LA RUINA INSTITUCIONAL
Artículo de Ángel Expósito Mora, Director de ABC, en “ABC”
del 19 de abril de 2010
Por su interés y relevancia he
seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.
Aquí alguien
se está volviendo loco o nos estamos volviendo locos todos. Lo que construyeron
los padres de mi generación está siendo destruido sin consideración alguna; a
lo bestia, paso a paso. España va camino de un deterioro institucional sin
precedentes, porque lo ocurrido el pasado martes en la Facultad de Medicina de
la Universidad Complutense de Madrid en contra del Tribunal Supremo, y en
supuesto apoyo al juez Baltasar Garzón del que él mismo reniega, supone un
antes y un después en el desbarajuste de los cimientos del Estado. Más allá de
ideologías y de Gobiernos concretos o de partidos políticos y líderes con
nombres y apellidos, lo que está pasando en España debería hacernos pensar. Es
más, debe preocuparnos.
Que todo
un rector, nada más y nada menos que el rector de la Universidad Complutense de
Madrid, amparara la humillación del Tribunal Supremo no sólo fue un disparate,
¡qué va!, fue un punto de inflexión. Porque se trata de quien debería ser una
de las figuras más importantes del sistema educativo español, si no la mayor. Y
si al rector le acompañaban un ex fiscal jefe anticorrupción, un secretario de
Estado -y mucho más que supone en el seno del PSOE- y los líderes de los
sindicatos mayoritarios, entonces estamos hablando no de un paso más en la desinstitucionalización,
sino de una zancada hacia no se sabe dónde.
Insisto;
no considero que se trate de una cuestión ideológica. Es mucho más importante.
¿Nos imaginamos al rector de la Universidad de Nueva York y a un ex fiscal de
los Estados Unidos acompañados de los principales sindicatos norteamericanos
impasibles y aplaudiendo ante la acusación de que el Tribunal Supremo de su
país está formado por jueces corruptos, fascistas y/o torturadores? ¿Nos
imaginamos a esos mismos señores, junto a alguna actriz -que no se pierde una,
por cierto- riendo y felicitándose bajo una bandera que no fuera la de barras y
estrellas, como aquí ocurrió con una farsa de bandera republicana? Y sigo con
mis preguntas sin respuestas serias: ¿nos podemos llegar a imaginar a un
político alemán presionando y hasta ridiculizando a su Tribunal Constitucional?
¿Y a un político francés ocultando lo que sus Fuerzas Armadas hacen y por lo
que sangran, literalmente, en cualquier teatro de operaciones del mundo?
Pues
aquí, sí. Aquí nos carcajeamos a la cara del Tribunal Constitucional, si bien
es cierto que el propio Alto Tribunal ayuda mucho al esperpento, no reconocemos
por extraños complejos a nuestros soldados muertos en combate, aplaudimos y nos
reímos ante una farsa de bandera española y, para colmo y fin de fiesta, hay
quien llama corruptos, fascistas y torturadores a los magistrados del Tribunal
Supremo de España. Sí, sí, a los magistrados del Tribunal Supremo de España. Se
me cae la cara de vergüenza hasta de tener que escribirlo. Porque aquí, en esta
piel de toro, un sindicalista grita en público que el gobernador del Banco de
España ha de irse «a su puta casa» y no pasa nada -ver ABC del 11 de octubre de
2009-, exactamente igual que pintarrajeamos una bandera o insultamos a los jueces.
¿No nos estaremos volviendo todos locos?
No se
trata únicamente de buscar culpables, que también, sino de plantear un problema
en el que, como siempre, se puede repartir leña para todo el mundo. Por un
lado, los medios de comunicación porque participamos en esta orquesta absurda
de dimes y diretes, si bien es cierto que unos más que otros; por otra parte,
la política y sus representantes, porque no dan la talla al negarse a exclamar
a los cuatro vientos la gravedad del problema, más bien todo lo contrario, y a
la vez alimentan la insensatez por un interés electoral de pasado mañana. Y,
cómo no, las propias instituciones que profundizan como nadie en su
desprestigio. Los ejemplos abundan, pero me detengo en las togas porque el
espectáculo del Tribunal Constitucional resulta inenarrable y, lo que es peor,
irrecuperable para generaciones futuras. Y porque sobre el Tribunal Supremo se
ha vertido un escupitajo enorme e injusto, un insulto incalificable hacia quien
lo preside. Y así, hasta el Banco de España, la Universidad... Por favor, que
alguien explique cómo podremos argumentar a unos chavales españoles recién
llegados a estas mismas facultades universitarias que hay que respetar los
valores y los principios, si todo un rector de la Complutense hace lo que hizo.
O cómo vamos a pedir respeto por la bandera o por la Nación, si el
Constitucional no publica una sentencia porque a alguien no le conviene. Y me
repregunto: ¿cómo podemos estar tan ciegos ante el deterioro desesperado al que
estamos sometiendo a las Instituciones, a las columnas vertebrales que
sustentan el Estado, que soportan a España y a los españoles?
El
periodista, médico y, sobre todo, pensador Joaquín Navarro Valls me dijo meses
atrás que el problema de la juventud no es su propia falta de valores, que
también, sino la escasez y ausencia de esos mismos valores entre los padres de
esos jóvenes. Es decir, entre nosotros, -otra vez, ver ABC del 9 de septiembre
de 2009- y tiene toda la razón. Porque lo que estamos haciendo o, mejor dicho,
lo que estamos destruyendo se lo vamos a dejar a ellos. Y serán ellos los que
se acaben marchando de España o nos terminen echando de las ruinas restantes.
Junto a un buen amigo pude reconstruir hace un par de días la infancia de
nuestros padres. Uno, su padre, tuvo durante media existencia la cara
atravesada por un agujero causado por un balazo durante la Guerra Civil, que le
perforaba desde una mandíbula hasta el lado opuesto del cuello. El otro, mi
padre, se ataba a las espinillas, con cuerdas de pita, las suelas que
encontraba en la basura de un Madrid de la posguerra para fabricarse su propio
calzado. Décadas después, el uno y el otro, y otros tantos millones de
españoles, produjeron una Transición democrática envidiable y fabricaron un
armazón institucional que ha sido ejemplo en el mundo entero y que milímetro a
milímetro estamos derrumbando. Sin cortarnos un pelo. Sin vergüenza alguna y
sin medir las consecuencias.
De
seguir así, a nuestros hijos no podremos explicarles el desastre, pero hay algo
peor: ¿cómo les diremos a nuestros padres lo que hemos sido capaces de destruir
en un abrir y cerrar de ojos, cuando a ellos les costó su sangre, su libertad,
su esfuerzo, sus renuncias y la vida entera? Es necesario más que nunca un
refuerzo de las Instituciones españolas antes de que sea demasiado tarde. Desde
la política, desde las propias sedes institucionales y desde estos nuestros
medios, los que podamos debemos clamar por el respeto y por el afianzamiento de
los valores de nuestros padres, que, desde cualquier color, nos hicieron a
nosotros y reconstruyeron esta España desde la más repugnante de las guerras.
Y lo
vamos a hacer, porque o metemos esa marcha atrás en esta enloquecida carrera
hacia el precipicio o nuestros hijos nos dirán, sin reparar en ideologías ni en
partidos, y escupiéndonos en los libros de Historia: «Papá y mamá, habéis
destrozado lo que hicieron los abuelos». Y, para nuestro ridículo, tendrán
razón.