EL EDITORIAL DE LOS TRES MIL MILLONES DE PESETAS
Artículo de Juan Antonio Cordero Fuertes del 30-11-09
Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que
sigue para incluirlo en este sitio web
Con un breve comentario al final:
UN ESPECTACULO REPUGNANTE
Luis Bouza-Brey (2-12-09, 22:00)
Hace tan sólo unos días, en el
Senado francés se presentó un proyecto de ley orientado a impedir que las
empresas o grupos industriales con contratos o relaciones económicas
significativas con la Administración pública pudieran controlar medios de
comunicación (prensa, televisiones, radios) de carácter privado. El argumento
(1) del proponente, el senador socialista David Assouline,
se basaba en la defensa de la independencia de los medios de comunicación como
pilar de la democracia, y en la imposibilidad de garantizar esa independencia
de los medios cuando éstos o sus propietarios dependen en gran medida del poder
político, ya sea a través de contratos industriales o de subvenciones y ayudas
directas. En Francia, como en cualquier sociedad abierta, la independencia de
los medios preocupa porque es considerada imprescindible para un sistema
democrático robusto.
En Cataluña, la independencia de
los medios también preocupa, aunque en un sentido ligeramente distinto: más que
un bien a proteger, es un fenómeno del que recelar, al que se teme y se
combate. Con un remarcable éxito, como no se privan de reconocer los
responsables gubernamentales (“Podemos ayudar, pero sobre todo, podemos hundir
un medio [de comunicación]”, decía el jefe de prensa de Jordi Pujol (2)). Si
una ley similar a la que se ha discutido estos días en Francia hubiera sido
aprobada en Cataluña, los catalanes nos habríamos levantado al día siguiente en
medio de un ensordecedor silencio mediático; tal es el nivel de sumisión del
llamado “espacio de comunicación catalán” respecto al poder autonómico. Nos
habríamos quedado de repente, por no hablar más que de grandes diarios
catalanes, sin La Vanguardia y sin Avui, sin El
Periódico de Catalunya, sin El Punt. Más aún: nos
habríamos quedado sin el editorial que tales medios, y otros con parecidas servidumbres,
lanzaron al mundo el pasado jueves, 26 de noviembre.
Este editorial, que se tituló “La
dignidad de Cataluña”, ha costado a los catalanes cerca de tres mil millones de
pesetas. 17,6 millones de euros, si se prefiere. Ese es el dinero público que
la Generalidad derramó el año pasado entre los diarios catalanes,
fundamentalmente entre los más afines al nacionalismo (3). Ese es también el precio
de la indignidad de Cataluña (sin comillas), al menos, de la Cataluña revelada
que habla por boca de los famosos doce diarios en nombre de todos los
catalanes. Una Cataluña que, en el mejor de los casos, representa al escaso 36%
de los ciudadanos catalanes que apoyaron en las urnas el Estatuto de Autonomía
de 2006, tras tres años de intenso bombardeo político-mediático; y en el peor,
al puñado de familias que en el Principado trajinan y se reparten
indistintamente el poder político, económico, mediático y el de la llamada
“sociedad civil”, cuyo fresco más conseguido probablemente sea el de los
detenidos en las operaciones Pretoria y Orfeó Català, Millet y Montull, Muñoz, Alavedra y Prenafreta. Una Cataluña que lleva viviendo treinta años (o
más) del monopolio de las grandes palabras y de la exclusión sistemática de la
mayoría de ciudadanos catalanes, y que ahora vuelve a impostar la voz para
hablar en nombre de gente (los ciudadanos catalanes) a la que, como en la
canción de Serrat, no tienen el gusto de conocer.
