UNA RAZÓN LLAMADA ESPAÑA
Artículo de Fernando García de Cortázar Catedrático de Historia Contemporánea. Universidad de Deusto
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
Cuando aún coletea el
último debate sobre el estado de la Nación, me gustaría recuperar la historia de
otro debate que, más de setenta años atrás, tuvo lugar en el mismo escenario, y
cuyos protagonistas fueron dos figuras que encarnan una misma ilusión de
construir España. Es mayo de 1932. Ortega y Azaña intervienen en la discusión
sobre el proyecto de Estatuto de Cataluña en las Cortes de la Segunda República.
Entre ambos personajes existen, entonces, notables diferencias. Ortega es el
filósofo que pertenece, según nos dice él mismo, a «una fuerza política
cuantitativamente imperceptible», la Agrupación al Servicio de la República. El
suyo será un discurso doctrinal. Examinando la cuestión catalana en su fondo
histórico y moral, afirma que es un problema insoluble, y que sólo se puede
aspirar a conllevarlo. Toda dificultad , señala , está en la formulación
totalitaria de los nacionalismos, que «son un sentimiento, pero siempre hay
alguien que se encarga de traducir ese sentimiento en concretísimas fórmulas
políticas , las que a ellos, a un grupo exaltado, les parecen mejores».
La intervención de Azaña fue, por el contrario, la de un político con la
responsabilidad del poder. Lejos aún del hombre fatigado y enfermo en que lo
transformará la guerra, buen orador, sagaz y muy castellano, Manuel Azaña recoge
los análisis de Ortega, aunque los considera excesivos, exagerados. «Conjugar
-dice Azaña- la aspiración particularista o el sentimiento o la voluntad
autonomista de Cataluña con los intereses o los fines generales y permanentes de
España dentro del Estado organizado por la República. Este es el problema y no
otro alguno». ¿Insoluble? «Según; si establecemos bien los límites de nuestro
afán, si precisamos bien los puntos de vista que tomamos para calificar el
problema, es probable que no estemos tan distantes como parece».
Los dos, Azaña y Ortega, aunque el filósofo no sin cierto escepticismo, creían
necesario resolver el problema catalán y los dos colaboraron en la construcción
de una España plural y moderna. En palabras de Ortega, ... «hacer algo grande
con España y por España, ... crear un Estado fuerte, serio y abierto, en el cual
queden alojadas peculiaridades hasta ahora siempre desterradas». En palabras de
Azaña, sustituir lo tradicional por lo racional; liquidar la España centralista
, caciquil, militarista, frailuna y cerrada a las novedades; y edificar una
España en la que se conjuguen la identidad nacional con la democracia, el
desarrollo económico con los derechos sociales, el Estado unitario con la
diversidad cultural.
Poco les gustó entonces a los diputados de Esquerra Republicana un discurso que
partía de la soberanía de la República española, sin dejar que los nacionalistas
decidieran, en uso de su derecho exclusivo, cómo debían relacionarse Cataluña y
España; y este recuerdo conviene tenerlo vivo cuando ahora se quieren
tergiversar los hechos con determinados humos de imaginarios fuegos, con ciertas
complicidades que nunca existieron y con abdicaciones de gobierno que nunca se
produjeron.
«Es pensando en España -decía Azaña aquel mayo de 1932-, de la que forma parte
integrante, inseparable e ilustrísima, Cataluña, como se propone y se vota la
autonomía de Cataluña y no de otra manera».
La República cayó, la derribaron. En 1939 triunfó la imagen más negra y
monolítica de España, pero la historia no acaba aquí. En 1978 se desagravió a
todos los perdedores del verano de 1936. La España plural, abierta, que se
asienta en la tradición reformista de Ortega, en el republicanismo de Azaña y
también en la socialdemocracia de Prieto, cobraba forma de Constitución, y
Constitución compartida.
Como ahora, cuando arreciaban los meteoros políticos de las diversas Españas,
cuando defendía el texto del Estatuto de Cataluña en la Cámara, Azaña decía
también: «Perseguimos con esta política la extirpación del descontento, en este
sentido: que el descontento, cuando subsista, que alguno subsistirá, no tenga
razón de protesta apreciable que hacer valer en la vida pública española».
