NO ME GUSTAN LOS ESPAÑOLES

Artículo de Carlos Dávila en “La Gaceta” del 18 de julio de 2011

Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

¿De quién es la culpa? Nuestra, de los españoles de ahora que hemos abandonado cualquier lectura y hemos convertido en iconos imitables a abyectos personajes de la televisión más cutre.

 Las webs –esas páginas ácratas donde cabe desde la imprecación más soez al talentudo artículo sobre la clonación de los ácaros– más visitadas de España en este momento son, si no me engañan mis informantes: el drama que está sufriendo la berreona novia de España, Belén Esteban, a cuenta de la voracidad de Hacienda, que le quiere embargar el piso porque, ¡la pobre!, se ha olvidado de pagar los impuestos correspondientes; la tragedia de la señora de Jesulín, que puede ingresar en el trullo porque, ¡infortunada!, ha estafado a la Seguridad Social aunque ella, señores, no quería; los improperios que el ardoroso presentador de toda la basura telecinqueña, Jorge Javier Vázquez, ha lanzado recientemente sobre una especie de colipoterra que lleva un quinquenio desgranando, programa a programa, sus miserias; y, finalmente, las imágenes del torero viudo por antonomasia, Ortega Cano, que o iba de teñido kanfor antes del accidente o ahora, tras ser cogido in fraganti por los radares, le alegra la vida al persecutor de conductores, Pere Navarro, porque la multa va a engrosar las arcas de la infame Dirección General de Tráfico.

Galería de histéricos

En todo esto estamos los españoles. Nuestros más seguidos coterráneos son una histérica analfabeta que ha hecho de la grosería televisada un negocio más rentable que la laboriosa Zara; una auxiliar de clínica maridada con un matador que será recordado siempre porque, innovador y tal, celebró una corrida de toros con sólo mujeres en las gradas y que, después de una faena apoteósica, le lanzaron en vez de sombreros, braguitas con puntillas; un transformista que dirige una tertulia sesudísima que es la envidia de los académicos de la Lengua; y un torero, más llorón que un canto de aquel flamenco, Miguel de Molina, que huyó de España tras recibir una paliza por su desmedida afición a todo lo floro.

Es pena –personalmente lo lamento de veras– que en este récord de las webs más visitadas no figuren las constructivas, limpias, preclaras y sacras manifestaciones que hace unos sábados, y más tarde usando torticeramente del Congreso de los Diputados, realizó el todavía presidente del Congreso, don José Bono Rodríguez; declaraciones en las que él, calvo vergonzante (Dios mío, ¿será esto un insulto?), me dedicó especial atención sin nombrarme, claro está, a cuenta de la insidiosa campaña que ha realizado este periódico revelando la singular fortuna que nuestro citado y admirado político socialista ha amasado en años de esfuerzo y en puestos administrativos usualmente mal pagados. Ya se ve que para muchos compatriotas, Bono no le llega a la sandalia, ni por interés ni por curiosidad, a la memorable vocinglera Belén no sé qué. ¡Incultura que tenemos por estos pagos!

Pero, salvo Bono, casi todos los antedichos figuran en el ranking de nuestros favoritos. Me temo que, a mayor abundamiento, todos ellos y ellas (por favor, aquí somos defensores del género) son hijos de las dos o tres leyes educativas (es un decir, que no quiero ofender a los docentes) que el Partido Socialista ha perpetrado cada vez que, de una u otra forma, ha llegado, alguna vez detentado (véase el Diccionario de la RAE) al poder en nuestro querido y viejo país. ¡Y qué país! Jacinto Miquelarena, un soberbio escritor del siglo XX español, corresponsal en Londres y París de ABC, decidió en un mal día lanzarse a las vías del metro de París porque un malhadado y bastante estúpido y roñoso –dicho sea de paso– secretario general del periódico se negó a pagarle la factura del traslado de los muebles de su casa. Miquelarena había hecho gracia en España con esta frase que ha quedado para los restos: “¡Qué país, Miquelarena, qué país!”. Muchos años más tarde probablemente proclamaría lo mismo y no refiriéndose precisamente a su penosa peripecia personal, sino constatando, por ejemplo, cómo los socialistas se han marchado de los ayuntamientos y las comunidades sin pagar ni siquiera la luz. Han dejado facturas pendientes que podrían empapelar el Estadio Bernabeu; muchas de ellas son de actos culturales en los que el alcalde de turno solía lucir su palmito presumiendo de su enorme vocación por la vida intelectual y su irrefrenable decisión de convertir a su pueblo en un taller eminente de la erudición española.