El editorial de los tres mil
millones de pesetas. Como todas las cifras y titulares redondos, se imponen algunas
aclaraciones. La primera es que, por supuesto, “La dignidad de Catalunya” no es
el único pago de la prensa agraciada por los favores de la Generalitat a los
conglomerados mediáticos catalanes; en realidad, la complacencia de los
periódicos catalanes respecto al mando en plaza (tanto con socialistas como con
convergentes), el gregarismo y la exclusión mediática de la oposición al turnismo catalán son fenómenos bien conocidos y han quedado
en evidencia en muy numerosas ocasiones, aunque en pocas con el desparpajo con
el que se muestra ahora. La segunda es que la cifra se refiere únicamente a
subvenciones directas en un solo año, 2008 (el último del que hay cifras
globales). Sí se conocen algunos datos de 2009 (4): 1,4 millones para el Punt (más de 4 euros de subvención por ejemplar vendido),
1,3 para El Periódico de Catalunya, 1,1 para el varias veces quebrado, y
siempre rescatado a costa del erario público, diario Avui. Otros años el reparto ha sido
aún más suculento (32 millones de euros en 2003). Y la subvención pura y simple no es, desde luego, la
única forma de garantizarse la docilidad de los medios: hay otros instrumentos
económicos (publicidad institucional, suscripciones colectivas de centros
públicos, bibliotecas, etc.) o directamente para-policiales (listas negras gubernamentales,
informes reservados de la Generalidad sobre el nivel de “afección” de medios y
periodistas al régimen, por citar un par de ejemplos) de los que el
nacionalismo gobernante ha hecho uso sin reparos para mantener la placidez de
las aguas del oasis mediático catalán. El simple vistazo a las subvenciones directas
anuales y sus mareantes magnitudes es, sin embargo, suficientemente revelador
del sarcasmo que supone hablar de independencia y representatividad al
referirse a la prensa catalana – y más en concreto a la prensa catalana que
firma el editorial (no en vano la lista de medios más beneficiados por estas “ayudas”
corresponde casi milimétricamente a la de agradecidos “abajofirmantes”
del texto).
II
Conviene, por tanto, situar la
iniciativa en su justa medida; y a los promotores declarados, en su justo
lugar. Pese a la autocelebración nacionalista del
mito de la “sociedad civil en marcha”, que sale en tromba en defensa del
Estatuto catalán, lo cierto es que el ampuloso editorial tan sólo evidencia
hasta qué punto los diarios catalanes (buena parte de ellos) se han convertido
en obedientes terminales mediáticas del nacionalismo hegemónico. Y evidenciará,
a través de sus fogosas adhesiones, hasta dónde llegan los tentáculos de un
poder que emplea el dinero de todos en proteger los privilegios de unos pocos.
Ni existe ni ha existido en Cataluña ninguna presión cívica o social a favor de
la reforma estatutaria, porque ésta apareció desde el principio como una
extravagancia ajena a las preocupaciones más importantes de los ciudadanos
catalanes, impuesta por los intereses de una clase política carente de ideas y
cuyo debate se ha prolongado agónicamente durante tres agotadores años (que han
continuado después con parecida tónica) en los que se ha mezclado la
irresponsabilidad con el tacticismo, la mezquindad
con la torpeza y la frivolidad con el cinismo.
La reacción de los catalanes ante
el penoso espectáculo dado por sus políticos en la legislatura estatutaria, y
en sus infinitas derivaciones, es tan nítida que no hace falta ningún
intérprete de su signo: la verdadera actitud de la verdadera sociedad civil
catalana respecto al Estatuto, sus instigadores, sus artífices y sus cómplices
se concretó en una abstención mayoritaria y récord, un respaldo
sorprendentemente bajo en las urnas (habida cuenta de la unanimidad de la
Cataluña oficial) y una desconfianza histórica hacia los partidos, los
dirigentes y las instituciones autonómicas, que no ha hecho más que
acrecentarse con las peripecias estatutarias posteriores. Si los responsables mediáticos
estuvieran realmente preocupados por la “dignidad de Cataluña”, sea lo que sea
tal cosa, harían bien en buscar noticias de su funeral en los archivos de esa
época y pedir responsabilidades por su asesinato a los que hoy les pasan,
complacidos, la mano por el lomo.
No es el caso, por supuesto. En
lugar de ello, el storytelling puesto en marcha por
Montilla, sus editorialistas de cabecera y, en general, la poliédrica
maquinaria propagandística del nacionalismo ha invertido ingentes cantidades de
audacia y creatividad en hacer pasar lo blanco por negro. Porque se requiere
audacia para convertir el hastío generalizado de los catalanes con la clase
política implicada en el Estatuto (Montilla a la cabeza); en una misteriosa
“desafección” hacia España de la que Montilla es sumo sacerdote, y que irá a
más (se dice) si los mismos políticos que han agotado la paciencia de los
catalanes durante tres largos años no se salen con la suya en su chantaje a las
instituciones del Estado.
