El síndrome de Pangloss

 

 Artículo de Antonio Elorza   en “El País” del 23/03/2005

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

En la reciente cumbre organizada por el Foro de Madrid para conmemorar el 11-M se han registrado indudablemente resultados muy positivos en cuanto al respaldo simbólico de la democracia en su enfrentamiento con el terrorismo, en la dura crítica contra el "método Guantánamo" de ejercicio de la acción antiterrorista con desprecio de los derechos humanos, y en la exigencia de una cooperación efectiva supranacional, hoy eficaz en el marco de acuerdos bilaterales, pero muy débil en otras instancias, tales como la propia Unión Europea.

Del balance en los planos del análisis del fenómeno terrorista y de las políticas necesarias resulta difícil hablar todavía, sin tener a la vista los materiales presentados por los cientos de expertos y políticos reunidos en el Palacio de Congresos de Madrid. El seguimiento como simple observador de las conclusiones ofrecidas en varios paneles permite detectar la madurez en los trabajos relativos a los planos político, cultural y económico, así como la curiosa manera de ver las cosas en otros especialistas.

 Así, el coordinador de Psicología Social afirmó lisa y llanamente que sólo un Estado terrorista puede eliminar el terrorismo, y en mi propio panel hube de escuchar las apreciaciones más peregrinas, apuntando incluso a que el encarcelamiento de los terroristas resultaba negativo porque entonces se harían más contumaces en su propensión a la violencia.

Por supuesto, y en la misma línea de pensamiento, el recurso a medidas "violentas" era colocado bajo sospecha, ya que su efecto consistiría en "endurecer la resolución" de los terroristas. No hubo manera de hacerles aceptar el término "necesidad" para calificar las medidas policiales, puntualizando que las mismas habían de ejercerse dentro del Estado de derecho y con estricto respeto de los derechos humanos.

En la cascada de discursos de gobernantes, el que suscita mayor perplejidad, y preocupación por lo que tiene de significativo, es, a mi entender, el pronunciado por el presidente Zapatero, quien parece encerrado en los últimos tiempos dentro de un círculo cuyas paredes invisibles le impiden pasar de declaraciones muy positivas en el plano de las buenas intenciones políticas a un reconocimiento mínimamente preciso de la realidad.

 Renuncia una y otra vez a encarar ésta, eliminando la confrontación en nombre de un discurso de apariencia progresista que aspira a atender las demandas de todos, o del viento que sopla con más fuerza. Es como uno cualquiera de los personajes de El ángel exterminador de Buñuel, incapaces de abandonar una sala sin puertas, sólo que feliz y contento de que sus afirmaciones cargadas de wishful thinking no tengan que ser puestas a prueba con el mundo exterior.

También pudiera considerarse tal actitud como una variante del síndrome de Pangloss, expuesto por Voltaire en su Cándido: las buenas palabras tendrán el efecto mágico de lograr que todo vaya hacia lo mejor en el mejor de los mundos.

Así, en el problema de las reivindicaciones nacionalistas sobre las lenguas a utilizar en el Congreso, al reabrir un tema que ya parecía resuelto con la división de espacios entre un Senado plurilingüe y un Congreso en que prevaleciera el concepto del idioma común en tanto que instrumento de comunicación.

Pues bien, Zapatero parece inclinarse por auspiciar el deslizamiento hacia el modelo austrohúngaro, que tan óptimos resultados produjo en 1918. Los nacionalistas saben lo que quieren y para qué lo quieren: en la estela de ERC, cada logro es una plataforma para una exigencia sucesiva. Resulta, pues, ingenuo confiar en que con un Reglamento del Congreso reformado y abierto al babelismo va a contenerse la deriva hacia una fragmentación simbólica del Estado que nada tiene que ver con la articulación de las diferencias dentro de un Estado plurinacional.

En un tema complejo como el de la acción antiterrorista internacional, los efectos de esa toma de posición son aún más demoledores, especialmente porque invalidan la aportación indudable que representa el punto de partida. Un gran acierto de Zapatero consiste en plantear que la clave de una resolución definitiva del problema que ahora afrontamos es conseguir una "alianza de civilizaciones", lo cual entraña el reconocimiento implícito de que la oleada terrorista es signo de un riesgo nada imaginario de guerra de civilizaciones, en los términos de Huntington.

De hecho, Bin Laden ya la ha declarado, y en un primer momento, al utilizar el término "cruzada", Bush lo aceptó expresamente. Para prevenir la consolidación de semejante catástrofe es preciso insistir en que ningún obstáculo de fondo impide la integración del mundo islámico en la modernidad ni la colaboración con Occidente, y que la inversión de la tendencia requiere tanto políticas económicas orientadas hacia la cooperación, lo cual es válido también para el Tercer Mundo no musulmán, y con el mismo contenido, como una intensificación de las relaciones culturales, con el norte de la eliminación del concepto hoy dominante de "enemigo".

A pesar de su carácter restrictivo, y del defecto de asumir algo tan cuestionable como la etiqueta de "civilización", el mensaje resulta comprensible para todo aquel que lo recibe y puede ser presentado como objetivo válido a medio y a largo plazo, así como en calidad de antídoto contra la tentación de responder a la yihad con una nueva forma de cruzada.

Ahora bien, la fijación de un buen objetivo no exime de la exigencia de analizar el fenómeno, huyendo de las simplificaciones, y en este terreno Zapatero las encadena, casi sin solución de continuidad. Las grandes palabras no faltan, pero ya apuntan a la desviación en el razonamiento.

Es cierto que nos encontramos "en un mar de injusticias" a escala universal, o si se quiere ser más concreto, en un mundo regido por una enorme desigualdad que en las últimas décadas no ha hecho sino aumentar, pero la relación inmediata de causalidad entre esa situación y los objetivos de paz y de seguridad ya no están tan claros, y sobre todo, pensando en el terrorismo, el disparate está al caer. Para empezar, Zapatero proclama "alto y claro" que no hay nada detrás del terrorismo.

