EL BIENESTAR ESPAÑOL

 

 Artículo de Juan Manuel de Prada  en “ABC” del 22-4-06

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

Hace unos días, en un artículo transido de doliente sarcasmo, Antonio Burgos trazaba un diagnóstico tan acertado como amedrentador de la sociedad española, inmersa en una suerte de marasmo de complacencia suicida, absorta en su bienestar material y ajena a los ejercicios de ingeniería social y aventurerismo político que se urden a su costa: «La enajenación colectiva de un pueblo dormido, al que parece que han anestesiado, con la epidural en su capacidad de protesta, resignado, que todo se lo traga, preocupadísimo por el buen vivir y el buen beber, con todo su interés puesto en la realidad... de que la cerveza esté fresquita, que las gambas sean blancas, frescas y como saxofones, y que haya muchos puentes de Primero de Mayo para irnos todos a la playa o a matarnos por las carreteras colapsadas». Gibbon no lo hubiera expresado mejor; incluso a uno le acomete la duda de si Burgos no habrá expoliado las páginas de Decline and Fall para trazar tan feroz diagnóstico. Porque de lo que nos habla Gibbon en su obra inmortal es precisamente de un pueblo henchido, apopléjico de bienestar, ensimismado en sus pasatiempos y placeres, que permite las maniobras irresponsables, claudicantes o dimisionarias de sus gobernantes, con tal de seguir disfrutando sus privilegios. Cuando tanta permisividad lánguida convierte al Imperio Romano en un gigante fofo e invertebrado, inerme ante el zarpazo del invasor, ya resulta demasiado tarde para reaccionar. Llegados a este punto, ya sólo resta esperar a los bárbaros, como en el poema de Kavafis.

Las palabras de Antonio Burgos me han recordado otras, menos engalanadas de ironía, de Solzhenitsyn, en las que el hombre que nos desveló el infierno del gulag trata de dilucidar cuál fue el factor determinante que desencadenó los mayores crímenes del siglo XX. Solzhenitsyn considera que tal acumulación de calamidades se produjo «cuando Europa, que por entonces gozaba de una salud excelente y nadaba en la abundancia, cayó en un arrebato de automutilación». Gibbon y Solzhenitsyn coinciden en enfatizar la opulencia que anegaba, que embriagaba casi, esas sociedades a punto de desmoronarse. Y es que el bienestar y la prosperidad engendran, no nos engañemos, molicie, desistimiento y blandenguería; también un apetito desmedido por el disfrute de los placeres temporales que eclipsa la conciencia del hombre y le hace perder la noción de cualquier mandato de índole divina o exigencia moral. Las sociedades anestesiadas por el bienestar no tardan en adoptar la estrategia del avestruz: creen que basta con ignorar los problemas -terrorismo, inmigración, separatismo, etcétera- para que desaparezcan; creen que basta envolverlos en el papel de celofán del buenismo para que la zozobra que antes nos causaban se convierta en una plácida y voluptuosa condescendencia. Naturalmente, estas sociedades anestesiadas por el bienestar son extraordinariamente débiles, capaces de entregar la primogenitura a cambio de un mísero plato de lentejas; sociedades dispuestas a la dimisión de sus principios, a los más sórdidos cambalaches, dispuestas incluso a sobrellevar una existencia genuflexa con tal de evitarse problemas engorrosos, sean éstos de índole moral o política. Y, en fin, son sociedades que se rinden ante cualquier enemigo, antes incluso de librar batalla (como se rendían los países más opulentos y civilizados de Europa a las divisiones Panzer); enemigo que no hace falta que venga de fuera, pues con frecuencia el elemento que acaba de descomponer estas sociedades hediondas es la gangrena que las corroe, ese «arrebato de automutilación» del que nos hablaba Solzhenitsyn. Son sociedades entrópicas, condenadas a inocularse a sí mismas los gérmenes de su propia destrucción. España es hoy, querido Antonio, el epítome lastimoso de una sociedad anestesiada por el bienestar.