¡Que el descontento no tenga razón de protesta! ¿Cuál sería hoy el discurso de
Azaña si fantaseando como fantasea Borges, y confundiendo tiempos y cronologías
y espacios, pudiéramos soñar al viejo presidente de la Segunda República a la
puerta del Congreso, cambiando unas cordiales palabras con el filósofo Ortega
ante la blanda y dispersa mirada del actual presidente Zapatero?
Lo cierto es que los nacionalistas catalanes, pidieron respeto a su diversidad,
y como en 1932, se les dio en la Constitución de 1978 y en la calle. Lo cierto
es que su descontento, y el de los vascos, subsiste, y a los españoles que
sintiéndose nítidamente españoles quisieran dejar de pensar obsesivamente en
España, vivir la identidad sin dramatismos, sin esencialismo alguno, sin agredir
ni ser agredidos, este descontento les hace perder mucha energía que bien podría
dedicarse a otras búsquedas. Lo cierto es que el pasado todavía dura, y es
impredecible y no se sabe cuándo va a terminar. Lo cierto es que, mientras el
nacionalismo español ha abdicado de todo fundamento mitológico, y se ha hecho
laico, y se ha disuelto en la realidad del tiempo, la realidad de la
descentralización del Estado, la realidad de Europa, el catalán y el vasco
siguen fieles a su naturaleza de religión civil y a veces no tan civil, a la era
de los pueblos ancestrales, sanguíneos, vengativos, superiores, inferiores... la
era de los agravios infinitos y las exclusiones xenófobas y lingüísticas, la era
de los imperativos telúricos, étnicos, funerarios, la era de los caracteres
nacionales permanentes, la era -se quiera o no se quiera reconocer- de los
fascismos.
Tal vez, después de todo, desde nuestro presente, que fue su lejano porvenir,
podamos decir que Ortega tenía razón al ser escéptico y desconfiar de quien se
constituye en islote acantilado, de quien se enfunda en una ideología
comunitarista, que en nombre de la identidad pretende acabar con la pluralidad y
la equivalencia de las personas, que en nombre de la nación sacrifica los
derechos individuales de sus ciudadanos, que en nombre del destino aspira a
anular la voluntad de cada uno. Los nacionalismos catalán y vasco tampoco forman
parte de la España que imaginaba Manuel Azaña, plural en historias y en paisajes
y en lenguas, pues confunden la pluralidad con una yuxtaposición de
colectividades monolíticas. La Euskadi de Ibarretxe y la Cataluña de Pujol y
Carod, por no hablar de la triste figura del socialnacionalista Maragall, tiene
más que ver con la España cejijunta e inviable de Franco que con la moderna y
progresista que liberales, republicanos y socialistas soñaron en 1931 y sólo
germinó en 1978.
Decía un pensador que en la Historia pasa siempre lo mismo, sólo que un poco de
otro modo. Filósofos de la lucidez de Ortega escasean hoy en España.
Evidentemente, Rodríguez Zapatero no es el reformista Manuel Azaña. Zapatero da
la impresión de no tener una idea clara de España, el país al que representa. En
cambio, los nacionalistas vascos y catalanes saben perfectamente lo que tienen
que aparentar: la representación de naciones conscientes y orgullosas de sí
mismas, seguras de su estatuto de soberanía, dispuestas a una dinámica de
exigencias que concluya en la conquista de un Estado propio.
¿Cómo, o por qué, pactar la idea de España con quien no somete a revisión la
idea nacionalista del País Vasco o Cataluña? Lo que se puede pactar es la forma
de organizar España, si es que aún creemos en una nación en constante proceso de
aprendizaje ciudadano, pero una nación al fin y al cabo. Me pregunto si hoy no
habría comenzado por aquí, precisamente, la respuesta de Azaña a Ortega, dos
liberales que nunca aceptaron que los nacionalistas les marcaran las cartas
políticas, ni que les apuntaran las preguntas para dejarles sin respuestas.