LA PASIÓN POR LA POLÍTICA

 

Discurso de Rosa Díez en la recepción del premio Europa y Libertad entregado por la Asociación de Antiguos Alumnos de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid, el 25-10-07.

  

 Por su interés y relevancia he seleccionado el discurso que sigue para incluirlo en este sitio web. 

 

Cuando La asociación de Antiguos Alumnos de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense me anunció que habían decidido reconocer mi trabajo político entregándome uno de los Premios Anuales de la Asociación, yo era miembro de Parlamento Europeo. Hoy, llegado el momento de recoger el galardón, acompañada de tan dignísimas personalidades y de tantos amigos, se puede leer en la tarjeta de invitación al acto, bajo mi nombre, una única palabra: Política. No se me ocurre un título que describa de manera más exacta lo que ha sido mi vida, mi vocación. Por eso me van a permitir que utilice mi turno de intervención para hablar de mi pasión por la política.

A mi me gusta hacer política. Y reivindico su valor. Quizá mi posición se deba en parte, a que pertenezco a una generación de vascos que es consciente de que nunca ha vivido en libertad. No sabría decir porqué elegí dedicarme a la política, pero fue una apuesta vital. Fue algo tan natural en aquellos años que incluso se podría llegar a pensar que la política me eligió a mí; aunque yo eligiera después mantener mi actividad política pública y partidaria durante todos los años de mi vida. Al menos hasta ahora.

Mi historia es seguramente muy común entre personas de mi generación. Llegamos a la mayoría de edad en las postrimerías del franquismo y nos topamos con las primeras elecciones democráticas recién cumplidos los veinte años. Quienes ya tenían inquietudes políticas, como es mi caso, dimos el paso casi de forma natural. Todos nos sentíamos ilusionados y todos éramos –eso nos parecía-, necesarios.

Mis padres eran socialistas. Ambos habían pertenecido a las juventudes del PSOE antes reiniciarse la Guerra Civil y acababan de casarse cuando Franco se levantó contra la República. Mi padre se fue al frente y mi madre se quedó en Santander, donde estaba su casa. Cuando la guerra acabó, mi padre fue detenido y lo llevaron a un campo de concentración en Santander, de donde lo trasladaron a una cárcel de Bilbao, la cárcel de Larrínaga. Y mi madre fue detrás de él y se quedó en un pequeño pueblo de Vizcaya, Sodupe, donde yo vivo aún. Allí había una fábrica donde ella empezó a trabajar y allí esperó a mi padre. Tuvimos la suerte de que no se ejecutara de forma inmediata la sentencia de pena de muerte que pesaba sobre él; y transcurridos seis años y medio, salió de la cárcel. Y allí, en el País Vasco, se quedaron. Allí nacieron mis dos hermanos mayores. Allí nací yo. Allí están enterrados mis padres.

Allí, con mi padre, entre las cuatro paredes de la casa, empecé a descubrir lo que era la política. Mi padre nos hablaba de la República, de la Guerra, de la democracia, de los acontecimientos políticos de actualidad. Leía –y yo con él-, todo lo que caía en sus manos. En aquellos en los que se decía: “no te metas en política”, él me inculcó la pasión por la política. Lo hizo de una forma natural, hablándome de la democracía, añorándola, suspirando por ella. De una forma natural, sin formularlo expresamente, él me hizo comprender que sin hacer política, sin implicarse, no es posible construir una sociedad democrática; que había que hacer política para recuperar la democracia y que había que seguir haciéndola para mantenerla. Hacer política suponía para mi padre, Heraclio, además de una actitud crítica hacia el régimen, estar dispuesto a hacer algo para cambiar la situación. Y para eso era importante militar en un partido político. Eso le parecía a él. Y eso me pareció a mí también; y me lo parece aún. Así se fue produciendo mi incorporación a la vida política. Sin demasiadas teorías, de una forma que a mí me parecía de pura lógica. Hacer política y vivir en democracia formaban parte de la misma educación. Hablar sin miedo fuera de casa, poder elegir a tus representantes, poderte presentar en unas elecciones…; todo estaba unido.

Mi padre nos habló mucho de la Guerra Civil; pero nunca nos enseñó a odiar. Tampoco quiso que la ganáramos con efectos retroactivos. Nos enseñó a pensar en el futuro. Quiso que conociéramos y que recordáramos para que la historia nunca se repitiera. Aprendí con él lo que significa elegir y ser elegido. El orgullo y la responsabilidad que ambas decisiones conllevan. Aprendí lo que representa el deber de acatar las leyes, de defender el orden democrático establecido. Aprendí a respetar a quien no piensa como yo sin renunciar nunca a defender mis propias ideas. Mi padre nos solía decir: “Hijos, no sois más que nadie; pero nadie es más que vosotros. No lo olvidéis nunca.”