Hace falta valor para pretender
que la sociedad catalana, que respaldó masivamente la Constitución Española
(91% de votos a favor, 67% de participación) y se abstuvo también masivamente
en el Estatuto de 2006 (78% de votos a favor, 49% de participación), va sin
embargo a enfrentarse al TC por hacer su trabajo y poner a los políticos
catalanes (y a sus necesarios cómplices en las cúpulas de los principales
partidos nacionales) ante su propia responsabilidad, la de haber hecho perder a
los catalanes una legislatura y media en conflictos identitarios
que sólo interesan a quienes los atizan, la de haber azuzado frívolamente el enfrentamiento
entre catalanes, con los demás españoles y con las instituciones del Estado
para tapar una mediocridad tercermundista, especializada de utilizar el poder
autonómico para dividir a los ciudadanos catalanes en lugar de velar por su
cohesión y su progreso. Y hace falta descaro para llamar gravemente “sociedad
civil” a lo que no es más que el embozo que emplean los partidos catalanistas
para seguir marcando la agenda política cuando su descrédito y la “desafección”
de los ciudadanos son demasiado acusados para poder hacerlo a cara descubierta.
No hay ninguna originalidad en el
editorial único de las doce cabeceras. Todo suena a dicho y redicho, manoseado,
gastado, vacío. Langue de bois
(lengua de madera) en estado puro. Los lugares comunes, las medias verdades y
las falsedades enteras, el empalagoso lloriqueo, las lágrimas de cocodrilo, los
sofismas y las dulzonas amenazas veladas que arman el mensaje del artículo; si
hay alguna novedad, es quizá la tosquedad y la falta de finezza
de la maniobra orquestada por el conglomerado político-mediático nacionalista. Por eso mismo resulta agotador
detenerse a rebatir una y otra vez las mismas falacias, tan pobremente
argumentadas como es habitual, sólo porque al poder nacionalista, tan sobrado
de medios como siempre, se le agotan las ideas, las razones y el propio futuro,
y no se le ocurre nada mejor para alejar a sus fantasmas que subir el volumen y
dejar sonar el mismo disco que lleva atronando los sufridos oídos de catalanes
y no catalanes desde hace ya demasiados años.
Es agotador insistir en lo obvio
contra lo obstinadamente tramposo, pero hay que hacerlo; porque si es grave que
un medio de comunicación intoxique, aún lo es más que varios de ellos se pongan
de acuerdo para lanzar sobre la sociedad catalana y española una cortina de
tinta y humo con la que cubrir la retirada de una clase política que debería
rendir cuentas por una vez ante los ciudadanos, en lugar de seguir jugando al
escondite. Hay que reiterar, por ejemplo, que los catalanes pagamos impuestos
exactamente igual que la inmensa mayoría de los demás ciudadanos españoles, y
que el “privilegio foral” es en España una excepción que el nacionalismo
querría convertir en norma, pero que otros desearíamos ver convertida en
historia. Hay que insistir en que los catalanes nos enfrentamos a la
“internacionalización económica”, ciertamente, sin los cuantiosos efectos de la
capitalidad de un Estado (en eso estamos como la inmensa mayoría de los demás
españoles), pero con el lastre agregado de una política provinciana,
reaccionaria, mezquina, excluyente y torpe que nos obliga a girar eternamente
en la noria de la identidad, que constituye el verdadero y vergonzante “hecho
diferencial catalán”, inédito más allá del Ebro: una política de la que la máxima expresión
es precisamente el Estatuto de Autonomía que el TC sigue examinando, y de la
que los máximos responsables no están en Madrid (como no sea por omisión), sino
mucho más cerca.
Hay que volver a decir que los
catalanes no hablamos una lengua, sino dos; y que no aspiramos en modo alguno a
que la lengua “sea amada” (allá cada cual con sus afectos), como
empalagosamente pretende el editorial; sino que nos limitamos a exigir que
ambas se respeten sin imponerse, porque esa y no otra es la “identidad catalana”,
plural y bilingüe, que se protejan los derechos de los hablantes de una y otra
lengua en lugar de excluir, como excluye el Estatuto y llevan excluyendo los
políticos regionales desde el principio de la autonomía, a más de la mitad de
los catalanes por hablar principalmente una lengua “impropia” que comparten con
todos los demás españoles.
