Artículo de Antonio Elorza
en “El País” del 30 de julio de 2010
Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para
incluirlo en este sitio web.
Nada refleja mejor la maraña que ha envuelto al tema
del Estatut que el interminable debate sobre la
condición nacional de Cataluña, reconocida en su preámbulo. Por ello, hace
meses que la oposición de un notable constitucionalista disipó la posibilidad
de un acuerdo "progresista" sobre el conjunto del texto, y ahora la
sentencia corta el nudo gordiano pronunciando una obviedad, pues no otra cosa
es advertir que una declaración incluida en un preámbulo carece de efectos
normativos, con un añadido que lía un poco más las cosas al acentuar los
perfiles de dicha restricción. Curiosamente, si abandonamos la polémica y
regresamos al polémico texto, las sombras desaparecen.
Los redactores del Estatut
describían una situación real, indiscutible, de afirmación por el Parlamento
catalán en nombre de una mayoría de los catalanes, en el sentido de que
Cataluña es una nación. La siguiente frase parecía anunciar un refrendo
infundado del reconocimiento constitucional de dicha propuesta, pero a
continuación la ambigüedad se desvanecía al advertir que tal reconocimiento por
la Constitución de la "realidad nacional" se da en cuanto
nacionalidad. La jerarquía entre nación y nacionalidad quedaba establecida así
desde el mismo preámbulo, sin necesidad de proceder a una reafirmación tajante
de la nación única, la española, con el consiguiente efecto de desafío. Un
guante que como vemos está siendo recogido.
No importa si el PP resulta o no desautorizado. Cuenta
ante todo la imbricación de los contenidos jurídico-políticos de la sentencia
con el estado colectivo de irritación, impulsado por los líderes políticos y de
opinión en la sociedad catalana. Derecho Constitucional y análisis
psicológico-social han de conjugarse si aspiramos a un balance ponderado. Esta
exigencia es tanto mayor cuanto que en todo el proceso la incomprensible
tardanza, los cuatro años de espera por parte del Tribunal Constitucional (TC),
se han convertido en un poderoso estímulo para la radicalización de las
posiciones y para el desprestigio del ordenamiento constitucional español.
Resulta erróneo estimar que el contenido jurídico de la sentencia pueda
mantenerse inmunizado ante la contaminación de ese ambiente malsano de espera
interminable y perniciosas filtraciones. Los tejemanejes en torno al TC han
proporcionado un argumento inmejorable a aquellos dispuestos
a descalificar toda decisión que no sea el visto bueno in toto
para el texto de 2006.
Claro que eso no es todo. La situación recuerda las
negociaciones en el 68 de los dirigentes checos apresados en Moscú con Brezhnev y su séquito. Por norma, en toda negociación entre
partidos hermanos había que aprobar una declaración común, y los soviéticos
presentaron el suyo. Solo que cada vez que la comisión checa les llevaba
propuestas de modificación, los soviéticos las rechazaban sin mirarlas. En el
caso catalán, la historia se repite: la menor alteración del texto originario
resulta una afrenta. Toda opinión discordante, un atentado contra la democracia
catalana desde el centralismo español. Un escenario sumamente peligroso para
todos, salvo para los independentistas catalanes, que tuvo su origen en la
insensata proclamación por Zapatero del ámbito catalán de decisión en noviembre
de 2003. De ahí surgió una legitimidad para el ejercicio de un poder
constituyente catalán, que las Cortes de Madrid convalidarían, como así
hicieron, sin que las exigencias derivables de la Constitución española
debieran ser tenidas en cuenta. La simple existencia de un Tribunal
Constitucional se volvía intolerable ante su posible aceptación de eventuales
recursos. Zapatero dijo que tocaba a los catalanes decidir y al Gobierno
socialista de Madrid convalidar. La manifestación del día 10 llevó por lema Nosaltres decidím! Lógico.
En contra de tantas críticas recibidas, tal vez la
sentencia aprobada se encuentre entre las mejores posibles. Aplicando el lema fortiter in re, suaviter in modo,
renuncia a seguir la vía sugerida por el recurso del PP de múltiples
anulaciones de artículos del Estatut para centrarse
en la reconducción de aspectos esenciales. No se trata de que la sentencia
apruebe o niegue la constitucionalidad del Estatut,
sino de que elimina las aristas, incluso al precio de incurrir en alguna
ambigüedad (el catalán, lengua vehicular) hasta convertir al Estatut, mediante un número reducido de anulaciones y uno
mayor de reinterpretaciones, en una norma constitucional. La primacía
constitucional sobre un estatuto no podía ser discutida, y no lo ha sido, con
un inteligente giro al convertir la bilateralidad en cooperación. El vértice
del poder judicial es estatal, así como la primacía en la regulación de
competencias compartidas; la promoción del catalán no puede llevar a la subalternidad del castellano; el privilegio en la
financiación estatal resulta corregido; la disponibilidad lingüística excluye
todo atentado a la paridad de las lenguas.
Demasiado, por si no bastase la afrenta de tocar lo
intocable. Pero el problema es de fondo y remite al secular desfase de Cataluña
respecto de la trayectoria histórica española. La conclusión para los
manifestantes es bien simple: "Constitución española, ¿para qué?". Es
tiempo de releer La pell de brau,
La piel de toro, de Salvador Espríu, asumiendo que
solo hay un camino para reencontrar la fraternidad perdida: Escolta Sepharad, els homes
no poden ser si no son lliures. Y libertad implica
derecho y renuncia a la demagogia.