HAY QUE CERRAR EL ESTADO DE LAS AUTONOMÍAS

 

 Artículo de José Javier Esparza  en “El Semanal Digital” del  03/05/05

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

El problema nacional, el único que es específicamente nuestro desde que hay algo llamado España, es la articulación del centro y la periferia, de la fuerza centrípeta y de la fuerza centrífuga, del hecho integral y del hecho diferencial. Es un problema que arranca de la propia conformación nacional española, que no es homogénea, uniformizadora, moderna, sino que responde a una textura heterogénea, pre-moderna. La historia de España, desde el siglo XVI, puede contarse a partir de esa clave. No es necesariamente un problema de territorios –Castilla contra el litoral–, ni de identidades –lo castellanoespañol contra lo "otro" ibérico–, aunque pueda revestir esas formas. Es más bien un problema de espíritu, de convicciones, de voluntad: la voluntad de ser nación contra la voluntad de ser otra cosa –voluntad de cantón, de confederación, de secesión. Toda la literatura sobre el "problema nacional" gravita en torno a este asunto. No deberíamos haber abandonado esas lecturas.

El Estado de las Autonomías no era, en teoría, mala solución: levantaba acta de la textura plural de lo español con márgenes amplios de autogobierno y mantenía los elementos esenciales del Estado unitario moderno. Pero el sistema descansaba sobre arenas movedizas: el compromiso entre los partidos nacionales y unos nacionalismos periféricos sobrerrepresentados, arbitrariamente convertidos en únicos interlocutores de sus territorios, estúpidamente legitimados por la incapacidad del "centro" para enunciar un discurso de unidad nacional y, para colmo, beneficiados por un sistema electoral deficiente. La periferia tiró hacia afuera, según su naturaleza; el centro no tiró hacia adentro, cual hubiera sido su deber. Lo que hoy estamos viviendo, la reforma de los estatutos, sólo es un capítulo más. Vendrán nuevos episodios –y siempre irán en el mismo sentido.

Ningún Estado puede vivir en permanente proceso de construcción y desconstrucción. Cualquier comunidad política necesita contar con la certidumbre de que pertenecemos a algo. Es esa certidumbre la que predispone a los ciudadanos a reconocer el ámbito de sus derechos y a cumplir con sus deberes. De lo contrario, las razones para vivir juntos desaparecen. El particularismo de uno conduce necesariamente al particularismo de todos y cada uno. Puede manifestarse como reivindicación identitaria, pero también como egoísmo fiscal o simple desafección política… Entonces el conjunto nacional se convierte en una letal suma de fuerzas centrípetas; todos nos convertimos en periferia, el centro desaparece. Un buen día uno se levanta y constata que ya no hay país.

Los políticos no tienen en su mano resolver el problema histórico de España, pero sí pueden solucionar su dimensión política. A fecha de hoy, eso pasa por cegar la fuente de la disgregación, cerrar las expectativas siempre abiertas de quienes aspiran a un crecimiento sin fin de la periferia en perjuicio del centro del sistema. En román paladino: cerrar el Estado de las Autonomías, dar por concluida la descentralización. Se trata de que el centro –la voluntad de ser nación– tire hacia adentro. Naturalmente, los nacionalistas se enfadarán. Pero, ¿es que han dejado de estar enfadados alguna vez?