APOTEOSIS DEL RADICALISMO
Artículo de Juan Manuel de Prada en “ABC” del 20.03.06
Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.
En su Tercera de ayer, Zarzalejos
citaba un ensayo de Denis Jeambar donde se afirma que se está desarrollando una
nueva forma de democracia que «ni siquiera es ya opinión, sino emoción». La
frase me ha encogido el ánimo, pues en su muy sucinta formulación acierta a
describir el proceso entrópico que corrompe la política nacional, cada vez más
entregada al albur de emociones viscerales que quizá halaguen ciertos atavismos
del electorado (o, mejor dicho, de ciertos segmentos extremos del electorado)
pero que, desde luego, amenazan con arrasar cualquier vestigio de racionalidad,
y aun de sentido común, en el desempeño de la actividad pública. Esta carga de
emotividad, que antaño se circunscribía a aquellos ámbitos donde la política se
enfangaba de burdos proselitismos (campañas electorales, convenciones de partido
y demás calenturas avivadas por el ardor de la multitud), ha invadido otros
espacios que hasta hace bien poco parecían inaccesibles a ciertos automatismos
del sentimiento. Este clima ha encontrado en el presidente Zapatero su máximo
adalid: muchos de sus esfuerzos (aun en materias tan delicadas como la lucha
antiterrorista) están animados por un voluntarismo que causa desconcierto
incluso entre sus propios adeptos; otros remejen en esos territorios inflamables
que la prudencia aconseja dejar en manos de historiadores (así, ese bodrio
cainita de la «memoria histórica»); y, en fin, en su acción política se descubre
siempre un apetito descontrolado de transformación -nada que ver con el
regeneracionismo- que tritura entre sus fauces tanto la pacífica convivencia de
los ciudadanos como la propia configuración del Estado.
Este ímpetu emotivo, que no aspira tanto a satisfacer los intereses generales
como a colmar aspiraciones (muchas veces fundadas en el resentimiento o el mero
capricho) de difusas colectividades, muy bien podría acogerse a la segunda
acepción que el diccionario atribuye a «radicalismo»: «Conjunto de ideas y
doctrinas de quienes pretenden reformar total o parcialmente el orden político,
científico, moral y aun religioso». Diríase que la izquierda gobernante,
descreída de los postulados tradicionales de su ideología (bien porque se han
demostrado ineficaces, bien porque han terminado siendo asimilados por el
adversario y, por lo tanto, han dejado de ser distintivos), se hubiese entregado
a una orgía de emotividad que, a la vez que satisface apetencias sectoriales,
desvirtúa instituciones jurídicas milenarias, dinamita los cimientos de
entendimiento social que facilitaron la transición, fomenta la anomia y hasta
somete el ordenamiento constitucional a contorsiones forzadas que a la postre
terminarán instaurando el caos. Pero ese «a la postre» nada importa al
radicalismo emotivo, que obedece a impulsos impremeditados y se alimenta de
beneficios inmediatos, de ese cúmulo de satisfacciones instantáneas (y por ello
mismo perecederas) que provoca en ciertos sectores del electorado.
Para completar cuadro tan descorazonador, la facción opositora se entrega a otra
forma de «radicalismo» que también contempla el diccionario: «Modo extremado de
tratar los asuntos». Jaleada por pescadores en río revuelto, y regodeándose en
los atavismos más perniciosos de la derecha, la facción opositora parece renegar
del riquísimo acervo conservador y liberal, para instalarse en una postura
también emotiva (así, por ejemplo, ese absurdo empeño por mantener vivas
ridículas especulaciones conspirativas en torno al 11-M) que, a mi juicio,
beneficia paradójicamente al Gobierno, pues completa su estrategia de paulatina
radicalización de la sociedad (y, puestos a ser radicales, siempre la izquierda
lleva las de ganar). ¿Tan difícil resulta mantener la cordura, en medio de tanta
emotividad exasperada y exasperante?