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 Artículo de Juan Manuel de Prada en “ABC” del 13.03.06

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

Cuando algunos, con la irresponsabilidad característica en la vida política española, solicitaban una desclasificación de documentos secretos que refutase ciertas afirmaciones proferidas por Aznar en la reciente convención de su partido, la banda terrorista ETA desempolva el acta de la única reunión que mantuvo con emisarios del gobierno español en 1999. Dicha acta ratifica la afirmación de Aznar, a saber: que su gobierno jamás negoció con ETA; y que dicha reunión sólo sirvió para establecer que el abandono de las armas en ningún caso reportaría a los etarras ningún tipo de concesión política. Aquella reunión fallida le sirvió a Aznar para entender que la delincuencia terrorista en el País Vasco se inscribe en lo que Zarzalejos denominaba en su Tercera de ayer «irredentismo nacionalista»; y, al comprobar que los etarras no estaban dispuestos a desistir de sus planteamientos -a saber, que sus crímenes son episodios de una «lucha nacional» que sólo cesará cuando se reconozcan sus quiméricas razones-, resolvió combatirlos empleando la fuerza coercitiva de la ley: intensificó la cooperación policial con Francia, ilegalizó la sucursal batasuna, asfixió las vías de financiación de los terroristas y, en definitiva, devolvió el orgullo a quienes arriesgan su pellejo -fuerzas de seguridad, jueces y fiscales- en la demolición de la banda, así como a quienes han sufrido en sus propias carnes, o en la de sus seres más queridos, el azote de los asesinos. En mi memoria siempre quedarán aquellas palabras que Aznar, atenazado por las lágrimas, pronunció después de que los etarras hicieran estallar -¡en agosto de 2002, qué pronto olvidamos!- un coche bomba frente al cuartel de la Guardia Civil de Santa Pola, matando entre otras personas a una niña de seis años: «Van a pagar por lo que han hecho; lo van a pagar muy caro y además espero que lo paguen pronto».

En unos pocos años se ha conseguido que la sucursal batasuna se beneficie de una especie de anomia o limbo jurídico que tan pronto le sirve para colar testaferros en el Parlamento vasco como para convocar huelgas y actos públicos; se ha sembrado la cizaña entre las víctimas; se ha enterrado el pacto antiterrorista que vinculaba a las fuerzas políticas; se ha roto la unidad de acción de jueces y fiscales; se han multiplicado las extorsiones a empresarios; y -no nos engañemos- si ETA no mata es porque sabe que, tras el 11-M, matar le granjearía el desapego incluso de sus fieles. No afirmaremos que de todos estos desmanes sea responsable el Gobierno; pero, desde luego, los ha favorecido cierto clima confianzudo instaurado por Zapatero, que no se ha limitado a proclamar con contumacia zascandil su disposición al diálogo si la banda etarra abandona las armas, sino que sobre todo ha convertido dicha disposición en una manía compulsiva y pinturera que ha arrastrado consigo a las más altas instituciones del Estado: primero al Parlamento, que respaldó esa disposición en una de las sesiones más peregrinas de nuestra democracia; después al ministerio fiscal, convertido en heraldo de gestos (recordemos la destitución, disfrazada chapuceramente de renuncia, de Fungairiño) que la banda terrorista podría interpretar como concesiones benévolas; y, en fin, ni siquiera se han detenido ante la judicatura, a la que se ha tachado de reaccionaria y cavernícola (pero quieren decir desafecta, porque para ellos la división de poderes es una antigualla y una jodienda) por no avenirse a participar de esta gran pachanga de esperanzas infundadas y estética blandiglú urdida por el nuevo inquilino de La Moncloa.

Así, mientras chapoteamos en ese blandiglú delicuescente de inicios del principio del comienzo del prólogo del preámbulo (pero, de momento, el único preámbulo que arranca es el del Estatut), los etarras se ratifican en su único y perseverante fin, que no es otro que obtener, a través de acciones criminales, réditos políticos.