Hay que decir, sobre todo, que
los pensamientos de los catalanes están “ante todo” en los mismos sitios que la
de los españoles de otras regiones: en el impacto de la crisis en nuestras
vidas, en la hipoteca, en los riesgos para el empleo, en la calidad de la
educación, en la persistencia en Cataluña de desigualdades según dónde nazcas,
dónde crezcas, qué hables. En el culto subvencionado a una patria que da miedo.
En la desnaturalización de una democracia cuyo nombre se toma en vano para
crear problemas nuevos y sacar tajada de los existentes, pero nunca para
resolverlos; una democracia que se encoge ante cada avance de la tribu, de la
intimidación y del chantaje que aguardan su turno en el caballo de Troya del
Estatuto; una democracia que palidece ante el obsceno amancebamiento entre
poderes, entre intereses públicos y privados, entre “políticos y periodistas”,
como denunciaba recientemente Josep Cuní y ratifica
el editorial de las doce cabezas. La dignidad de cada ciudadano de Cataluña es
suya, personalísima e intransferible, y el grosero intento de
instrumentalizarla y ponerla al servicio de intereses políticos particulares y
perfectamente identificables revela una falta de escrúpulos por parte de los
editorialistas que haría enrojecer a cualquier demócrata.
III
La carga en profundidad del
editorial se condensa en sus tres últimos párrafos. Se presenta como una coacción
en toda regla al Tribunal Constitucional, dentro del esquema clásico de la
literaria confrontación entre una Cataluña felizmente pastoreada por los
editorialistas y sus patrones, y una España unida en su ferocidad anticatalana. El nacionalismo cultiva con esmero esta
imagen, este choque de trenes que sobrevuela todo el editorial. Tanto es así,
que buena parte de la sociedad catalana y española, tanto la más comprensiva
con el nacionalismo como la más beligerante, ha acabado asumiéndola.
Es, sin embargo, otra de las
ficciones nacionalistas que han invadido el debate político catalán en las
últimas décadas. El enfrentamiento ficticio entre Cataluña y España esconde una
pugna entre catalanes; más concretamente, entre la voluntad excluyente,
monopolística y uniformizadora del nacionalismo y la
realidad plural, diversa y libre de una sociedad catalana dinámica y abierta
que no se reduce a una sola lengua, que no se resigna al pensamiento único identitario, que se niega a vivir permanentemente entre la
nostalgia, el resentimiento y el miedo y que no tiene necesidad de negar ni sus
lazos con el resto de España, ni su propia pluralidad de ideologías, de
identidades y de formas de vivir. El nacionalismo no puede aceptar esa
pluralidad porque el monopolio del “ser” catalán es lo único que le impide
aparecer ante la sociedad como lo que es, una estructura de poder sin más
objetivo que la conservación de sus privilegios, la defensa de sus intereses de
clase y la reproducción del puñado de familias que hacen y deshacen a la sombra
de la bandera cuatribarrada… o de cualquier otra.
Pero esa pluralidad existe y existe con naturalidad, como cualquiera que
conozca Cataluña puede comprobar en la calle, en los comercios, en cualquier
ámbito ajeno al entramado oficial catalanista.
El conflicto entre la Cataluña
que es y la Cataluña que el nacionalismo quiere que sea es insoslayable, y en
realidad lleva soterrado, aunque latente, más de treinta años. Es ese conflicto el que explica
que la sociedad catalana sea favorable a un sistema educativo bilingüe mientras
la clase política nacionalista se empeña en diseñar una “sociedad civil” de
cartón-piedra que defiende con disciplina militar la exclusión de la lengua
mayoritaria de la educación. Es ese conflicto el que explica que los ciudadanos
se consideren sin problemas catalanes y españoles (como reconoce amargamente el
líder del primer partido –nacionalista– catalán, Artur
Mas (5)), mientras los líderes políticos oscilan entre la amenaza y el fomento
de la identidad catalana construida sobre la negación de España. Es ese
conflicto el que explica por qué, en definitiva, la furia desesperada del establishment catalán, que moviliza todos sus cartuchos a
favor de un Estatuto de Autonomía manifiestamente inconstitucional, contrasta
tan vivamente con la indiferencia de una ciudadanía que ni lo deseaba, ni lo
consideró relevante, ni se preocupó de votarlo, ni desde luego moverá un dedo
para salvarlo de nada. A lo sumo, lo moverá, si el TC hace su trabajo, para
felicitarse discretamente por el final de la alocada carrera a ningún sitio que
ha supuesto la reforma estatutaria y volver tranquilamente al trabajo.
