PACIENCIA Y BARAJAR

 

 Artículo de Álvaro Delgado-Gal en “ABC” del 12.03.06

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

 

El Estatut ha enfilado la recta final. El texto bendecido por la ponencia experimentará algunos retoques, orientados ante todo a propiciar la adhesión de ERC. Y vendrá el referéndum, y aquí gracia y después gloria. De momento, todo claro. Adentrémonos a continuación en lo oscuro. Rajoy afirmó que constitucionalizar el Estatut no iba a ser más fácil que hacerle la permanente a un puercoespín. El documento expedido desde Barcelona, en efecto, era lunático, y parecía desesperado todo intento de ahormarlo a la Carta Magna. La necesidad política, sin embargo, colma los vanos que deja abiertos la lógica. El Gobierno y sus interlocutores autonómicos han atado cabos por el procedimiento de introducir la confusión allí donde las posturas iniciales no eran conciliables. El carácter serial de los encuentros, que el Gobierno ha celebrado con los partidos por separado y sin disponer nunca de un mapa completo del campo de operaciones, la improvisación, y los cruces e inversiones de alianzas, han añadido angostura al fabuloso cóctel.

La resulta ha sido un ornitorrinco, más que un puercoespín mal peinado. Los profesores de Derecho Constitucional difieren sobre el sentido de lo que se ha negociado; se concede una holgura preocupante a las interpretaciones abusivas; y nadie se halla en grado de asegurar que la ley sea generalizable al conjunto de las autonomías. El balance es, por decirlo con suavidad, poco alentador. Y no ya poco alentador, sino desalentador a secas, cuando se coloca el episodio en un contexto sociopolítico. La oposición ha sido marginada del proceso, lo que es disparatado. Y los catalanes, para colmo, no reclamaban la reforma, según han insistido en revelar las encuestas. Nos hemos metido, gratuitamente, en el laberinto de Dédalo, pero sin el hilo que sirvió a Teseo para volver sobre sus pasos y verle de nuevo la cara al sol.

Ello plantea una pregunta interesante. En teoría, las democracias se distinguen de otras formas de gobierno porque es el pueblo el que tiene la última palabra sobre cómo han de administrarse los intereses generales. O como se sostiene también, con un temblor tribunicio en la voz: en las democracias, el pueblo es el sujeto de la soberanía. Pero es evidente, es notorio con arreglo a lo que hemos presenciado o estamos presenciando, que el pueblo ha intervenido relativamente poco en todo este enjuague. ¿Significa ello que la democracia española está desvirtuada, o ha perdido sus esencias en algún repecho del camino?

No. La cuestión no reside en que España sea poco democrática, sino en que el discurso que oficialmente legitima a la democracia es tan metafísico, tan abstruso, como el usado por los teólogos en la corte de Bizancio. Conforme a ese discurso, cuya vulgarización periodística se traduce en afirmaciones tales como «el pueblo siempre tiene razón», los representantes de la voluntad popular, o dicho en plata, los diputados, usan las orejas para adivinar lo que desean los votantes, y la boca o el timbre en el escaño para plasmar esos deseos en leyes. La realidad, ¡ay!, es muy otra. Los diputados no saben ni contestan, los partidos intrigan a calzón quitado, y el buen pueblo va por otro lado, o para ser más exactos, no va por ninguno en particular.

La gente carece de tiempo para seguir los grandes asuntos de la política. No digo ya, para ocuparse de los temas afectados por un sesgo técnico: la elaboración del Presupuesto, la reforma de la justicia, etc... La familia, el trabajo o los deportes absorben las energías de los ciudadanos, cuya participación en el autogobierno no se ha visto estimulada de manera alguna por la alfabetización universal o el acceso cada vez más expedito a las deliberaciones parlamentarias o los diarios de sesiones. Sostener que esto es intolerable, y que deslegitima a la democracia, es estéril, y sirve sólo para lo contrario de lo que se pretende. O sea, defender la causa democrática. Es mucho más inteligente defender la causa democrática en términos realistas. Lo que nos dice la experiencia, es que el demos democrático no actúa como un oráculo sino como un reóstato. Cada cierto tiempo, exalta o derriba a los gobiernos, que degenerarían en despotismos si no estuvieran expuestos a la sanción de unas elecciones.

Los espasmos del demos no garantizan que se gobernará bien. Sólo que no continuará gobernando el que ha gobernado mal, y lo último, tampoco de modo cierto. El efecto diferido de las malas decisiones puede mantener a un partido en el poder durante más tiempo del aconsejable, o también pueden mantenerlo las carencias o desconciertos de la oposición.

Estas constataciones elementales ponen al descubierto la otra cara de la democracia. Es condición inexcusable, para que una democracia funcione aceptablemente, que las oligarquías políticas cubran mínimos de responsabilidad, celo en el desempeño de su labor, y sentido del Estado. Cuando a las oligarquías se les va la olla, la vida pública se destartala, y la casa queda mangas por hombro y sin barrer.

Ello sentado, conviene añadir que las democracias son, también, más dúctiles y resistentes de lo que los autoritarios estiman. Suele provocar mucho más estragos el falso orden despótico, que el manifiesto desorden democrático. España encontrará su hechura. No hay peor receta que la impaciencia.