ESTATUTO DE CATALUÑA: DRAMA Y ESPERANZA

 

 Artículo de Ignacio Cosidó en “Libertad Digital” del 30.04.06

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

 

Es imposible destruir una nación con cinco siglos de historia en sólo dos años. Pero no es menos cierto que Rodriguez Zapatero, cegado por la avaricia de poder, nos ha colocado en una pendiente autodestructiva de la que cada vez será más difícil escapar. Esa pendiente, cuya rampa de salida es el nuevo Estatuto catalán, conduce inexorablemente a la desarticulación de España como Estado y a la disolución de España como nación.

 

Algunos podrán juzgar de interesadas y de desmesuradas estas afirmaciones. Es más, una vez aprobado el nuevo Estatuto en Cataluña nos dirán: "veis como no pasa nada, como España no se rompe". Nos acusarán, a los que sí pensamos y alertamos del riesgo de disgregación de España, de catastrofistas o, lo que es peor, de demagogos. Algunos se negarán a ver el riesgo para eludir su propia responsabilidad, pero la mayoría no querrá verlo porque vive felizmente instalada en la complacencia de un país que ha crecido en los últimos años como ninguno otro en Europa, que prefiere vivir el presente más que mirar al futuro y que ha sufrido demasiado en la historia como para prever nuevos desastres.

 

Pero la triste realidad es que el Estatuto de Cataluña no sólo acaba con cinco siglos de historia de la nación española, al reconocer a Cataluña como nación, sino que construye un Estado inviable. Ambas cosas en realidad están íntimamente relacionadas. La existencia de la nación, como comunidad política sustentada en una identidad común, es la que justifica principios como la igualdad de derechos entre todos sus miembros o la solidaridad entre sus diversos territorios. Si ese sentimiento de pertenencia a algo común se diluye, ya no existe entonces ninguna justificación moral ni política para que los ciudadanos de Cataluña deban ser más solidarios con los extremeños que con los africanos.

 

Es verdad que los efectos perversos de ese Estatuto no serán inmediatos. Pero no es menos cierto que el sistema de financiación que diseña, que podrá ser además revisado bilateralmente, socavará la sostenibilidad financiera del Estado en muy pocos años. El Estatuto otorga además un poder sobre la sociedad civil y unos mecanismos de exclusión social, comenzando por el idioma, que en manos de cualquier nacionalista deja expedito el camino hacia la independencia en mucho menos tiempo de lo que hoy podamos imaginar.

 

Pero el problema no es Cataluña. El problema es la dinámica que se ha de desatado en Cataluña, y en el País Vasco, y ahora en Galicia, y en Baleares, y en Canarias, y en Andalucía. El problema es que ninguna comunidad, esté gobernada por quien esté gobernada, va a querer ser menos que ninguna otra. Eso es muy compresible, pero el efecto final es que se genera una espiral en la que España se diluye como un azucarillo. Si todos pensamos únicamente en nuestros intereses particulares, ¿quién tendrá entonces la grandeza y la altura de miras de pensar en los intereses generales, en los intereses de todos, en España?

 

Que una comunidad autónoma como Andalucía se proclame ahora como realidad nacional es el colmo del absurdo. Probablemente lo hace porque no quieren ser menos que Cataluña, pero no se dan cuenta de que al debilitar a España como nación están poniendo en riesgo un principio de solidaridad que resulta vital para su desarrollo futuro.

 

Más sorprendente aún resulta que este proceso de disgregación de España se esté realizando en contra de la opinión de una gran mayoría de los españoles. Aquí hay dos problemas. Por un lado, unas elites políticas en determinadas comunidades autónomas que están jugando de forma absolutamente irresponsable con los sentimientos y con los intereses de sus sociedades. Su único objetivo es el poder, acaparar todo el poder y perpetuarse en el poder. Para lograrlo no tienen el menor escrúpulo en poner patas arriba toda la estructura del Estado, ni en poner en riesgo la convivencia entre todos los españoles, ni en amenazar la libertad dentro de sus comunidades.

 

Pero el problema principal es que quien debería velar para corregir esos desmanes en realidad los alimenta de forma aún más irresponsable. Al final el drama no es que haya unas minorías que aspiren desde hace décadas a acabar con España, sino que exista un Gobierno español que se ha aliado con esas minorías para desguazar conjuntamente el Estado y la Nación. Nuestra única esperanza para escapar de este drama es poner pronto a alguien en La Moncloa capaz de pensar más en España que en si mismo.