En las primeras elecciones municipales celebradas en 1979 fui elegida miembro de las Juntas Generales de Vizcaya. Fue la legislatura en la que se elaboró la norma que restauraría las Diputaciones Forales. Fueron años extraños. El terrorismo de ETA golpeaba ferozmente, pero nosotros, los jóvenes políticos de la transición, vivíamos la pasión y la emoción día a día. Pero ETA no era el único enemigo. La democracia no estaba consolidada y quienes sentían nostalgia por el régimen franquista, nos dieron todavía más de un susto.

Finalmente la transición resultó siendo un éxito. Lo creí entonces y lo sigo pensando ahora que vivimos un momento de revisionismo destructivo. El pacto entre españoles de distinto signo político, nos permitió transitar de la dictadura a la democracia a una velocidad mayor de la que el analista más optimista hubiera podido suponer. El éxito del pacto constitucional cabe explicarlo, en parte, por lo reciente que estaba en la memoria el recuerdo de tantos años sin libertad. Quienes conocieron los horrores de la guerra y las penalidades de la posguerra sabían lo que había que hacer para que la historia no se volviera a repetir en sus hijos y en sus nietos. Precisamente porque recordaban el pasado tuvieron el valor y la sabiduría de mirar hacia el futuro. No quisieron volver a empezar. Todos cedieron para ganar, para que ganaran sus hijos. Y, aunque parezca una obviedad quizá convenga repetirlo (más que nada para contrarrestar los riesgos de la desmemoria histórica): la Transición no fue un empate entre franquistas y demócratas; la democracia ganó por goleada.

Mi padre nos educó en el respeto y en la responsabilidad. Y en la libertad de criterio. Recuerdo cuando se convocó el Referéndum sobre la Reforma Política, ese en el que las Cortes franquistas se hicieron el hara quiri. El PSOE pidió la abstención. Mi padre nos animó a votar. “Ahora que no nos obligan, ahora que ir a votar es un derecho, no nos podemos quedar en casa. Y hay que votar que sí. Ya hemos hecho demasiadas revoluciones; lo revolucionario ahora es ser reformista”, decía. Tenía razón. El hecho es que más del ochenta por ciento de los españoles pensó lo mismo que él ese día. Esa forma de actuar frente a los acontecimientos, ante las opciones políticas, esa forma responsable de responder pensando siempre en el futuro y nunca en saldar cuentas con el pasado, constituyó mi educación política. Toda mi vida he procurado respetar su memoria y seguir sus enseñanzas.

Desde que asumí el primer cargo público en el 79, ocupando uno de los cinco escaños socialistas (de treinta) de la Diputación de Vizcaya sigo dedicada a la actividad política. Durante todo este tiempo no he dejado de aprender. Y de confirmar mi vocación. Los primeros años, cuando era una cría, tuve la inmensa fortuna de trabajar con compañeros magníficos: un viejo socialista, ejemplo de rectitud, Giordano García; Ignacio Piña; Juan Manuel Eguiagaray; José Antonio Maturana, … Sólo me enseñaron cosas buenas: respeto, trabajo, coherencia, firmeza…

Gracias a eso sigo aquí. Apasionada aún por la política. Orgullosa de dedicarme a ella. Ya sé que no “se lleva” nada hacer este tipo de declaraciones porque, como les decía antes, la política es una de las “profesiones” menos valorada por los ciudadanos. Incluso hay políticos que casi se disculpan por serlo. ¿Cuántas veces han oído ustedes a un político en ejercicio: “bueno soy médico, economista, funcionario, diseñador, electricista,… pero ahora estoy en el Parlamento, en el Ayuntamiento,…etc”?. Creen que la política no da prestigio, y tienen razón. Pro, lo malo es que no parecen dispuestos a hacer nada para cambiar el estado de las cosas.

Yo no creo que se pueda explicar mi persistencia en el hecho de ser un espíritu positivo. El hecho de que siga reivindicando la política como una actividad hermosa, necesaria y respetable se debe fundamentalmente a mi ecuación paterna y a mi sentido práctico. Sé que existe desapego hacia los políticos, los partidos políticos, y la política en general. Y sé que habrá que tomar decisiones –sobre todo deberíamos tomarlas los políticos, particularmente desde dentro de los partidos-, para corregir una situación que tiene unas repercusiones negativas en las instituciones y en el propio sistema democrático. Pero esa sería otra conferencia. Pero dicho eso, estoy también convencida de que sin política, en el sentido amplio y exacto del término, no hay democracia.

