LA TONTUNA ESPAÑOLA

 

 Artículo de JUAN MANUEL DE PRADA  en “ABC” del 10.10.05

 

 Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

EVOCABA Gregorio Salvador, en una memorable Tercera publicada el pasado sábado, la figura del primer ministro británico Chamberlain, aquel «tonto histórico», contemporizador y risueño, que fortaleció con su estolidez los delirios expansionistas de Hitler. Aunque el propósito de Salvador en su artículo era «señalar males, no indicar nombres», a ningún lector mínimamente avisado le pasaba inadvertida la diana de sus saetas, cuando afirmaba que también hoy se están profiriendo «expeditas necedades, presuntuosas sandeces, candorosas bobadas, reiteradas simplezas, imbecilidades sin cuento, alegres despropósitos y, por descontado, vaciedades, muchas vaciedades». Explicaba el autor de tan brillante y feroz diatriba la mediocridad de las clases gobernantes aduciendo que los más dotados prefieren escoger dedicaciones más sosegadas y gratificantes que la política. Pero le faltó añadir una precisión acaso más dolorosa aún, sin la cual la floración de estos gobernantes que disfrazan su inepcia claudicante y zascandil con sonrisitas complacientes no resulta del todo inteligible. Y es que, por muy desgarrador que nos resulte, dichos gobernantes no son especímenes surgidos por generación espontánea, sino producto natural de la sociedad que los aúpa al poder.

La mitificación histórica pretende presentar a Churchill como símbolo resistente de una Europa estragada por el totalitarismo. Pero lo cierto es que Churchill surge como reacción agónica, cuando ya los Panzer del Ejército alemán se disponen a asolar el continente; una reacción, por lo demás, tardía, pues a la postre la victoria contra el nazismo se logrará a cambio de entregar media Europa a las garras de otra tiranía igual de cruel. El verdadero espíritu de aquella época lo encarnaba Chamberlain, cuya blandenguería representaba a la perfección el aguachirle de banalidad en el que navegaba la sociedad europea. Leo en estos días un sobrecogedor y amenísimo ensayo de Herbert Lottman, «La caída de París», que retrata con pavorosa minuciosidad el clima de inoperante placidez que se respiraba en Francia en 1940, mientras el enemigo asaltaba la línea Maginot y avanzaba sin descanso hacia la capital, donde aún permanecían abiertos los teatros de vodevil. Cuando Chamberlain, apenas unos pocos años antes, transige con Hitler y firma una acuerdo que alienta su quimera anexionista, no está actuando como un memo por libre, sino representando a una Europa que ha decidido suicidarse, hastiada de sí misma, descreída de los valores que fundaron su civilización, fascinada (porque en el horror, cuando es pasivo, también subyace cierta forma de fascinación) ante su propio fin.

Pecaríamos de simpleza si pensáramos que los gobernantes que auspician con su sonrisa negligente el desastre son una mera floración espontánea. Por el contrario, representan de forma quintaesenciada la tontuna colectiva de quienes los han encumbrado. Cuando ciertos analistas políticos, ante las risueñas y erráticas travesuras de Zapatero, se llevan las manos a la cabeza, suelen olvidar que tales actitudes se explican mejor si atendemos a la España tarambana que hace cola ante los cines donde se proyectan las películas más mentecatas, la España que se regocija con los entretenimientos más plebeyos, encantada de regalarse los oídos con cantos de sirena. Esta España que chapotea en la tontuna, instalada en lo que Jiménez Lozano denominaba ayer «deliciosa estancia de lo banal», ha hallado en Zapatero al médium más fiel de su idiosincrasia.

Escribía Chesterton que prefería un malvado a un tonto. Y es que los malvados, exhaustos de tanta maquinación, necesitan descansar; los incansables tontos, en cambio, profieren y perpetran tonterías con la naturalidad de quien respira.