¿QUÉ LE PASA A LA IZQUIERDA?

 

 Artículo de Fernando Fernández Méndez de Andés,  Rector de la Universidad Antonio de Nebrija,  en “ABC” del 10.11.06

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. 

 

LA polarización de la vida pública española es insostenible, aunque ha llegado a ser aceptada como normal y hasta deseable por sus actores principales. Tanto que hasta 59 segundos, ese programa de debate en TVE 1 que se publicita como símbolo del nuevo talante, ya no disimula y agrupa a los periodistas físicamente por ideologías, para que no se contaminen, para que no puedan intercambiar palabras de complicidad, confianza o amistad ni siquiera fuera de antena. Y así el debate se convierte en una aburrida sucesión de monólogos perfectamente previsibles.

José Ignacio Wert escribía hace unos días un artículo magistral en El País que probablemente tendrá poco éxito porque no se apunta al trincherismo dominante. En él atribuía la crispación política a la selección de una agenda radical por parte del Gobierno y aconsejaba al Partido Popular desmarcarse de la misma. Una agenda radical que se presenta como el gran descubrimiento del genio político del presidente Zapatero que ha permitido a la izquierda recuperar el poder. Una agenda tan radical que ha calado en la opinión pública hasta el punto que Forges, ese maestro de humoristas, se ve empujado inconscientemente al sectarismo y publica chistes como el del pasado 27 de octubre en el que dibuja al tridente maligno (Acebes, Rajoy y Aznar) alegrándose de que ETA robe pistolas. Dejo a mis avispados lectores sacar las consecuencias nada subliminales de esa aseveración. Un clima tan enfermizo que lleva al otrora periódico independiente de la mañana, cuando le queman el coche al vicepresidente de la Comunidad de Madrid, a insinuar en grandes titulares que de sus sospechosas amistades con corruptos constructores vienen esos lodos en forma de gasóleo. Pero también un ambiente tan enrarecido que provoca que este periódico sea acusado de tibieza y entreguismo por no apuntarse al carro de la locura y no contribuir a propagar la idea de que España y Venezuela son la misma cosa, una república bananera.

Se ha convertido en moda intelectual entre los progresistas interrogarse, en aparente acto de contrición, por las razones que han echado al monte a la derecha. Pero la pregunta objetivamente relevante es qué le pasa a la izquierda, por qué ha abandonado completamente sus posiciones históricas, sostenidas con encomiable aplomo y dignidad desde la Transición, por qué ha roto las reglas de juego del consenso en temas básicos como la estructura territorial, la lucha antiterrorista, las alianzas internacionales o la cuestión religiosa. Descartando la maldad intrínseca de los protagonistas de ese vuelco programático, hipótesis que irracionalmente siguen sosteniendo algunos aprendices de Maquiavelo, la explicación convencional pasa por las ansias de poder. Asustada la izquierda al verse condenada a años de oposición idea una alianza a sangre y fuego con los nacionalistas. Recordar que antes del 11-M el PSOE estaba perdido y convencido de que los populares les habían robado la cartera para muchos años no puede escandalizar a nadie ni interpretarse cínicamente como un intento de restar legitimidad alguna al gobierno. El estado de opinión en España en fechas tan cercanas en el tiempo cronológico como tan distantes en el tempo político es, sencillamente, un dato científico fundamental para explicar lo que ha venido después.

Esta interpretación convencional del giro copernicano del socialismo español, que se ha cobrado un número de bajas personales sólo comparable con el que se produjo en la derecha a la salida del franquismo, tiene mérito. Pero, permítanme el atrevimiento, es incompleta. Les propongo una hipótesis adicional, más complementaria que alternativa de la anterior. La izquierda ha caído víctima de su propia visión mesiánica y maniquea del mundo. En un país de monjes y soldados en el que escasean los comerciantes y artesanos, el socialismo ha vuelto a sus orígenes intelectuales, marxistas, y se ha convertido en una nueva religión laica, pero con renovados bríos imperialistas. Del republicanismo ciudadano hemos pasado sin solución de continuidad al buenismo político, al discurso de la paz universal, al catecismo ecológico. De tanto antiamericanismo juvenil, de tanto discurso anti-Bush, la izquierda ha pasado sutil y muy hábilmente a hacer política a la americana, a predicar la superioridad moral de la España plural, la nación de naciones, y el diálogo de civilizaciones. Ha adoptado el mismo tono fundamentalista que tanto critica al otro lado del Atlántico pero con un objetivo más pueblerino que global y más oportunista que estratégico. Así condena a la oposición a las llamas del Averno de la extrema derecha, mientras Bush hace lo propio con los Estados del Imperio del Mal.

La derecha española se mueve con grandes dificultades en esa agenda. No puede solamente argumentar sus valores tradicionales, anclados en la civilización judeocristiana, porque están en retirada en toda Europa. Tampoco resulta del todo creíble cuando entona el discurso de la libertad y la solidaridad porque, por si acaso, el Gobierno ha recurrido al rayo que no cesa de la manipulación histórica y la memoria sesgada. Y para colmo, la buena coyuntura económica internacional, y la sensatez monocorde del vicepresidente Solbes, le ha privado de su mejor baza electoral, la identificación del socialismo con el despilfarro. La izquierda ha encontrada por fin un filón electoral. No le importan las consecuencias a medio plazo, porque la política ya no es cosa de hombres de Estado, sino de profesionales del poder. Por eso, las palabras, las leyes, los compromisos electorales se vacían de contenido y se amoldan a la conveniencia partidista enmascarada de realidad social.

Los populares se enfrentan a uno de esos dilemas históricos que darán la medida de su grandeza. Pueden aceptar la agenda del enfrentamiento y la crispación, apelando a la política de los extremos. Quizás les salga bien, en términos estrictamente electorales, sobre todo si agitan el enfrentamiento entre comunidades propiciado por los fantasmas del Cantón de Cartagena y el anticlericalismo. Pero pueden también ayudar a la izquierda a recuperar la cordura, centrando el debate político en los temas que preocupan a los españoles como la inmigración, la educación o el progreso económico. Ahora que están de moda los expertos internacionales en negociación, acabaré citando a dos clásicos, Fisher y Ury, que recomendaban huir de las discusiones de principios para centrarse en aspectos técnicos concretos sobre los que siempre es posible llegar a acuerdos razonables. Así podremos tener por fin un país tan aburrido como el que describía Churchill, pero también tan próspero, tan democrático y tan envidiado. Claro que para eso hace falta también que la izquierda se baje del burro.