EL DISCURSO DEL MÉTODO

Artículo de Luis del Pino  en “Libertad Digital” del  07 de marzo de 2009

Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

En realidad, si tuviéramos que identificar un único factor como responsable del hundimiento de la hoja de ruta puesta en marcha tras el 11-M, la primera tentación sería atribuir ese mérito a la sociedad civil.

Si el escenificado proceso de negociación con ETA no pudo llevarse a término en la anterior legislatura, por ejemplo, es porque la respuesta ciudadana sobrepasó cuanto podían haber imaginado los gabinetes de estrategia de todos los partidos políticos. Ya en la primera manifestación de la Rebelión Cívica, en enero de 2005, la asistencia multiplicó por 25 la previsión de los responsables municipales. A partir de ahí, el intento de controlar la indignación de la gente fue de fracaso en fracaso.

De la misma manera, el hecho de que por primera vez en democracia los partidos no nacionalistas gocen de mayoría en el Parlamento Vasco es directamente atribuible a la ausencia de una formación política proetarra que pueda, con sus votos, complementar los escaños obtenidos por el tripartito hasta ahora gobernante. De no ser por la ilegalización de Askatasuna y D3M, no habría hoy mayoría constitucionalista. Y esa ausencia de un partido proetarra en las elecciones es, a su vez, achacable precisamente a la labor de esos millones de personas que se echaron a la calle en la legislatura pasada, para manifestar su repulsa por la carta blanca que Zapatero concedió a ETA en las instituciones. Esa indignación popular, esa presión en la calle, fue la que hizo que mantener hoy a ETA en el Parlamento Vasco tuviera un coste político insoportable para el PSOE.

El caso gallego constituye un segundo ejemplo de minusvaloración de la fuerza de la sociedad civil. La victoria por los pelos de la coalición social-nacionalista en las elecciones autonómicas de 2005 puso en marcha un proceso acelerado de galleguización de la sociedad, basado en una restricción creciente de las libertades civiles. Y es la velocidad impresa a ese proceso de ingeniería social la que motivó que los gallegos iniciaran su sorprendente rebelión particular, liderada por organizaciones como Galicia Bilingüe, que ha terminado conduciendo a la nueva mayoría absoluta del Partido Popular.

Un tercer ejemplo lo constituye el pujante movimiento de objeción de conciencia frente a la asignatura obligatoria de Educación para la Ciudadanía. Nadie podía tampoco imaginarse la amplitud que iba a alcanzar esa rebelión en las aulas y en los tribunales, con decenas de miles de padres negándose a delegar en el Estado la educación moral de sus hijos; con centenares de recursos en los tribunales; con una estructura organizativa cada vez más engrasada y unida. El intento de desactivación in extremis del movimiento de objeción de conciencia en el Tribunal Supremo no ha hecho sino exacerbar la determinación de esos colectivos por luchar contra semejante desafuero con todas las armas legales a su alcance, en lo que se prevé que constituya una guerra de desgaste judicial donde, de nuevo, se intentará que el coste político sea insoportable para aquellos partidos que pretendan violentar, o que no defiendan suficientemente, el derecho de los padres a educar a sus hijos.

Es la sociedad civil, pues, la principal responsable del estado de desconcierto en que parece inmersa nuestra clase política en los últimos meses, y especialmente después de las elecciones autonómicas del 1 de marzo. Sin embargo, conviene fijarse en que existe un prerrequisito necesario para ese sorprendente éxito de la sociedad civil. Y ese prerrequisito es la sordera de quienes en estos momentos constituyen la elite político-mediática de este país.

Si ha sido posible ir resistiendo cada intento de llevar a la sociedad por donde la sociedad no quería ir, es gracias a la profunda desconexión existente entre quienes nos gobiernan y la ciudadanía. En el tema de la negociación con ETA, en el asunto de la imposición lingüística, en la cuestión de la educación de los niños (y, dentro de poco, en el campo del aborto) se percibe de forma clara que el abismo que separa a la propia sociedad de quienes deberían liderarla es cada vez mayor.

Los aspirantes a ingeniero social que han provocado un número tan amplio de conflictos en los últimos años han ido cometiendo error tras error. Algunos de ellos tan elementales e infantiles como aquel intento lamentable de abortar en su inicio la Rebelión Cívica, a cuenta de la falsa agresión al ministro Bono. Ese intento de crucificar mediáticamente a los convocantes de aquella manifestación y de criminalizar a las decenas de miles de manifestantes, tildándoles de ultraderechistas, tan sólo condujo a alimentar todavía más la indignación popular y a multiplicar por 10 la asistencia a la manifestación siguiente. Acción, represión, reacción. De la misma manera, la perversa sentencia del Tribunal Supremo sobre los primeros recursos contra Educación para la Ciudadanía, en lugar de desactivar el movimiento de objeción de conciencia, lo que ha hecho es desatar una nueva oleada de objeciones.

