A LA BÚSQUEDA DEL MODELO PERDIDO DE ESTADO
Artículo de Jorge de Esteban, catedrático de Derecho Constitucional y presidente de Unidad
Editorial, en “El Mundo” del 12.12.06
Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que
sigue para incluirlo en este sitio web.
Con una apostilla a pie de
título:
LA SEGUNDA Y LA TERCERA SALIDAS SON
COMPLEMENTARIAS
Luis Bouza-Brey (12-12-06,
8:30)
Si el TC no
cumple su función declarando nulo el Estatuto de Cataluña en sus elementos
nucleares todo el sistema se vendrá abajo más o menos a cámara lenta,
suicidándose el propio TC con él. Pero si cumple su función, la necesidad
complementaria inevitable será un gran pacto de Estado entre el PP y un PSOE
recuperado para la responsabilidad, después de haberse librado de
irresponsables ineptos y pasado a la oposición.
Esta es la
salida menos costosa, si la ciudadanía es capaz de despertar y ver. Si no es
así, las cosas serán más largas, lentas y duras:más costosas.
Hasta el 11 de marzo de 2004 España tenía un modelo «provisional»
de Estado, según lo previsto, más o menos, en la Constitución. Pero, en esa
fatídica fecha, las bombas de los trenes malditos en Madrid no sólo segaron la
vida de 192 personas e hirieron a más de 1.000, no sólo provocaron
probablemente también un cambio electoral de mayoría gubernamental, sino que
además pusieron las bases para que el Estado de las Autonomías, vigente hasta
entonces, saltase por los aires, a la vista de lo que viene sucediendo tras la
reforma iniciada de varios Estatutos, especialmente el catalán, y como
consecuencia también de lo que pueda suceder en el mal llamado proceso de paz
del País Vasco.
Ciertamente, si, como he dicho, el modelo era «provisional», es
necesario explicar la causa. Y para ello hay que acudir al principio de
autodeterminación de los pueblos, cuya primera formulación, en este caso
filosófica, en el mundo moderno, fue la contenida en la Declaración de
Independencia de las 13 colonias británicas en la Norteamérica de 1776. De esta
manera, es normal que se identifique ese principio con el derecho de secesión
de un territorio hasta entonces perteneciente a un Estado. Posteriormente
surgiría en Europa el principio de las nacionalidades, de acuerdo con el que se
llevó a cabo, sustentado en el concepto de nación, la creación de la unidad
italiana y la aparición de un nuevo Estado. Y, de forma parecida, también lo
entendió así, después de la Primera Guerra Mundial, el Presidente Wilson en sus
famosos 14 Puntos, pues la mayor parte de ellos se refieren al derecho de
autodeterminación de los pueblos, escritos con la finalidad utópica de que el
nuevo mapa resultante de Europa impidiese otra guerra mundial. Pero fue sobre
todo, en los años 70 del pasado siglo, cuando el principio se aplicó para
llevar a cabo la descolonización que comportaría el surgimiento de nuevos
Estados en Asia y Africa. El origen de ese fenómeno
hay que buscarlo jurídicamente en la propia Carta de las Naciones Unidas de
1945. Ahora bien, aunque el artículo 1.2 reconoce el respeto al principio de la
libre determinación de los pueblos, en el 2.4 se habla también del respeto a la
integridad territorial de los Estados, y en el 2.7 se prohíbe que la ONU
intervenga en los asuntos que sean esencialmente de la jurisdicción interna de
los Estados.
Señalo todo esto, por lo demás magníficamente expuesto en el
reciente y esencial libro de Santiago Muñoz Machado, El problema de la
vertebración del Estado en España, ya que me parece indispensable para
comprender mejor la «provisionalidad», de que vengo hablando, del modelo de
Estado en nuestra Constitución. En efecto, los 14 Puntos del Presidente Wilson
estuvieron presentes en la Conferencia de París de 1919 y a allí se dirigió una
delegación del PNV para reivindicar, sin ningún eco, el derecho de
autodeterminación del País Vasco, cuando ya precisamente el propio Wilson era
consciente de lo peligroso que resultaban sus enunciados frente a Estados
consolidados desde hacía siglos. A partir de entonces, el principio de autodeterminación
de los pueblos sólo tendría un desarrollo lógico posterior con el proceso de
descolonización, entablado tras la Segunda Guerra Mundial. La dificultad y el
riesgo que comportaba el reconocimiento de este principio, que podía significar
la secesión de una parte del territorio de un Estado, es lo que hizo que
surgiera, frente a ese concepto maximalista o externo, otro minimalista o
interno, que se podría conjugar sin la inevitable secesión de un territorio del
Estado a que se perteneciese, limitándose entonces exclusivamente al
reconocimiento del autogobierno de una o de todas las partes de un Estado, pero
sin salirse de él.
Esta segunda acepción, minimalista o interna, es por la que
optaron los nacionalistas catalanes, primero de forma tenue con la
reivindicación de la Mancomunidad en los primeros años del siglo XX, claro que
no conviene olvidar ciertamente que, durante la corta duración de la I
República, el 8 de marzo de 1873 ya se había proclamado el Estado catalán por
primera vez. La segunda fue con motivo de la llegada de la II República, el
mismo día 14 de abril de 1931 y, por tanto, mucho antes de que se aprobase la
Constitución por la que debería regirse España. Y, la tercera, se produjo como
consecuencia de la victoria de la derecha en las elecciones generales que no
aceptaron los demócratas, el 6 de octubre de 1934, aprovechando también la
confusión que produjo la Revolución de Asturias. En consecuencia, tanto los
nacionalistas vascos como los catalanes, que no llegan a la mitad de la población
en ambos casos, aspiran desde hace más de un siglo a ejercer el llamado
principio de autodeterminación de los pueblos para separarse de España y crear
su propio Estado.
