerzas en torno a este tema”.

El ritmo que los acontecimientos adquieran es la única incógnita por despejar. El ritmo, que no el objetivo. Galicia ha entrado pálidamente en el concurso de méritos, con un Gobierno bipartito a base de socialistas y nacionalistas. La Valencia todavía bajo el control del PP se ha inventado su propio proyecto estatutario como si el cambio fuese una ley necesaria según el esquema clásico de “marica el último”. Andalucía y Extremadura están todavía a más o menos bajo el peso del PSOE central. Cualquier ciudadano con algún criterio está en condiciones de sopesar las derivadas territoriales que en otras zonas del antiguo mapa español puedan producirse.

2005 ha sido el año del debate sobre el concepto de nación. Ha sido la palabra tabú, el término impronunciable o vedado para quienes aspiran a ser nación cueste lo que cueste, por encima del artículo segundo de la Constitución moribunda de 1978. Pero en última instancia, la gran ambición independentista no es un concepto más o menos romántico y sentimental relacionado con el idioma y la sangre, sino una concreta realidad llamada Estado. Quieren tener el Estado, su Estado, su sustrato administrativo, su sistema educativo, el control de sus puertos, su comercio exterior, su representación diplomática, algún día su Ejército, sus compañías aéreas de bandera, el dominio de sus costas y de sus aeropuertos. Es el Estado lo que se cuestiona como tal Estado único. Y la representación exterior, como queda explicado por el hecho de que tanto vascos como catalanes, más los primeros que los segundos por el momento, procuran internacionalizar su victimismo.

Durante 2005 se ha ido avanzando en el espíritu y en la tendencia concesiva de facultades centrales, al amparo muchas veces del artículo 150.2 de la Constitución que contempla la entrega en determinadas condiciones de las competencias del Estado.

Mientras tanto, el Gobierno central ha ido perdiendo peso exterior. No es que José María Aznar, en cuanto cabeza directora de la Administración anterior, nos mejorara en el “ranking” internacional de una manera espectacular y sin pago de precios excesivos, que los pagó también e incluso con innecesario entusiasmo. No es eso. Es que la política exterior, con Zapatero, ha bajado muchos peldaños, ha perdido respetabilidad, ha gesticulado torpemente en sus comparecencias diplomáticas en foros y asambleas, ha entrado en contradicción consigo misma, no ha recuperado peso en la Unión Europea, ha cuestionado —Zapatero dixit— la competencia de la sucesora del ex canciller Schroeder, ha “compensado” la retirada de tropas españolas en Iraq con presencias descaradas en escenarios tan peligrosos o más que el antiguo feudo de Sadam Husein, ha procurado vender como un éxito espectacular el retroceso “logrado” en la cumbre europea y, en definitiva, nos ha dejado en cuanto españoles con el asombro de descubrir que podemos recuperar en América una influencia que siempre se nos ha negado.

La política interior ha sido en gran parte un cruce de insultos entre el Gobierno y oposición, un intercambio de denuestos, un abandono del pacto antiterrorista, una relajación de la política inmigratoria con todos sus riesgos e inconvenientes, una estrategia preelectoral de aspecto progresista a base de matrimonios homosexuales y anuncios de leyes sociales para jubilados y personas dependientes, una discutible reforma de la Justicia... En fin, casi de todo y muchas veces casi de nada. Ha habido que venderles a los nacionalistas el apoyo a los presupuestos generales del Estado, mediante un do ut des cuya valoración está por hacer en términos aproximativos. Al cabo del 2005 nos hemos quedado con la sensación de que la política española, mientras siga llamándose así, es la historia de una crispación, una revisión de proyectos interrumpidos que no acaban de sustituirse (caso del Plan Hidrológico), una antología de improperios rematados con la alusión de Rajoy a Zapatero como “bobo de solemnidad” y, finalmente por ahora, una peligrosa tendencia del Gobierno Zapatero a zanjar las disputas mediáticas a través de un Consejo Audiovisual Estatal que recuerda no poco la censura franquista, o la Ley Fraga que el propio Fraga ya no había aplicado y cuyas derivaciones hacia la generación de autocensuras va a cercenar la libertad de expresión para que el señor Zapatero y compañía se sientan más tranquilos.

Y de la ETA, ¿qué? Nada de sangre en dos años y cantidades inmensas de extorsiones, simples además al acecho de las claudicaciones del Gobierno central en materia del llamado “modelo de Estado”, que sería para la banda —y será— el momento de lanzarse sobre la presa del PNV.