IV
Pese a todos sus recursos
económicos, políticos y mediáticos, pese a la enorme cantidad de ficciones que se
pueden construir desde los despachos oficiales del poder autonómico, pese a las
“sociedades civiles” más o menos fantasmales que se pueden invocar para que
acudan al rescate de sus derrapes identitarios, el
nacionalismo hegemónico, ese que se mueve como pez en el agua igual en partidos, sindicatos y
patronales, en los pasillos del Parlament y de los
palacios de la Plaza San Jaime, en las escalinatas del Palau
de la Música o en las redacciones de los grandes periódicos, radios y
televisiones; ese nacionalismo es consciente de que en la pugna que sostienen sus
ensoñaciones fantasmagóricas contra la sociedad de ciudadanos de carne y hueso,
la realidad y su espontánea diversidad tienen el futuro de su parte y todas las
de ganar. Por eso recurren, por eso han recurrido históricamente a las
instituciones del Estado para que Madrid apuntale una posición que están muy
lejos de tener garantizada en Cataluña. Y los grandes partidos nacionales
se han prestado a ello: a cambio de diferentes prebendas y favores, la clase
política nacional ha preferido proteger el imperio del nacionalismo en Cataluña
y validar su estrategia de exclusión y homogenización social. “Pacta sunt
servanda”, recuerdan quejosos los editorialistas:
éstos son los misteriosos “pactos profundos que han hecho posibles los 30 años
más virtuosos de la historia de España” que el editorial agita ante el TC. Unos
pactos que no tienen, por supuesto, nada que ver con el gran Pacto cívico entre
ciudadanos que dio lugar a la Constitución de 1978, contra el que el Estatuto y
toda la estrategia nacionalista atenta con ostentación y jactancia; sino más
bien con el cínico reparto de influencias entre dos oligarquías políticas que
prometen no interferir en los negocios del otro e ir a medias en los
beneficios.
El nacionalismo vuelve a pedir
ayuda al Tribunal Constitucional. De forma desabrida y altisonante, con esa
insidiosa combinación de zalamería e intimidación que tan bien maneja el
catalanismo cuando trata con “Madrid”; pero vuelve a pedir ayuda para que el máximo
intérprete de la Constitución cierre los ojos al despropósito que tiene ante sí
y dé luz verde a un Estatuto de Autonomía que culmina la estrategia de
erradicación o invisibilización de la pluralidad
catalana, de exclusión de las identidades no nacionalistas en Cataluña, de
marginación de la lengua propia de la mayoría de ciudadanos catalanes, de silenciación de la disidencia, de asfixia de la Cataluña
libre y mestiza que late en la calle en beneficio de la Cataluña pequeña,
tristemente pura, que han diseñado en los despachos. El TC no tiene que valorar si
acepta o no las demandas anticonstitucionales de Cataluña; si no, más bien, si
toma o no toma partido a favor de la oligarquía nacionalista que habla desde
hace décadas en nombre de Cataluña, que desde hace décadas se sirve de ella (de
sus ciudadanos) y desde hace décadas conspira contra su diversidad, sangra sus
recursos (humanos y materiales), penaliza la discrepancia y excluye al
discrepante, boicotea su progreso y busca la manera de hacerla encajar en sus
rígidas fantasías.
