LA VERSION DE ETA

 

 Artículo de Antonio Elorza  en “El Diario Vasco” del 12-7-06

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

Los vencidos en la guerra del terror ocupan el espacio privilegiado de la escena política, ofreciendo una imagen de patriotas consecuentes, vencedores políticos y morales del conflicto, sin que el Gobierno, ansioso de paz a toda costa, haga nada por evitarlo. Nuestros modernos carlistas van a conservar sus grados y obtendrán la llave de la puerta para alcanzar sus objetivos.



Para alguien que siguiera con atención el desarrollo de los acontecimientos a partir del 22 de marzo, la información publicada el día 10 por Gara no constituye sorpresa alguna. Se ajusta a las sorprendentes relaciones asimétricas establecidas entre el Gobierno y ETA-Batasuna desde el momento en que el primero decidió ejercer cuantas presiones estuvieran en su mano para frenar la acción judicial de Grande-Marlaska contra el vértice del partido ilegalizado. Otegi llegó entonces a bromear apuntando que quien deseaba realmente legalizar a Batasuna era el partido socialista.

Tanto el Gobierno como los medios de comunicación en TVE y prensa bajo su control han hecho cuanto ha estado en su mano para presentar el alto el fuego como signo seguro del abandono definitivo de la lucha armada, así como para ofrecer una imagen del nacionalismo radical favorable en todo a la paz, por contraste con las actitudes «irresponsables» del PP y díscolas de otros, tales como Rosa Díez o Go-tzone Mora, a quienes se invitaba lisa y llanamente a abandonar el partido. Mientras ETA y Batasuna seguían sin rectificar un ápice de sus planteamientos estratégicos sobre la independencia, la territorialidad (Euskal Herria soberana como meta) o la valoración positiva de la labor criminal desarrollada por ETA, el Gobierno exhibía un optimismo ilimitado, condenando de paso al PP, cuya cerrilidad en el tema le ayuda mucho, y a cualquiera que dentro o fuera del partido abrigase la menor tentación de discrepar. El crítico se convertía, más que en disidente, en indeseable, y por añadidura en cómplice del PP. En cuanto a la radicalidad de las manifestaciones de dirigentes de Batasuna, o de los propios comunicados para franceses y para españoles de ETA, serían simples concesiones formales para consumo interno, de manera que los terroristas y seguidores más recalcitrantes digirieran el proceso de paz.

Ahora ETA repite la jugada que en la tregua anterior hiciera contra el PNV al comprobar que el proceso no se desarrolla enteramente según sus deseos: tira de la manta y presenta ante la opinión una crónica de las negociaciones secretas que llevaron a su declaración de alto el fuego permanente. «Gobierno español y ETA -afirma Gara- cerraron en febrero un acuerdo con compromisos y garantías». Según la información ofrecida por el diario, al compromiso etarra de no atentar a partir del 22 de marzo correspondió el gubernamental de dar un visto bueno en el futuro a la autodeterminación: «en concreto, aceptó que respetaría las decisiones que sobre su futuro adopten libremente los ciudadanos vascos», suscribiendo de paso el principio de territorialidad por lo que toca a «los cuatro herrialdes bajo administración española». En lo sucesivo, los portavoces de ETA insistirán en la firmeza, tanto de su voluntad de solución final como de mantenimiento de sus objetivos. Y las palabras de Zapatero, tajantes en cuanto a su deseo de alcanzar «un gran pacto político de convivencia» y eufemísticas en su adhesión a «los valores constitucionales» o a «la legalidad», les parecerán de perlas. Lógico. Los vencidos en la guerra del terror ocupan el espacio privilegiado de la escena política y se permiten ofrecer una imagen de patriotas consecuentes y responsables, auténticos vencedores políticos y morales del conflicto, sin que el Gobierno, ansioso de paz a toda costa, haga nada por evitarlo. En este remake del Convenio de Vergara, nuestros modernos carlistas no sólo van a conservar sus grados, sino que obtendrán la llave de la puerta -la puerta abierta sería demasiado- para alcanzar sus objetivos.

Lo más probable es que Zapatero siga impertérrito su camino, declarando por persona interpuesta que no va a comentar lo que diga o no diga ETA mientras el alto el fuego sea respetado. Sin embargo, la descripción por ETA de la génesis de ese alto el fuego, y de los supuestos compromisos asumidos por el Gobierno, plantea problemas que en un régimen democrático como el nuestro no pueden en modo alguno ser soslayados. Si la versión de los hechos ofrecida por Gara es falsa en lo esencial, es decir, si Zapatero no se comprometió en modo alguno a autorizar una u otra variante de autodeterminación, aplicada a las comunidades de Euskadi y de Navarra, conviene manifestarlo ante la opinión.

No es posible sentarse a la luz pública con un tramposo, terrorista por más señas, o con los delegados de ese tramposo, y seguir tratando con él o con ellos cuestiones de Estado, obviando que en cualquier momento pueden tergiversar a voluntad los contenidos de la negociación. La sociedad vasca, la sociedad española en su conjunto, tienen como mínimo el derecho a que sea veraz aquello que se les cuenta y a que toda intoxicación resulte de inmediato desautorizada.

Ahora bien, si aquello que relata Gara es verdad, esto es, si hay ya un compromiso previo con el alcance del descrito, y con ETA como interlocutor, queda claro que las profesiones de fe legalistas del Gobierno, su afirmación de que no habrá precio político, e incluso el montaje de las dos mesas, pierden toda credibilidad, ya que los acuerdos en la fundamental serían simplemente ratificados en la accesoria por el brazo político. Se trataría en el fondo de una partida a dos, entre ETA y Zapatero, únicos jugadores efectivos, y con la Constitución sobre el tapete para satisfacer las aspiraciones de la organización terrorista. Sin entrar a discutir si ello es razonable, que no lo parece, hay una cuestión previa cuya sombra ya planeó sobre el episodio del Estatut: nada autoriza a José Luis Rodríguez Zapatero, presidente de un Gobierno constitucional, para poner en marcha un proceso político con un contenido explícito que ya de entrada es manifiestamente opuesto, no a valores constitucionales o a una legalidad difusa, sino al espíritu y a la letra de la ley fundamental de 1978.

Si lo juzga indispensable, en su papel de adalid de la paz, tiene el deber, y habría que recordarle desde todos los ángulos e instituciones ese deber, de convocar elecciones, presentándose ante los españoles con un programa en el cual figurase explícitamente esa voluntad de otorgar a los vascos -incluyendo por fuerza a los navarros-, una capacidad de decisión sobre su destino político que la Constitución vigente no autoriza, a efectos de lograr la paz a cualquier precio.

Pero siempre sería mejor que la falsedad del relato made in ETA fuera constatada, aunque ello supusiera un enfado para la banda y sus voceros políticos. Y para ello no basta con la negación pura y simple, ni hay razón para el aplazamiento de información anunciado por Rubalcaba: bastaría con acotar el campo de la contrapartida gubernamental a la tregua. De ser razonable la concesión, la mayoría de los vascos y de los españoles en su conjunto lo entenderían. Otra cosa es jugar con fuego, dejando por entero a ETA la iniciativa en cuanto a la creación de imagen del proceso.


(Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político en la Universidad Complutense de Madrid)