ORTOTIPOGRAFÍA DE LA NACIÓN

 

 Artículo de Arcadi Espada en “El Mundo” del 16.12.06

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

Querido J:

Haciendo estiramientos antes de escribirte leía un gran libro de Juan José Sebreli. De Sebreli hemos hablado alguna vez. Debes de recordar la gran entrevista que le hizo Iván Tubau, y su ensayo canónico El asedio a la modernidad. Hace un par de años publicó Las aventuras de la vanguardia, que es un libro prácticamente desconocido por aquí, y un libro muy importante. Su objetivo central es la indagación de un problema central de la estética (y de la ética) contemporáneas: ¿por qué el realismo dejó de ser conciencia de la modernidad? Es decir, por qué el pensamiento convencional identifica moderno con abstracción (da igual que sea pictórica o literaria) y aún más: con izquierda. Hay una llamativa proximidad entre Sebreli y Tomás Llorens, gran profesor, gran crítico y patrón de la Thyssen, que lleva ya tiempo planteando la misma cuestión y que ha vuelto a hacerlo ahora en la maravillosa exposición Sargent/Sorolla que muestra la Thyssen.

Bien: cojo aire, porque la revolera es casi exagerada. Leyendo a Sebreli me encontré con un apunte sobre Goya que ilustra la escasa fortuna que la racionalidad y el realismo han tenido en España: «Contemporáneo de Fuseli y de Blake fue Francisco de Goya, cuyos grabados llamados Caprichos y sus pinturas negras de la Quinta del Sordo suelen ser interpretados como otra forma de irracionalismo prerromántico. Esto no es así. Goya era un representante de las ideas ilustradas, no un romántico, y por ello sufrió persecución en la España oscurantista. Su dibujo El sueño de la razón produce monstruos, que pasa por ser un ataque al racionalismo, muestra, por el contrario, que cuando la razón -representada por una figura durmiente sobre un libro- abandona la vigilia, surgen los monstruos engendrados por la superstición, la ignorancia y el fanatismo». ¡Cuántas veces no habremos leído exactamente lo contrario! En España la vinculación entre ese grabado y el irracionalismo es una idée reçue y sirve de maravilla para tertulias, columnas y todo tipo de postales.

Bien. Teníamos algo pendiente y el estiramiento ha sido útil. El párrafo del reciente artículo de Patxo Unzueta sobre los intelectuales y la palabra nación. «Hasta los años 90 gran parte de los intelectuales españoles admitían la definición de Euskadi (y de Cataluña) como nación. Fue a partir del pacto de Lizarra (que identificaba tal definición con derecho unilateral a la separación) y del planteamiento implícito de condicionar la retirada de ETA al reconocimiento de ese derecho, cuando se produjo la retirada de esa posición hacia la estricta definición constitucional: hay una nación política, España, compuesta por nacionalidades y regiones». ¿Gran parte de intelectuales? Es muy imprecisa esa gran parte. Desde luego no incluye al propio Unzueta. En un artículo de marzo de 1996, e ironizando sobre la posibilidad de que el pacto entre Aznar y Pujol incluyera el reconocimiento, por parte del Partido Popular, de la personalidad nacional de Cataluña (que no lo tuvo), Unzueta escribía: «Nadie ignora que lo que esa exigencia [el reconocimiento de Cataluña como nación] plantea es, sobre todo, que se reconozca que España no lo es [nación]». Era en 1996, dos años antes del Pacto de Lizarra. Pero creo que Unzueta tiene razón, hablando de una manera general. La pasividad intelectual (como mínimo pasividad) ha dado carta de naturaleza al desafuero político.

En efecto: el adormecimiento de la razón produce monstruos y la actitud de muchos intelectuales españoles respecto a una de sus obligaciones de oficio, esto es, la protección del sentido de las palabras, ha sido lamentable. Desde luego, la palabra nación es un ejemplo emblemático de esta subasta del sentido. Pero no es el único. El concepto de lengua propia es otro ejemplo de una cegadora claridad. ¿Quién debía haber levantado la mano, en Cataluña y en España, ante una locución sin la menor solvencia científica y cuya presencia en el debate político y jurídico sólo tenía por objeto el encubrimiento de una serie de mentiras: mentira a) que los territorios tienen lenguas, y mentira b) que la lengua más usada por los catalanes era (y es) el catalán? Los intelectuales, grosso modo, no levantaron la mano, salvo las conocidas (y tiroteadas) excepciones de Federico Jiménez Losantos y el grupo formado en torno del manifiesto de los 2.300. No levantaron la mano y la circulación del absurdo concepto (ni menos ni más absurdo que el de realidad nacional) ha amparado a la discriminación, y sobre todo la estupidez, en la España contemporánea.

No debe olvidarse que la destrucción del sentido, respecto a los problemas nacionalistas, arranca del mismo texto constitucional. Aunque es cierto que había un remoto antecedente catalán que la hacía sinónimo de nación cultural, nacionalidad era una palabra perpleja en el mismo momento de nacer. Nadie sabe qué quiere decir, ni tampoco lo que ha significado en el proceso español. Las peripecias constitucionales con el sentido podrían interpretarse como el último y definitivo pago a la dictadura. Podrían. Mucho más desmoralizador es que las peripecias hayan continuado después, sin que los intelectuales ni los políticos hayan reclamado un pacto por el sentido común, rescatando sentido común de su erosión por el uso e interpretando la locución como el «significado de todos». Parece muy difícil, por ejemplo, que sin ese pacto entre demócratas pueda llegarse a algún resultado estable en la negociación con los terroristas.

El uso de la palabra nación en el debate político y cultural español ha sido un gran ejemplo de frivolidad. Nación, modernamente, sólo quiere decir Estado, y el resto es bullshit, estiércol de toro. Esa idea, por ejemplo, tan sumamente anacrónica, inútil, de la nación cultural, como si tuviera algún sentido moderno identificar a los habitantes de un lugar por una lengua, una etnia o una tradición. En España no hay ninguna nación cultural, en ese sentido monista. No lo es Cataluña, donde hay, al menos, dos lenguas, y muchas tradiciones. Tampoco el País Vasco ni Galicia. Y tampoco lo son ni España ni Europa, aunque uno de los más bellos discursos políticos que se han escrito nunca sea el de tu querido Jules Benda a la Nación europea.

La frivolidad y la ausencia de sentido crítico han llegado a un límite inexplicable, y sopeso, vaya si sopeso. Hay un libro por ahí, que acaban de imprimir, donde se da una solución no ya semántica al caso español, sino ¡ortotipográfica! Pásmate: dice el sumario profesor que en España está la Nación (mayúscula) y luego las naciones (minúsculas), y que está claro, che, que estamos en una Nación de naciones. Desde luego: una nación, una mema muñeca rusa, cuya primera universidad en un ranking mundial de 500 ocupa la plaza 171, según un estudio reciente, y que no parece en absoluto improvisado, de la Universidad china de Jiao Tong.

A veces comparo la tarada vida española con la célebre farsa de Sokal, que les endosó un artículo incomprensible al consejo de redacción de Social Text, la posmoderna revista de la Universidad de Duke. Parece, en efecto, que esa vida se proponga como farsa a la espera de que alguien diga: «¡Mentira!».

Pero los días van pasando.

Sigue con salud.

A.