Sé también que para cambiar la política, para regenerarla, hay que cambiar los partidos políticos. Si no se democratizan los partidos, si no se abren, si a sus militantes no se les reconocen efectivamente los mismos derechos que la Constitución nos reconoce como ciudadanos, los vicios partidarios repercutirán en nuestras instituciones democráticas, que al fin y al cabo, se forman a partir de las listas que elaboran los partidos políticos. Y la calidad de nuestra democracia se verá afectada. Y la desafección entre la ciudadanía y la política crecerá cada vez más. Y los profesionales de la política ejercerán el poder sin ningún tipo de control. Regenerar la política es devolver a los ciudadanos el control sobre los políticos, sobre los cargos electos; regenerar la democracia es rescatar la política del secuestro al que las estructuras de los partidos la tienen sometida.

Para cambiar las cosas, hay que hacer algo más que quejarse: hay que mojarse. No sirve hacer los juicios más críticos y/o certeros sobre las cosas que pasan en nuestro entorno. Para cambiar aquello que no nos gusta hay que actuar, que diría Ana Arendt. Por eso ahora que vengo a recoger este galardón sigo reivindicando mi condición de política, aunque ya no sea parlamentaria. Y sigo militando en un partido político, pero no en el PSOE. Y sigo defendiendo la Libertad, los Derechos y el Derecho, como he hecho toda mi vida en cualquier lugar en el que los votos de los ciudadanos, mi propia voluntad y la confianza de mis compañeros me han colocado.

No se asusten, no tengo intención de hablarles de lo que es Unión, Progreso y Democracia, este partido nuevo que concurrirá a las próximas Elecciones Generales y del que soy Portavoz. Pero sí quiero decirles que todos sus impulsores somos personas optimistas, que creemos en la gente, en su capacidad de revelarse, en su capacidad de actuar. Ninguno de nosostros nos resignamos a aceptar que las cosas no pueden cambiar; todos nosotros practicamos la virtud de la paciencia, y nunca damos una batalla por perdida. Todos nosotros sabemos –lo hemos practicado a lo largo de nuestra vida- que quien no se arriesga a perder no gana nunca. Y queremos ganar la batalla de regenerar la democracia.

A propósito de esto, leí hace mucho tiempo la biografía de Indhira Ghandi. En ella contaba cómo a su padre le aconsejaron cuando nació que tuviera rápidamente un hijo varón para evitar que ella pudiera llegar a ser Primera Ministra. Nerhu les dijo a sus asesores: “El mundo no cambiará si nosotros mismos no cambiamos”. Quienes estamos detrás de este proyecto nuevo, hemos decidido cambiar; en mi caso, cambiar de partido para poder seguir defendiendo los mismos valores que me llevaron a la actividad política hace más de treinta años. En el caso de la mayor parte de mis compañeros de camino el cambio ha consistido en dar un paso adelante, embarcarse en un partido político nuevo, ofrecerse a los ciudadanos, y decir en alto: “vamos a hacer algo más; merece la pena”.

Estoy en un foro especial, rodeada de juristas. No puedo dejar de ponerles un ejemplo de lo que para mí representa hacer algo más, precisamente en relación con nuestro objetivo de regenerar la democracia. Hemos vivido en los últimos meses un espectáculo bochornoso que ha afectado a los máximos órganos del Poder Judicial, y que ha llegado hasta el Tribunal Constitucional. Los titulares periodísticos --en los que se acepta como algo normal que las decisiones se tomen en base a las mayorías ideológicas—resultan inaceptables en términos democráticos. ¿Cómo va a tener la ciudadanía confianza en la política y en la justicia si el Consejo General del Poder Judicial o incluso el Tribunal Constitucional aparecen como órganos compuestos por delegados de los partidos políticos?¿Cómo van a tener confianza en la Justicia si la dependencia respecto del poder político del Fiscal General del Estado es tal que puede paralizar y/o dinamizar la aplicación de una ley o el trabajo de los fiscales según le interese al Ejecutivo de turno? Cambiar la política, regenerar la democracia, requiere actuar ante estos hechos señalando tanto el diagnóstico como el tratamiento. La única manera de protegerse de políticos sin sentido de estado, de políticos de poder que diría Weber, es modificando las leyes para evitar estas cosas puedan ocurrir. En este caso, cambiando la Constitución y las leyes que fueran preciso para devolver la autonomía al sistema Judicial y a los jueces, para garantizar la verdadera separación de poderes, para evitar un espectáculo tan poco edificante para los ciudadanos y tan peligroso para nuestro orden constitucional.