Y si han ido cometiendo error tras error es, pura y simplemente, porque han minusvalorado de forma sistemática a esa sociedad civil que se había levantado contra lo que creía injusto. Y no hay mejor forma de garantizarse la derrota que subestimar al enemigo.

Dice el refrán que las personas inteligentes aprenden de sus errores, pero que ningún necio ha logrado jamás recuperarse de sus propios éxitos. Y, durante muchos años, los necios que nos gobiernan han estado llevando del ronzal a la sociedad por donde han querido, hasta que han terminado convenciéndose de que ellos son la sociedad.

Y es por eso que, al iniciarse las distintas rebeliones, intentaron desactivarlas aplicando la misma fórmula exacta que hasta entonces habían venido empleando en sus luchas intestinas de poder. En lugar de escuchar el clamor social contra la negociación con ETA, por ejemplo, y atender a lo que no era sino una reivindicación justa, se convencieron a si mismos de que podían desactivar la contestación social atacando su cabeza. Acostumbrados a comprar y vender todo, pensaron que podían también comprar a todas las asociaciones de víctimas y organizaciones ciudadanas. Y, cuando eso no funcionó, recurrieron a los intentos de descrédito y a tratar de silenciar ese altavoz que la Cope representa. Y cada intento de desactivación que llevaron a cabo no sirvió sino para alimentar aún más la rebelión.

Si han fracasado clamorosamente es porque la propia perversión del sistema les induce a la sordera, les impide "comprender" siquiera lo que pasa en la calle. Quien está habituado a manipular a los demás en la sombra (mediante la amenaza, mediante el chantaje, mediante la compra de voluntades o mediante el control de los medios de comunicación) llega a un punto en que deja de escuchar lo que pretenden decirle, en que se convence a sí mismo de que la calle, de que la gente, de que los ciudadanos, no tienen una voz propia. De que se les puede manipular sin límites. Y ahí es donde se produce la desconexión con la realidad y la subsiguiente caída.

A lo largo de estos cinco años, sus errores nos han hecho fuertes. Hemos aprendido a respetarnos a nosotros mismos, a tomar conciencia de nuestra propia capacidad de presión. Hemos aprendido a entenderles; a identificar sus puntos débiles; a poner de relieve sus contradicciones; a aprovechar sus querellas intestinas y sus miserias. Hemos aprendido a buscar en cada uno de sus actos las verdaderas intenciones, no siempre aparentes; a desatender los intentos por resucitar la estrategia de la tensión; a aunar esfuerzos entre unos grupos ciudadanos y otros; a poner siempre en primer lugar el objetivo final de libertad; a saltar de una trinchera a la siguiente sin dejar de empuñar la bandera de la rebelión.

Hemos aprendido que sólo entienden la presión continua. Que sólo escuchan al que se moviliza. Que tendremos que pelear cada derecho para que no nos lo arrebaten. Y, sobre todo, que son ellos quienes tienen miedo de nosotros.

Hemos aprendido, en suma, a ser ciudadanos. Hemos tomado conciencia de lo que somos. Y nuestra fuerza es ya, precisamente por eso, imparable.

A lo largo de los próximos meses, viviremos un proceso de realineamiento político sin precedentes, favorecido por una crisis económica de dimensiones colosales, que irá exacerbando las contradicciones del sistema en su actual formulación. Y, ante eso, a nuestra elite política se le abren dos opciones: o renunciar a sus proyectos de ingeniería social, y comenzar a escuchar a la ciudadanía y a actuar como representante de la misma; o seguir persistiendo en el error y tratar de controlar lo que es ya incontrolable, en cuyo caso serán los movimientos ciudadanos los que tomen el relevo de las actuales cúpulas políticas en la tarea de dirección social.

Por exponer las cosas de la forma más clara posible: hay todo un estilo de liderazgo político que ha entrado en crisis, y lo que le queda a nuestra actual elite política es decidir entre dos alternativas muy sencillas: o renunciar a sus objetivos, o acompañar a ese estilo de liderazgo en su desaparición.

En cualquiera de los dos casos, la batalla por conseguir una nación de ciudadanos libres e iguales está ganada. Y quienes nos gobiernan lo saben. Aunque aún no han decidido si prefieren inmolarse o adaptarse a las nuevas circunstancias. Teniendo en cuenta su proverbial sordera, probablemente elijan la peor de las opciones, aunque a lo mejor nos sorprenden y existe todavía vida inteligente al otro lado del espejo.

Quienes sí tenemos claro lo que hacer, quienes sí hemos aprendido cuál es el método, somos nosotros: mantener e incrementar la presión ciudadana. Hasta que ni un solo derecho individual sea violentado por quienes nos gobiernan.

Entre ellos, el derecho a la verdad, sin el que muchos otros derechos se convierten en simples declaraciones formales, sin el más mínimo contenido real.