ATRAPADOS POR EL SIGLO

 

Artículo de Fernando García de Cortázar en "ABC" del19 de febrero de 2012

Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

Hace más de cuatrocientos años, un informe destinado a analizar las causas de las derrotas de España señalaba que «ninguna Monarquía ni reino se perdió ni pasó jamás de uno en otro, sino, o por pecados y sin justicias de los reyes o gobernadores, o por estrago universal de las costumbres de los vasallos». La severa advertencia partía del desacierto de los soberanos, pero también de la actitud de los súbditos de aquella monarquía universal, ante los tropiezos internacionales y la incubación de una crisis que arrastraría más tarde el desguace político y la quiebra económica de la primera potencia de los tiempos modernos.

Como habría de ser constante en los textos de los arbitristas del XVI, el documento no deseaba señalar accidentes estratégicos, desafortunadas políticas de alianzas o la incapacidad económica para sostener el esfuerzo al que España se había obligado. La raíz del problema debía encontrarse en carencias más hondas, que se referían a la justificación última del poder y a la dignidad y decencia del pueblo por él representado. Habían de valorarse las realizaciones de un gobierno y la aptitud y honestidad de sus miembros, pero de igual modo se debía ponderar la condición moral de unos súbditos obligados a preservar los valores de una nación que ejercía su liderazgo en lo que entonces se conocía como el mundo.

Cuando queremos reflexionar sobre la condición de nuestro tiempo, la crisis aparece como un extenuante lugar común que lo define, pero limitada siempre a su versión económica. No vivimos una época de incertidumbre, sino una era de desesperanza, tanto mayor cuanto más altas fueron las expectativas de la expansión y el futuro de un bienestar material garantizado. Los expertos hacen números y anuncian que las cosas difícilmente volverán a ser como eran. Sin embargo, la crisis no ha sido nada más —y nada menos— que un cambio, una aceleración, un brusco empeoramiento de pérdidas esenciales, que no se referían solo a la abundancia de recursos económicos, sino también a la construcción de un orden moral, un sistema de valores y las paredes maestras de una cultura que, desde hace más de veinte años, han estado dando alarmantes síntomas de cansancio. Un agotamiento más doloroso por la indiferencia generalizada de los dirigentes políticos que tenían la responsabilidad de preservarlos, y ante la frivolidad de una ciudadanía que ha considerado que tales cuestiones eran mera ornamentación de nuestra opulencia.

El verdadero alcance de esta crisis consiste en haber dejado al desnudo la deriva de nuestro modo de vivir, de los valores que han dado un determinado sentido moral a nuestra existencia colectiva. Abandonados a la intemperie por la recesión, averiguamos ahora el curso de una enfermedad silenciosa y tenaz, abrigada bajo la alegre confianza en un bienestar económico y una perspectiva de constante desarrollo material, en la que determinadas preocupaciones parecían ser solo la extravagancia de intelectuales pintorescos o la nostalgia de reaccionarios recelosos ante la novedad. Habitantes de un continente que ha inspirado la mayor parte de los principios que han dado sentido a la historia del hombre y a su realización plena en la modernidad, vamos a pasar el testigo a una generación que tendrá que vérselas con un paisaje de ruina económica y destrucción de lazos sociales y que tendrá que hacerlo, además, expropiada de los recursos ideológicos que podían orientarla en su amarga travesía , cautiva y desarmada en una perpetua frivolidad y desprovista no solo del conocimiento, sino de la posibilidad de obtenerlo partiendo de la necesidad sincera de saber.

Conviene decirlo, cuando parece que solo nos acechan las penalidades materiales, hijas de la embriaguez del despilfarro. Porque lo que nos angustia no es solo la contundencia de la recesión, sino que las conductas económicas causantes de ella hayan formado parte de un mundo en el que todo estaba permitido, en el que todo era relativo, en el que el interés propio carecía de cualquier limitación colectiva, en el que la conversación se sustituyó por el ladrido político, la lectura privada por la consigna pública, la reflexión intelectual por la adormidera televisiva, y en el que la búsqueda frenética del placer inmediato se confundió con la serena madurez de la felicidad.

En estos años nos hemos conformado con bien poco. No se trata de que hayamos preferido tener a ser, aunque se le parezca bastante. Ahora, en el páramo de nuestra insolvencia económica y la falta de escrúpulos morales, algunos empiezan a añorar determinados preceptos y pautas, objeto antes de burla social y de manipulación política, proponiendo su retorno como condición para salir de nuestro declive. ¿Recuerda alguien las voces de alarma —escasas y vituperadas— que se alzaron cuando el sistema educativo exteriorizó la crisis de autoridad en el aula, el elogio de la promoción adquirida sin esfuerzo y la diversión en la escuela como eje central de la formación de los adolescentes? ¿Es preciso volver a señalar de qué modo se ha confundido la cultura con la evasión, y la expresión «matar el tiempo» ha reflejado abiertamente la negativa a «hacerlo vivir» mientras el ocio se travestía de anestésico y quedaba abolida la admiración por la inteligencia y la exigencia de responsabilidad?

Y, como la cultura no nos hace mejores, sino solamente más atentos a esa condición difícil del mundo, ¿deberemos recordar el modo en que se ha abucheado cualquier asomo de rectitud moral, de reflexión sobre la elección entre el bien y el mal, de ejercicio auténtico de la libertad y de sanción de su uso? ¿Es preciso que recordemos la manera en que la apasionante experiencia de vivir se ha convertido en un mero dejarse llevar por la lógica de un mundo sin raíces humanistas y sin compromiso con el valor social de la propia existencia?

Nuestra crisis ha sacado a la luz la indefensión de una sociedad que creyó posible olvidarse de sus propios fundamentos éticos y que dio la espalda a aquello que, en última instancia, explicaba el desarrollo económico y el alcance del bienestar. Aquella sociedad más sabia, aquella sociedad que tenía los dispositivos morales para encauzar el futuro de una juventud, para señalizar los obstáculos a batir por el esfuerzo personal; aquella sociedad del mérito recompensado y de la profesión bien ejercida, fue derogada a favor de otra, que se enorgullecía de su carencia de sedimento cultural, que parecía satisfecha por vivir sin un sentido de civilización en sus entrañas. Cuando la opulencia del mundo de la posguerra se estaba construyendo, hombres sagaces como Pasolini o Castoriadis llegaron a referirse a la pérdida de orientación cultural y al ascenso de la insignificancia. También los hubo en otra orilla ideológica, que se refirieron al malestar de una cultura que se nutría de su propia humanidad, de los valores que durante siglos sostuvieron en pie la vigorosa condición del hombre libre. Para nuestra desgracia, la penuria no encuentra ahora la solidez de un territorio moral desde el que emprender la marcha hacia el futuro, sabiendo a ciencia cierta quiénes hemos sido siempre y lo poco que teníamos que ver con ese mundo a solas, en el que todo lo que era importante pasó a considerarse un accesorio prescindible de nuestra estatura social.

FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR DIRECTOR DE LA FUNDACIÓN DOS DE MAYO, NACIÓN Y LIBERTAD