Artículo de Luis del Pino del 2 de Junio de 2009
Por su interés
y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio
web
Ayer,
Pedro J. Ramírez eligió el acto oficial de lanzamiento del libro Titadyn, de Antonio Iglesias y Casimiro García Abadillo, para cruzar su Rubicón
particular en lo que al 11-M se refiere, convirtiendo su discurso de
presentación del libro en un durísimo alegato contra 18 funcionarios públicos
cuya conducta habría contribuido a que los españoles sigamos sin conocer, cinco
años después, quién mató a 192 personas aquel 11 de marzo.
Recomiendo
a todos los lectores que escuchen el discurso de Pedro J., porque nada de lo
que yo escriba puede sustituir a lo que, sin duda alguna, es un discurso
histórico.
Los que ayer asistimos al acto pudimos advertir, en primer lugar, que Pedro J.
era perfectamente consciente de la importancia del paso que estaba a punto de
dar. Cada aspecto de la liturgia, de la puesta en escena, había sido
convenientemente meditado para dotar al alegato de la adecuada solemnidad.
Habló de pie, en presencia de los máximos responsables de Unión Editorial,
leyendo su discurso con una emoción perfectamente perceptible. Y, tomando como
modelo el "Yo acuso" de Emile Zola,
fue desgranando uno a uno los nombres de esos 18 funcionarios en quienes
personificó el inmenso fracaso de la investigación judicial del 11-M.
Pedro J. Ramírez es un gran conocedor de la Historia de Francia, en general, y
del caso Dreyfus en particular. La elección de modelo
para su discurso no debe tomarse, por tanto, a humo de pajas.
Con su famosa carta al presidente Felix Faure, Zola no pretendía otra cosa que desbloquear un caso
en el que se había condenado a un inocente, Alfred Dreyfus,
por pasar secretos militares a Alemania. Su carta era una provocación en toda
regla para forzar su propio procesamiento por difamación, con el fin de que su
juicio (el de Zola) permitiera revisar aquel otro caso (el de Dreyfus) que los poderes públicos franceses se empeñaban en
enterrar de forma definitiva.
Denunciando con ferocidad una verdad judicial manifiestamente falsa, Zola puso
en marcha, con su carta, la serie de acontecimientos que culminaría, varios
años después, con la restauración pública del honor de aquel oficial de
artillería, Dreyfus, al que se había condenado
injustamente, por ser judío en una Francia radicalmente antisemita. Pedro J. no
dudó ayer en dejar claro ese evidente paralelismo, retando públicamente a los
18 funcionarios públicos de su particular "Yo acuso" a que emprendan
acciones judiciales contra él.
Pero
los paralelismos del 11-M con el caso Dreyfus van
mucho más allá de esa provocadora acusación pública. Y resulta bastante
pertinente recordar hoy algunos de los aspectos principales del caso.
El
capitán Alfred Dreyfus fue inicialmente acusado
basándose en una carta manuscrita encontrada en la papelera del agregado
militar de la embajada de Alemania en París. Aquella carta había sido, en
realidad, escrita por otro oficial, Ferdinand Walsin Esterhazy, pero se le
atribuyó falsamente a Dreyfus. La mentira original
quedó demostrada dos años después, pero reconocer esa mentira hubiera desatado
tal escándalo (y hubiera obligado a tantas personas a asumir responsabilidades)
que no se dudó en falsificar pruebas adicionales para conseguir que Dreyfus no fuera absuelto. Como en el 11-M, se recurrió a
la mentira para tapar la mentira, poniendo en marcha una rueda que ya
resultaría imposible de parar sin provocar un terremoto político de dimensiones
colosales.
Como
en el 11-M, el proceso masivo de falsificación fue posible porque había unidades
dentro de los servicios de información que actuaban sin ningún tipo de control.
En el caso Dreyfus, fue la "Sección de
Estadística" de la contrainteligencia francesa, dirigida por el teniente
coronel Sandherr, la que se encargó de obstaculizar y
pervertir la investigación, para evitar que aquel cabeza de turco llamado Dreyfus fuera exonerado.
Como en el 11-M, el proceso (en realidad, los dos procesos) contra Dreyfus estuvo plagado de irregularidades, recurriéndose a
procedimientos prohibidos por la legislación francesa. Como, por ejemplo,
suministrar informes acusatorios a los jueces y ocultárselos a la defensa de Dreyfus, justificando esa ocultación en el carácter
"secreto" de los manipulados informes.
Como en el 11-M, lo que hubiera debido ser una investigación criminal se
convirtió en un asunto de gran calado político, en el que las presiones de los
políticos fueron suficientes para doblar la mano a la Justicia, y en el que las
represalias contra los que pretendían que la verdad prevaleciera (por ejemplo,
el coronel Picquart) no tardaron en materializarse.
Como en el 11-M, ciertos sectores de los medios de comunicación se pusieron sin
dudarlo al servicio de la mentira más descarnada, pretendiendo sustituir el
debate lógico por los prejuicios, los tópicos y la manipulación, tratando de
conseguir la condena de Dreyfus a toda costa.
Aunque
también existe alguna diferencia importante entre el caso Dreyfus
y el escándalo del 11-M y Pedro J. se encargó ayer de señalarlo. En particular,
mientras que en el caso Dreyfus lo sustantivo era la
injusta condena de un inocente, ayer el director de El Mundo quiso dejar claro
que lo más importante en el caso del 11-M no es eso, sino el hecho de que las
condenas posiblemente injustas han servido, en la España de hoy, para algo
mucho más grave: que los verdaderos culpables de la muerte de 192 personas
estén todavía en libertad.
Ahí
radica la verdadera importancia del discurso que ayer pronunció Pedro J.: ante
la dejación de funciones de los poderes públicos y de la clase política, el
director de El Mundo decidió levantar ayer la bandera de la regeneración
democrática. Y exigió que los auténticos culpables paguen por lo que hicieron y
que se enfrenten a sus responsabilidades los que han contribuido, con su acción
o su inacción, a que esos culpables continúen todavía hoy en libertad.
El público que asistió al acto de ayer obsequió a Pedro J. con una estruendosa
ovación. Una ovación que no era sólo un reconocimiento a la valentía demostrada
por el director de El Mundo, al emprender un camino similar al que Emile Zola iniciara hace ahora 111 años. Esa ovación era
algo más: era el mensaje, claro y contundente, de que el director de El Mundo
no va a estar solo en esa cruzada, de que son muchos los españoles dispuestos a
denunciar con él que España no puede, no debe convertirse en una democracia
secuestrada, tendiendo un manto de olvido y de silencio sobre una masacre
todavía no aclarada.