Es, a su juicio, pura barbarie. "En el terror no hay política, en el terror no hay ideología", afirma. La verdad es que en ese caso no se entiende por qué son reunidas cientos de personas para analizarlo. Con la respuesta policial y la atención al contexto económico sería suficiente.

 Por mucho que restemos importancia a este tipo de discursos en grandes ocasiones, la impresión ante tal juicio ha de ser inevitablemente desoladora. ¿No hay ideología detrás de las proclamas de Al Qaeda, ni en los manifiestos de ETA, por mencionar las formas de terrorismo que Zapatero, por su responsabilidad, está obligado a entender? En sentido estricto, nos encontramos ante lo que Tierno Galván llamaba una ceguera voluntaria, y lo más grave es que la misma constituye la premisa para el tipo de aproximación política que a continuación va a definir.

El terrorismo es, consecuentemente, cabría deducir, una forma de violencia brutal cuyo único origen posible reside en la pobrezade millones y millones de hombres, en esa injusticia provocada por la desigualdad. Lo que sucede es que tal pensamiento es plenamente equivocado y hará luego inevitable la confusión en la línea política a adoptar. ¿Qué situación de pobreza está detrás de ETA?, ¿son Bin Laden y Al Zauahiri prototipos de jornaleros desamparados?, ¿es la revuelta palestina, y en su seno el terror, producto de la explotación económica, o más bien del sentimiento de encontrarse políticamente aplastados por Israel?

Hay excepciones que confirman la regla, caso de Sendero Luminoso en Perú, pero incluso entonces el motor del desencadenamiento del terrorismo reside en la adaptación de la ideología maoísta.

En una palabra, los movimientos terroristas no son la expresión de la injusticia económica, aunque eso suene muy bien y nos exima a continuación de pensar, sino formas de violencia vinculadas a una concepción radical de la lucha política y a unos fundamentos doctrinales que legitiman su estrategia. Otra cosa es el apoyo social que luego recaben. No entender esto y refugiarse en el populismo fácil es tanto como errar de medio a medio el camino a seguir.

Conclusión lógica de lo anterior: el terrorismo nada tiene que ver con religión o cultura alguna. Consecuencia terrible de contemplar las cosas de otro modo: "La incomprensión entre culturas". Sigue un razonamiento formalmente confuciano y que nos lleva a un círculo vicioso, pues de la errónea causa de un fenómeno, el terrorismo ya existente, hacemos origen de la aparición del mismo: "La incomprensión es la antesala de la separación, la separación abre la tentación del odio, y el odio es la puerta de la violencia".

 Es decir, que si de manera absurda creemos que existe un terrorismo y que ése hunde sus raíces en el integrismo islámico o en la religión política nacionalista de Sabino Arana, estaremos produciendo a fin de cuentas ese terrorismo. Por tener la funesta manía de "pensar de otro modo", como en el grabado de Goya, el analista se convierte en sembrador y en artífice de odio y de terror.

Podemos respirar tranquilos: el terrorismo islamista es un invento de los enemigos del islam, y no debemos hablar de él porque entonces lo suscitamos. Por lo mismo carece de sentido elaborar políticas que tiendan a conjugar la integración de los cientos de miles de inmigrantes de religión musulmana con la construcción de una barrera contra la infiltración y la difusión de las doctrinas yihadistas.

Con políticas de asistencia económica, que por lo demás bienvenidas sean, y actuación policial frente a un terrorismo "internacional", ya hay bastante. Más sencillo, imposible. Signo de la confusión sembrada: en estas mismas páginas el racismo antiárabe es etiquetado de "islamofobia" que avanza. Pregunta: ¿qué tenían de "islamófobos" los sucesos de El Ejido?

Una sucesión de falsas interpretaciones no puede determinar una política razonable, pero sí una gestión cómoda a corto plazo, cediendo en cuanto se tropieza con un problema complejo en favor de la línea de mínima resistencia, y siempre al amparo de una coartada de apariencia progresista. La causa saharaui resulta abandonada en aras de las buenas relaciones con Marruecos, objetivo por otra parte deseable.

Los graves problemas que suscitan el plan Ibarretxe y las reformas estatutarias son sorteados desde un vacío político por ahora total, con buenas palabras, como si el futuro no encerrase riesgo alguno. La difícil tarea de apoyar a los demócratas frente a la represión de la dictadura cubana cede paso a una "normalización" al estilo checoslovaco de 1969, dejando a los disidentes en la cárcel, sin que el ministro Moratinos tenga siquiera el gesto de dignidad de replicar a las afirmaciones de Pérez Roque de que los presos políticos están ahí en aplicación de la justicia.

El Rey recibe al ministro cubano que hace poco insultaba a toda Europa y el Gobierno español parece dispuesto a convertirse en abogado defensor de la causa castrista, pronto en el tema de los derechos humanos, como antes en la UE. Eso sí, empresarios hoteleros e izquierda del mojito rebosan de satisfacción.

Y, por lo que concierne al terrorismo islamista, es decretada su inexistencia, con lo cual, por la misma regla de tres que en los casos anteriores, puede esperarse que la gestión cultural del tema sea confiada a quienes suscriben entre nosotros un islamismo de fachada progre. Para cerrar el círculo, el presidente proclama su "respeto" (sic) ante la política de destrucción llevada a cabo por Putin en Chechenia, al mismo tiempo que en la acera opuesta los líderes del PP se rasgan las vestiduras ante la retirada de una estatua de Franco. ¿Qué hemos hecho para merecer tantos despropósitos?