NACIÓN Y NACIONALIDAD

 

 Artículo de ANDRÉS DE BLAS GUERRERO  en “El País” del 02/12/2004

 

 

Andrés de Blas Guerrero es catedrático de Teoría del Estado de la UNED.

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

Con ocasión de la anunciada reforma de nuestra Constitución, se ha avanzado por algunas voces políticas la equivalencia sustancial entre los términos nación y nacionalidad. Es cierto que el lenguaje de las ciencias sociales en general, y de la ciencia política en particular, está abierto al permanente influjo del lenguaje político y coloquial. Con todo, pienso que no debería diluirse la existencia de una caracterización asentada de la idea de nación y nacionalidad en el lenguaje técnico-político de nuestros días. Una caracterización que nuestra vida política haría bien en respetar.

La idea de nacionalidad -haciendo ahora abstracción de su equiparación a la de ciudadanía en el derecho positivo, que la entiende como el vínculo de derechos y deberes que unen al nacional o ciudadano con su Estado- ha sido reservada en el lenguaje historiográfico y politológico a una especie de hechos nacionales que tienen su origen en la expresión política de singularidades culturales. En contraste con la idea de nación política, fruto de un acuerdo de ciudadanos para crear una comunidad política en defensa de un orden de derechos y libertades, una nación política dependiente, por otro lado, de la acción secular de los Estados, la nacionalidad no conecta directamente con la idea de Estado soberano. Parece evidente que la nacionalidad debe tener una traducción política, pero ésta puede llevarse a cabo en el marco de unas estructuras federales, regionales u otras formas de descentralización política. Lo que pone de manifiesto esta idea de nacionalidad es el reconocimiento de la complejidad cultural que caracteriza al grueso de los Estados actuales y a las naciones políticas formadas bajo su protección.

Complementariamente, la literatura historiográfica y politológica de la primera mitad del siglo XX atribuyó otro sentido a la idea de nacionalidad: la de nación no realizada políticamente en la forma de un Estado soberano. Todavía cabría señalar otro significado para la idea de nacionalidad: el vínculo afectivo que une al ciudadano con su nación. De estos significados, ha permanecido, sin embargo, la distinción entre una idea de nación política, ligada a la realización de un orden político liberal-democrático, y una idea de nacionalidad o "nación cultural", susceptible de reconciliarse con la existencia de una nación política equiparada en la práctica al papel de los Estados soberanos.

La permanencia de esta distinción es la que permite, precisamente, la convivencia de distintos hechos nacionales en el mismo marco estatal. Es la que posibilita un orden de lealtades compartidas que, a favor del reconocimiento del pluralismo cultural y territorial y de la vigencia de la idea de tolerancia, favorece una convivencia de hechos nacionales en la vida del mismo Estado. Sin duda ninguna, es este esquema doctrinal el que inspira la Constitución de 1978. Una Constitución en que se recoge el explícito reconocimiento de la nación española con la existencia en su seno de nacionalidades y regiones. La Constitución de 1978 no se pronuncia a favor de la convivencia de una previa serie de nacionalidades existentes en España, sino a favor de la convivencia de una nación española preexistente al hecho constitucional con posibles nacionalidades y regiones surgidas dentro de sus límites.

La distinción, pues, entre nación y nacionalidad tiene un profundo significado en la vida política y constitucional española. Lo que en 1978 se rechazó explícitamente fue la fórmula "Galeuzca" como coexistencia entre las nacionalidades gallega, vasca y catalana con una nacionalidad residual descrita con el nombre de Castilla o, más exactamente, "resto de España". La Constitución de 1978 tuvo buen cuidado en reconocer la existencia de una secular nación española, renovada con el establecimiento del orden liberal entre nosotros. Y, al mismo tiempo, en hacer compatible esta realidad nacional española con las nacionalidades surgidas en la vida española a lo largo de nuestra historia contemporánea.

Toda la imprecisión del lenguaje politológico no resta, pues, significado a la distinción entre nación y nacionalidad. Y esta distinción todavía es más precisa en la vigente Constitución. En este sentido, el recurso a la fórmula "comunidades nacionales" para borrar la distinción entre nación y nacionalidades es técnicamente correcto, puesto que ambas realidades quedan subsumidas en el adjetivo nacionales. Lo que habría que examinar es si, además de ser una fórmula técnicamente correcta, la propuesta es positiva en términos estrictamente políticos. En mi opinión, la supresión de la distinción entre nación y nacionalidad no favorece el esquema de convivencia arbitrado en nuestra restablecida democracia para la cuestión nacional. En cierta medida, supone el renacimiento de la fórmula "Galeuzca" de la que, con muy buen criterio, huyó nuestro poder constituyente. Puede, en cierta medida, que la propuesta a favor de las "comunidades nacionales" nos ayude a solucionar un problema político inmediato. Pero puede que el precio a pagar resulte demasiado alto. En definitiva, poner en crisis un mecanismo pensado para solventar definitivamente el problema político más complicado de nuestra vida contemporánea.

La fórmula política puesta en funcionamiento por el texto de 1978 tenía dos objetivos por lo que hace a nuestra organización territorial: ofrecer una fórmula de integración a los nacionalismos periféricos reforzados en la crisis de la dictadura y construir un Estado federalizable que pudiera ofrecer una respuesta a las demandas regionalizadoras surgidas en territorios españoles sin presencia de movimientos nacionalistas. Ambos objetivos, especialmente el segundo, se han alcanzado con considerable nivel de eficacia. Respecto al primero, la fórmula constitucional necesita tiempo y desarrollo para alcanzar sus objetivos. Lo que no es probable que demande es un ánimo arbitrista, capaz de revisar elementos de una fórmula equilibrada y meditada. La distinción entre nación y nacionalidad es parte sustancial de la misma. Razón suficiente para pensarse muy mucho su apresurada superación.