Con estas premisas era evidente que tanto en el proceso
constituyente de 1931, como en el de 1978, había que encontrar una fórmula para
detener esta materia de alto voltaje. Sin embargo, no sólo no se hizo así, sino
que en ambos casos se adoptó un sistema que en lugar de frenar las aspiraciones
secesionistas de los nacionalistas vascos y catalanes, las facilitaban para
poder llegar a donde hemos llegado, en este caso, con la complicidad del
presidente del Gobierno. En efecto, la mejor manera de lograr la integración de
unos y otros, era mediante la adopción del concepto minimalista o interno del
principio de autodeterminación, según la doble alternativa de reconocérselo
sólo a las tres regiones con mayor sentimiento identitario,
esto es, País Vasco, Cataluña y Galicia o, por el contrario, de construir un
Estado federal con igualdad de trato para todos los Estados regionales que lo
integrasen. Pues bien, los constituyentes de 1931, unos absolutos
irresponsables respecto a lo que estaba en juego y supinos ignorantes del
Derecho Constitucional, quisieron inventar algo nuevo con esa concepción que
bautizaron como Estado «integral», pero que ni ellos mismos sabían lo que
significaba, tratando de crear una nueva categoría de Estado compuesto. De este
modo, se procedió a adoptar un derecho libre a la autodeterminación de cada
región española, basándolo en el principio dispositivo de que se podía acceder
o no a la autonomía, cuando se quisiera y con las competencias, dentro de un
límite, que se quisiera. La corta vida de la II República impidió que se
llegase a agotar este derecho a la autodeterminación interna, que ya habían
ejercido Cataluña, País Vasco y, en parte, Galicia. Pero, aunque no hubiera
estallado la guerra civil, cualquier experto en Derecho Constitucional hubiera
augurado un futuro incierto para ese invento español, ya que desgraciadamente
no se siguió el sabio consejo de Unamuno (¡Que inventen ellos!).
Pues bien, lo terrorífico de la situación actual es que es la
consecuencia de que en 1978, a fin de resolver el eterno problema de la
vertebración de España, se volvió la mirada otra vez a la perniciosa
Constitución de 1931, empeorándose incluso el sistema que había fletado ésta,
con un reparto de competencias absolutamente confuso que conlleva a que estemos
constantemente en un proceso constituyente, que convierte a nuestra Constitución,
como dije hace 28 años, en una norma inacabada porque no expone el diseño final
de nuestro Estado. Ahora bien, a trancas y barrancas, en el año 2004 teníamos
un Estado Autonómico «provisional» que podía haber durado de forma indefinida.
El Gobierno presidido por Rodríguez Zapatero, aun no siendo culpable directo de
nuestra odisea constitucional, ha cometido la imprudencia de soltar las amarras
que frenaban a los nacionalismos vasco y catalán. Porque el error enorme de
nuestros constituyentes y gobernantes no fue sólo el de imitar y empeorar el
sistema de descentralización territorial de la II República, sino que lo
potenciaron incluso con una ley electoral que favorece a los partidos
nacionalistas, permitiéndoles desempeñar un papel abusivo en la política
nacional. La consecuencia es que el reconocimiento del derecho a la
autodeterminación en su acepción minimalista o interna, que hubiese podido
satisfacer las ambiciones minoritarias de los grupos nacionalistas de haberse
regulado bien y de forma definitiva, lo que ha conseguido, al ser un proceso
constituyente o estatutoyente interminable, es que ha
dado paso a que se esté reivindicando ya el derecho de autodeterminación
maximalista, externo o separatista. Y ahí estamos.
El pecado mortal del presidente del Gobierno no proviene
únicamente de haberse dejado seducir por las sirenas, como lo intentaron con
Ulises sin conseguirlo, sino de que no es consciente de que no se puede llevar
a cabo una revolución constitucional como la que ha emprendido, sin contar con
el apoyo de media España, representada por el Partido Popular. Ahora este
partido acaba de presentar una propuesta para embridar un proceso autonómico
que ya se ha desbocado, a través de 17 cambios constitucionales y 11 reformas
legislativas. Sin duda, las intenciones son encomiables, pero me temo que ya no
serían más que parches en una situación que se halla enormemente deteriorada,
por la simple razón de que el Estado español se convertirá en un cascarón
vacío, al haberse transferido muchas de sus competencias en el Estatuto de
Cataluña. El Consejo de Estado en su dictamen reciente lo dejó muy claro, al
reconocer que deben quedar meridianas cuáles son las competencias exclusivas
del Estado. Pero si Zapatero oyó a las sirenas «nacionalistas», no escuchó lo
que le recomendó el alto organismo consultivo. En definitiva, no quedan más que
tres posibilidades ante el horizonte político que ya está emergiendo, si se
quiere encontrar el modelo perdido de Estado: que todo siga igual y entonces
todo cambiará, pero a peor evidentemente. Que el Tribunal Constitucional,
iluminado por el espíritu paráclito consolador, eche abajo el inconstitucional
Estatuto de Cataluña y a todo lo que se le parezca. Y, por último, que los dos
grandes partidos nacionales lleguen al acuerdo y al convencimiento de que la
única forma de arreglar este desaguisado es rectificando a los padres
constituyentes, procediendo a la reforma total del Título VIII de la
Constitución y, previamente, de la ley electoral, porque sólo así se podrá
evitar el abismo al que nos acercamos. Pero, por supuesto, como ha dicho el
secretario general del PSOE, esto del modelo de Estado es una «chorrada».