Hay un solo punto en el que el
editorial de las doce cabezas tiene razón: el reto que el Tribunal
Constitucional tiene ante sí no se limita a resolver el recurso de un partido
político contra una ley orgánica. El sistema constitucional español y su
jerarquía normativa, la viabilidad del Estado autonómico y la vigencia de los
principios clásicos de imperio de la ley, igualdad de los ciudadanos y
no-discriminación dependen en buena medida de este fallo. Pero la sentencia,
vista desde Cataluña, tiene otra implicación. La propuesta-exigencia del
editorial es que todos esos principios se guarden en un cajón al tratar del
Estatuto, y que éste sea validado por el TC como fruto de un pacto político
entre el nacionalismo y la clase política española que está por encima de
cualquier otra consideración. Lo que equivale a alinear definitivamente al TC,
y con él al conjunto de las instituciones constitucionales, en la trinchera de
un nacionalismo y un entramado político-mediático cada vez más alejados de los
ciudadanos de Cataluña, de sus aspiraciones, de sus prioridades y de sus
esperanzas.
La “desafección” se hizo famosa a
raíz de unas declaraciones de José Montilla. Aunque no en el sentido que le
quiso dar, la “desafección” es un fenómeno real en Cataluña: se concreta en la
brecha creciente que se está abriendo entre ciudadanos catalanes y poder
autonómico, que ha crecido en los últimos años hasta niveles realmente
preocupantes y que tuvo su culminación en el desencuentro entre ciudadanía y clase
política a cuenta precisamente del Estatuto. Al Tribunal Constitucional le
corresponde, en buena parte, atajar esa desafección y restablecer el principio
de realidad que el Estatuto ha intentado disolver, o bien agravarla y
extenderla no sólo al conglomerado de intereses políticos, económicos y
mediáticos que operan a nivel autonómico, sino también al núcleo del Pacto
Constitucional y a las instituciones del Estado que de él se derivan.
1.- « Proposition de Loi visant à interdire la concentration dans le secteur des médias »,
intervenciones y debate disponibles en la página web del Senado francés.
2.- Fuente: La Vanguardia,
edición del 10 de febrero de 2009.
3.- Fuente: El
Confidencial, edición del 20 de octubre de 2008.
4.- Fuentes: Diari de Girona, edición del 15 de noviembre de 2009
y Oficina de Justificación de la Difusión
(OJD).
5.- Fuente: Entrevista en El País, edición del 29 de noviembre de
2009.
Breve comentario final:
UN ESPECTACULO REPUGNANTE
Luis Bouza-Brey (2-12-09, 22:00)
Estos días atrás me encontraba descansando
los huesos del palizón de los últimos meses vinculado al esfuerzo y el disgusto
contra la estafa UPyD, entre chorros y barros, en un
balneario alejado del mundanal ruido, cuando se produjo el espectáculo
repugnante de la editorial de los tres mil millones de pesetas, como denomina
Juan Antonio Cordero al episodio nacionalista catalán de estos días. Por eso,
no pude publicar nada sobre el acontecimiento, pero hoy me ha llegado este magnífico
artículo de Cordero y creo mi deber publicarlo y comentarlo someramente.
Sólo debo decir que estoy plenamente de
acuerdo con su opinión, aunque añadiría que es hora de llamar a las cosas por
su nombre, y clarificar el hecho de que llevamos seis años asistiendo a un
golpe de Estado institucional, de momento incruento, protagonizado por el
tripartito catalán y el gobierno del PSOE. No otra cosa es la violación
descarada de la Constitución y la parálisis inducida del Tribunal
Constitucional, obstaculizando su pronunciamiento mediante diversas artimañas.
No otra cosa es actuar mediante la estratagema de los hechos consumados en la
aplicación de una norma claramente anticonstitucional. No otra cosa es amenazar
con desacato si el TC emite una sentencia desfavorable, como han hecho diversos
políticos catalanes. No otra cosa es amenazar con la rebelión fiscal si las
cosas van mal para la coyunda nacional-socialista catalana, como hace Maragall,
el autor original del golpe. No otra cosa es el arrasamiento de los derechos
fundamentales de los catalanes y de las instituciones y principios
democráticos.
¿No es hora ya de que el pueblo catalán
despierte? ¿No es hora ya de que el conjunto del pueblo español despierte? ¿No
es hora ya de exigir responsabilidades políticas y penales a la Generalitat y al
Gobierno?
Lo cierto es que estos irresponsables que
nos gobiernan, en Cataluña y el conjunto de España, nos han destrozado la
Constitución, la democracia y el país, y eso no puede quedar impune, si los
españoles deseamos salvar la democracia y el orden constitucional, para evitar
precipitarnos de nuevo al basurero de la Historia.