Hacer política, defender la libertad, no ha sido nunca fácil. Tampoco lo ha sido para los españoles de mi generación que vivimos en el País Vasco, que tenemos allí a nuestras familias, y que defendemos desde cualquier foro nacional o europeo los valores constitucionales. Lo más doloroso, los momentos más duros de mi actividad política, los he vivido precisamente por el lugar en el que ha transcurrido mi vida. He asistido a demasiados funerales. He borrado demasiados números de teléfono de mi agenda. He sido testigo de demasiado dolor, de demasiadas injusticias. Durante demasiados años he visto cómo las familias de las víctimas de ETA iban a recoger, en la más absoluta soledad, los cadáveres de sus hijos, de sus hermanos, de sus maridos. He visto cómo se celebraban sus funerales, solos, sin el menor calor humano. Solo los uniformados, la familia y unos poquitos más se juntaban alrededor del humilde féretro. No recuerdo los nombres de las víctimas, pero recuerdo las caras de sus seres queridos. Caras perplejas, rotas de dolor. Y de miedo. He aprendido a identificar la región de España de la que era oriundo el guardia civil o el policía o el militar asesinado por cómo reaccionaba su familia. Los andaluces, los mediterráneos, los gallegos,… expresaban su duelo sin recato. Los castellanos, se tragaban las lágrimas. He visto muchos gestos de dignidad. Hombres mayores, con una visera, una boina o un sombrero arrugado entre las manos, mirando el féretro sin comprender nada. Mujeres de negro, con su moño y su pañoleta, que venían a llevarse a casa al hijo muerto. Asesinado por estar en el País Vasco protegiendo nuestras vidas y nuestra libertad. Asesinado por defender la democracia. Pero cuando los asesinaron, cuando se los llevaban muertos a su tierra, al lugar en el que dejaron familia y amigos, apenas nadie de nosotros, de aquellos cuya vida habían protegido, salíamos a despedirles. Esa es la página más vergonzosa de nuestra historia.

Las cosas han cambiado, sí; pero en Euskadi sigue habiendo un problema de falta de libertad. No insistiré en esa reflexión qu eme parece, por lo demás, una obviedad: miles de personas escoltadas, algunas decenas de miles exiliados, siete de cada diez ciudadanos que reconocen que tienen miedo a hablar de política… Y a pesar de eso hay aún quien dice (la última infamia tiene como protagonista al obispo Setién) que el objetivo es la paz. Para mí no lo es porque la paz sin libertad no es nada. Por eso, porque aspiramos a vivir en libertad, no nos resignaremos a nada que esté por debajo de derrotar al terror, de deslegitimar radicalmente su historia, sus actos, sus objetivos.

Porque vivo allí, en el País Vasco, nunca podré –creo-, abandonar este compromiso. No es valentía, no se engañen. Para marcharse también hay que ser valiente. En nuestro caso (en el mío) hay un compromiso ético, moral, político en el sentido democrático y mayúsculo del término, no lo niego; pero hay también una reacción de egoismo inteligente. Yo tengo hijos. No quiero que mi historia se repita en ellos. Es lo que aprendí de mi padre. No quiero que, dentro de treinta años cualquiera de ellos pueda pronunciar una conferencia como ésta. Hubiera querido que no fueran a manifestaciones distintas las que convocan a los jóvenes en cualquier lugar de Europa. Hubiera querido que no se pintaran nunca las manos de blanco ni tuvieran el impulso de gritar libertad. Hubiera querido que no hubieran tenido que ir al funeral de Fernando o de Joxeba. No pudimos evitarlo. Pero la gente de mi generación tenemos la obligación de hacer lo posible para evitar que nuestros hijos vivan esta misma pesadilla.

Por eso seguimos –por eso sigo yo—haciendo política. Y defendiendo valores y acuerdos transversales que están por encima de las siglas, muy por encima de la ideología. Por eso nadie va a conseguir que abandonemos nuestra responsabilidad. Por eso sé que merece la pena lo que hemos hecho y lo que vamos a seguir haciendo. Sé que la nuestra es una experiencia extraordinaria, en el sentido de no común. Mejor si no la hubiéramos tenido, pero la tenemos. Y porque la hemos vivido hemos de utilizarla para responder a la expectativa de la gente.

Recojo con emoción este galardón por la Libertad, este reconocimiento. Porque es la Libertad lo que nos falta. Lo hago en nombre de las decenas, de los centenares de ciudadanos vascos anónimos que cada día arriesgan su comodidad, su seguridad, la de su familia, para frenar al totalitarismo, para defender el orden constitucional, sus leyes y sus símbolos. Se lo brindo a nuestros escudos, a los hombres y mujeres que cada día nos ayudan a disfrutar de algún espacio de libertad; a los que cuidan de nuestros hijos, a los que nos permiten hacer nuestro trabajo político saliendo a esas calles vedadas de nuestra propia ciudad. Se lo dedico a todos aquellos que fueron asesinados por defender nuestra libertad, porque se expusieron para frenar el avance del totalitarismo, para proteger nuestras vidas. Se lo ofrezco especialmente a todos aquellos cuyos nombres no recordamos, a todos los que salieron del País Vasco sin ningún reconocimiento ni compañía, a todos esos héroes anónimos con los que la democracia y todos los ciudadanos españoles tenemos una deuda impagable.


Muchas gracias a todos.