EL TERCER PARTIDO

 

 Artículo de Álvaro Delgado-Gal en “ABC” del 26.04.07

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

HA adquirido ímpetu, en sectores varios de la opinión, un deseo, o acaso un apremio. Se habla, en fin, de la necesidad de crear un tercer partido. La invocación de un partido político nuevo responde a un reflejo semejante al que, en el mundo del fútbol, empuja a la afición de un equipo en baja a pedir el cambio del entrenador, o la reorganización de la defensa, o el fichaje de un brasileño meteórico. Los resultados pobres excitan el descontento, y el descontento abre la veda de los arbitrismos. ¿Qué aflige a la afición, en este caso? En esencia, dos cosas. Se afirma que no se está haciendo nada serio por evitar el desquiciamiento del Estado, a la vez que se registra con preocupación el tono violento, incivil, que ha adquirido la pugna partidaria. Ninguna de las dos apreciaciones es gratuita. No se sigue de aquí, sin embargo, la pertinencia de un tercer partido, o no se sigue, al menos, de modo automático. Veamos por qué.

El concepto de un tercer partido empezó a perfilarse tras el ingreso, en la política catalana, de la marca «Ciudadanos». «Ciudadanos» brotó de una plataforma cívica en cuyas filas militaban muchas personas de las que soy amigo. Yo mismo saludé con alegría su constitución en partido, por razones absolutamente concretas. En Cataluña, en efecto, se ha verificado una gravísima distorsión de la voluntad popular. El PSC, desde tiempos que se remontan al inicio de la democracia, ha insistido en no defender los intereses de su electorado natural, el cual parece haber metabolizado este hecho escandaloso por el procedimiento de replegarse por entero a la vida privada. El fenómeno peregrino, combinado con el proceso autonómico y con los instintos oligárquicos de CiU, ha terminado por ocluir los canales que comunican al poder con el votante. La expresión más contundente de esta irregularidad lamentable nos vino dada por el resultado del referéndum de ratificación del Estatut. Un documento vital para el futuro de Cataluña, y profundamente lesivo para ésta y para el conjunto de España, se aprobó con una concurrencia a las urnas de menos del cincuenta por ciento del electorado. Esto es malo. Es más, es profundamente peligroso.

«Ciudadanos» tuvo el mérito enorme de presentarse a las elecciones con el ánimo expreso de denunciar los lugares comunes asfixiantes que atenazan a Cataluña, ese oasis en que las palmeras crecen con el penacho hacia abajo. El PSC, como es de comprender, no recibió la iniciativa con alborozo. Tampoco lo hizo el PP, excluido de los enjuagues oligárquicos aunque celoso de los activos precarios que controla en la región. El análisis fino del voto parece indicar que el perjuicio fue mayor para los primeros, que para los segundos. Pero esto es lo que menos debe importarnos ahora. El asunto estribaba en galvanizar un cuerpo social secuestrado por burocracias poco ilustradas. No conozco a los integrantes de «Ciudadanos» que se batieron el cobre a pie de urna ni sé qué papel están haciendo en el Parlament. Presumo, no obstante, que los sentimientos de quienes les apoyaron con su papeleta no diferían en exceso de los míos. No se trataba de entregar la Administración a un equipo de refresco, sino de devolver a la realidad a quienes llevan mandando casi treinta años seguidos. Precisando aún más: el fin principal consistió en reintroducir en la agenda pública de Cataluña la causa española, la cual, por obvias razones demográficas, es también una causa social en la porción de territorio que se extiende entre el delta del Ebro y los Pirineos.

El excurso nos sirve para enfocar mejor la cuestión: ¿podría desempeñar un tercer partido, a escala nacional, el mismo papel que se le ha asignado a «Ciudadanos» dentro de Cataluña?

Llegados a este punto, resulta recomendable dejar atrás el espacio etéreo de las intenciones excelentes, y ponerse en contacto con la textura áspera, rugosa, del mundo de verdad. Son dos los futuribles que hemos de tener en cuenta. Según el primero, la formación conjetural obtendría resultados parcos, aunque no desdeñables en términos de aritmética parlamentaria. La agenda del partido estaría centrada, de manera expresa y muy enérgica, en la reforma constitucional. ¿En qué nos colocaría esto?

Pues en una situación teóricamente distinta a la perseguida por el modesto experimento catalán. «Ciudadanos» no buscaba, ya lo hemos visto, corregir las relaciones de poder, sino sacudir las conciencias. Una incursión exitosa del tercer partido abrigaría, sobre el papel, consecuencias quizá mayores. El partido, alimentado con efectivos que antes afluían a socialistas o populares, mermaría la fuerza de los dos y se convertiría en una presencia digna de consideración a la hora de juntar una mayoría en el Congreso. La pregunta importante es ésta: ¿se traducirían estas virtualidades en una corrección real de la dirección que han tomado los acontecimientos? ¿Asistiríamos, en particular, a una rehabilitación del Estado?

Mi opinión, es que estas especulaciones son el cuento de la lechera. Los procedimientos de reforma que la propia Constitución contempla, obligan, como es natural, a un consenso entre socialistas y populares. ¿Asumiría la reforma un PSOE constreñido a volver a la oposición? No veo el motivo, o mejor, no veo por qué razón habría de tomársela más a pecho que si fuese el PP quien gobernara en solitario. Imaginemos, a la inversa, que es el PSOE el que tiene la oportunidad de formar gobierno. ¿Sacrificaría su ya deteriorada relación con el PSC, o su situación en Galicia, por llegar a La Moncloa en brazos de un socio de sesgo militantemente españolista? Lo dudo. Mientras el partido no se transforme por dentro, preferirá apurar otras alianzas. Voy más lejos. El propio PP está prisionero de intereses regionales, y no sería sorprendente que prefiriese cerrar un pacto con CiU, antes que acoger las medidas radicales que hemos querido imaginar que el partido nuevo postularía. Nos enfrentaríamos, en fin, a un escenario más fragmentado, aunque no, necesariamente, más manejable.

La segunda hipótesis prevé el surgimiento de un partido testimonial, un partido cuya misión consistiría en cantar las verdades del barquero en el hemiciclo del Congreso. Esto dibuja un paralelo más estricto con el episodio catalán. Pero se trata de un paralelo espurio. ¿Por qué? Porque en el hemiciclo del Congreso, al revés que en el Parlament, se ha dicho de todo -aunque no siempre en la sazón oportuna, como bien sabe nuestro presidente-. El problema no reside en que no se hable de todo, sino en que la estrategia en que están atrapados los dos partidos rebota en un protagonismo desmesurado de los nacionalistas -aceptado por el PSOE; no impedido suficientemente por el PP-, y en una degradación agobiante de la vida pública. La aparición de nuevas voces añadiría colorido al drama nacional, pero no pondría remedio a las disfunciones que está experimentando el sistema. Este sólo puede salvarse a través del PSOE y del PP. Que el mayor dinamizador del caos en curso sea el PSOE, a impulsos, especialmente, de su versátil secretario general, no manumite al PP de sus responsabilidades. Ambos tienen que reflexionar en serio, y sólo después de haberlo hecho, es dable que las aguas retornen a su cauce. Los amarracos están contados. La asignatura pendiente, es saber jugarlos.