El páramo intelectual

La cultura española. En La Gaceta llevamos ya tres domingos a la búsqueda y captura de nuestros intelectuales de hoy, los referentes de opinión que, como en otro tiempo ha sucedido en nuestra Nación, nos adviertan de la terrible deriva de todo jaez que estamos sufriendo los españoles. Ignacio Peyró, nuestro responsable de Cultura, ha realizado –está realizando aún– un trabajo colosal y creo que el hombre anda francamente desanimado porque nos estamos encontrando con un páramo. Para él, esa conclusión puede ser desoladora; para mí, previsible. Hace un par de años, tuve la ocasión de impartir una clase ocasional en un aula de Periodismo universitario. Caí en la siguiente provocación efectuada sobre muchachos, alevines de periodistas, colegas próximos: “Decidme –les dije– referentes actuales de la cultura en el arte, en la literatura, en el teatro, en la filosofía, en el pensamiento...”. Se quedaron lívidos, pero una muchacha especialmente atrevida me increpó así: “¿Tú lo sabes?”. Me reí, con la torpe suficiencia de quien es pillado a trasmano, y para salvar la situación, respondí: “Ha sido una trampa; no los hay”.

Nuestro Siglo de Oro

Lo peor es que tenía razón: no los hay. Joaquín Costa en otro tiempo, discutido y discutible que diría el sin par Zapatero, se empeñó en acumular ideas para regenerar España; Menéndez Pelayo denunció a todos los heterodoxos del país (Feijoo, fíjense, incluido), pero puso de moda el debate intelectual; a Ortega, rectificando y todo, le dio por denunciar a las masas como elementos subversivos incontrolables; Marañón hizo de la Medicina humanista otra especialidad científica; Dalí con¬irtió la excentricidad en el gran objeto de la pasión artística universal; Gaudí se inventó una arquitectura más retorcida, pero más brillante todavía, que Churriguera: Jardiel Poncela y Mihura llevaron a las tablas el surrealismo puro; Julián Marías, aburrido y todo, hizo discurrir a, por lo menos, tres generaciones nacionales; Pemán construyó desde un populismo castizo un magisterio útil para andar dignamente por casa, en fin... El siglo XX español es mejor que el Siglo de Oro. Para quien lo quiera discutir. El XXI es un páramo de mediocridad que se ha apoderado de nuestras televisiones, como la marabunta más burda y más repelente.

La aguerrida España

¿Y la culpa? ¿De quién es la culpa? Pues basta de sandeces y paños calientes: la culpa es absolutamente nuestra, de los españoles de ahora mismo que, en masa, hemos abandonado cualquier lectura, hemos caído en la trampa tendida por nuestros gobernantes de la inanidad y el aborregamiento (así se puede hacer cualquier cosa con nosotros) y hemos convertido a los personajes del principio en iconos de la España dormida (lo de los indignados es una burda broma de okupas), de la España sometida que no protesta, no vaya a ser que..., y que, en resumidas cuentas, tiene de valiente y aguerrida lo que pudo tenerlo en su momento un prófugo del más ridículo y tópico ejército italiano. Ya está bien de pasar la mano por el lomo a un espécimen, el nuestro, que no se moja ni en la ducha y que me hace exclamar, bien que a mi pesar: ¡cada día me gusta más España y me gustan menos los españoles! Lo siento.