MILITARES SIN PATRIA
Artículo de Juan Manuel de Prada en “ABC”
del 05 de junio de 2010
Por su interés y relevancia he
seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.
¿Para qué
existen los militares? Para defender la patria hasta la entrega de la propia
vida, si fuera preciso. Y, puesto que la patria es la «tierra de los padres»,
hemos de concluir que los militares mueren por la tierra y por los padres.
Morir por un pedazo de tierra -por extenso o fértil que sea- es algo ridículo,
tan ridículo como hacerlo por cualquier otra posesión material, sólo comprensible
en quienes están enfermos de avaricia; y como, además, la patria no es tierra
que se reparta por partes alícuotas entre sus oriundos, sino que sólo les
pertenece en un sentido ideal, tal sacrificio se tornaría doblemente
ridículo... si no fuera porque hay algo más. Morir por los padres es obligación
de la sangre, si los padres están vivos (y obligación del honor, si están
muertos y su memoria es ultrajada); pero morir por los padres de un señor de
Cuenca o Albacete a quien no conocemos de nada es algo igual de ridículo que
morir por un pedazo de tierra sobre el que no poseemos título de propiedad
alguno... si no fuera porque hay algo más. Y ese «algo más» es lo que hace que
la defensa de la patria hasta la entrega de la propia vida no sea una tarea ridícula,
sino admirable y heroica. ¿Y qué es ese «algo más», se preguntarán las tres o
cuatro lectoras que todavía me soportan?
Pues ese
algo más es la conciencia de una misión común, que sólo proporciona el sentido
religioso. El amor a la tierra de nuestros padres sólo es posible cuando
admitimos que estamos ligados en una misión común con nuestros antepasados; una
misión que recibimos, heredada a través de la sangre y la tradición, y que da
sentido a nuestra vida a lo largo de sucesivas generaciones. Pero este sentido
de dependencia a una misión común sólo se explica si aceptamos su naturaleza
religiosa: los pueblos se vinculan a la tierra cuando la perciben como una
heredad recibida del cielo; y se vinculan a los otros pobladores de esa tierra
y a sus antepasados cuando entre ellos surge la conciencia de una Paternidad
común. El aglutinante que une a los hombres con la tierra que pueblan, y con
los hombres que previamente la poblaron, es siempre de naturaleza religiosa en
su origen; y aunque es cierto que luego el patriotismo adquiere expresiones no
estrictamente religiosas, no es menos cierto que, a medida que el aglutinante
religioso originario se adultera o esclerotiza, el patriotismo se torna cada
vez más pomposo y vacío, más aspaventero y presuntuoso. Y cuando ese
aglutinante se extirpa, el patriotismo deviene un sinsentido; ante lo cual, los
gobernantes que promueven esa extirpación tienen que inventarse paparruchas del
tipo de aquel «patriotismo constitucional» con que nos apedrearon hace algún
tiempo; paparruchas que, llegada la hora de la verdad, se revelan hueras,
chirles y hebenes. Porque nadie muere -salvo que lo
obliguen o lo compren- defendiendo ordenanzas o directrices ministeriales;
nadie muere -salvo que lo obliguen o lo compren- defendiendo la democracia ni
el sistema métrico decimal.
Desligar
el amor a la patria de ese «algo más» aglutinante es tanto como cegar las
fuentes o arrancar las raíces de ese amor, que inevitablemente termina
agostándose, hasta que finalmente fenece y se pudre. Y a un militar al que le
arrebatan ese aglutinante ofrecer la vida en defensa de su patria termina,
tarde o temprano, antojándosele algo ridículo. Podrá convertirse en carne de
cañón -si le obligan a morir- o en mercenario -si lo compran-, pero nunca más
será un verdadero militar, porque ha dejado de tener conciencia de la misión
común que justificaba su existencia. Así se puede llegar a constituir un
ejército sin ideal, desgajado de la tradición que le da sentido, una burocracia
de ganapanes en la que se entremezclan mercenarios y carne de cañón, sin otra
misión que el cumplimiento de tal o cual directriz ministerial. Así se
convierte al ejército en una patulea de tristes esclavos.
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