Es un problema de ciudadanía

 

 Artículo de FELIPE GONZÁLEZ  en “El País” del 31/03/2005


Felipe González es ex presidente del Gobierno español.

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

El debate territorial es cada vez más confuso. Se están mezclando cuestiones de identidad con reformas en los sistemas de financiación que pueden romper elementos básicos de cohesión o propuestas en las que subyace la autodeterminación, quebrando la ciudadanía como elemento sustancial de pertenencia. Necesitamos encontrar líneas de comprensión básica sobre los temas de los que se está hablando.

Este espacio público que compartimos como ciudadanos, que identificamos como España, tiene una realidad histórica de profundas raíces sobre la que no necesitaríamos exagerar ni mitologías ni imaginarios desmesurados. Es lo que es, a lo largo de una historia que, comparativamente, se prolonga más allá en el tiempo que la mayoría de las historias de los países que conforman lo que llamamos comunidad internacional.

Sin afanes polémicos debemos reconocer que la historia contemporánea no nos ha permitido disfrutar de la condición de ciudadanos, como portadores de derechos y obligaciones iguales, aceptando y respetando el pluralismo de las ideas y, aún menos, nos ha permitido reconocer la diversidad de sentimientos de pertenencia. Los ensayos para construir ciudadanía han sido pocos y fracasados. Menos han sido los que se han querido aproximar al reconocimiento de la diversidad como una riqueza compartida, compatible con la cohesión del conjunto.

Éste fue el principal esfuerzo de lo que llamamos la transición española, que cuajó en un texto constitucional basado en la ciudadanía, con vocación incluyente de la pluralidad de las ideas y de la diversidad de lenguas e identidades que integran la realidad de España como nación.

Así transitamos desde un poder autoritario y centralista, que ha sido la regla del Estado-nación desde su creación, hasta un poder democrático y políticamente descentralizado que siempre fue la excepción. Ahora, más de un cuarto de siglo después, el fruto está a la vista. La ciudadanía es un valor adquirido y nadie pone en cuestión la libertad de las ideas y la igualdad ante la ley, que constituyen sus pilares básicos, como tampoco se niega la descentralización del poder que ha dado cabida a una distribución de competencias que lo acerca a los ciudadanos y facilita el encaje de los diversos sentimientos de pertenencia.

Para mantener esta dinámica, incluso para reforzarla si se quiere, hay que tener en cuenta que el fundamento de la convivencia en democracia es la ciudadanía. Se gobierna la ciudadanía en el espacio público que se comparte y sólo se mantiene la gobernanza si se respeta la pluralidad de las ideas y la cohesión entre los ciudadanos que nace de la igualdad ante la ley. A veces expresamos esta idea como solidaridad entre territorios, pero la cohesión es un problema de ciudadanía, no de territorios. Por eso resulta confuso, aunque sea frecuente, hablar de solidaridad entre las comunidades autónomas en términos semejantes a como se habla de solidaridad cuando se aplican fondos estructurales entre los países de la Unión Europea.

Si se gobierna sobre el espacio público de ciudadanos que llamamos España, los responsables políticos tienen la obligación, que se corresponde con los derechos universales a la educación o a la asistencia sanitaria, por ejemplo, de tratar por igual a todos, sin discriminar en relación con el lugar en que se vive en el territorio. Y para hacer verdad la igualdad de derechos, el esfuerzo en estas materias, como en otras, siempre es diferente a lo largo del tiempo. No es lo mismo la financiación de la educación básica en una zona de montaña con poca densidad, que en otra urbana y densa. Tampoco lo es si se tienen que conocer lenguas diferentes.

Este razonamiento se puede hacer extensivo a la ordenación del territorio, a la organización de servicios que generan igualdad o desigualdad de oportunidades como telecomunicaciones, energía, agua, etcétera. Y en todos estos supuestos no hay límite temporal, ni transferencias de renta entre territorios, sino entre ciudadanos que poseen más y ciudadanos que poseen menos, que viven en unas condiciones o en otras en cualquier lugar de ese espacio público que se gobierna.

Ningún gobernante sería aceptado si afirmara que en un plazo determinado de tiempo suprimiría las transferencias necesarias para financiar servicios universales en el conjunto del territorio. Como ciudadanos y ciudadanas españoles tenemos los mismos derechos y las mismas obligaciones básicas, habitemos en un lugar o en otro del territorio. La distribución de competencias entre las comunidades autónomas no puede alterar la condición básica de ciudadanía, ni menoscabar la responsabilidad de los gobernantes del conjunto del territorio.

Esta realidad no es comparable con la que se deriva de la pertenencia a la Unión Europea, como en ocasiones se suele argumentar. Las transferencias son acordadas entre unidades nacionales independientes, con soberanías diferenciadas que tienden a compartirse mediante pactos entre esos conjuntos estatales. Esos pactos entre poderes representativos de distintas ciudadanías pueden tener los límites que se quieran sin afectar a las respectivas ciudadanías nacionales.

En algunos casos se va más lejos y se habla directamente de soberanía originaria basada en la identidad o en el concepto de pueblo y no en la ciudadanía. Subyace, con mayor o menor claridad, un supuesto derecho de autodeterminación que mezcla territorio y pueblo en un mar de confusiones y de deseos irredentistas que contradicen directamente la ciudadanía.

La realidad, cuando esto se plantea, es que aflora el conflicto fundamental de la democracia: organización de la convivencia basada en la ciudada-nía o en la identidad como pertenencia. La ciudadanía como fundamento de la convivencia garantiza la igualdad entre todos, el respeto a la pluralidad de las ideas e incluye el reconocimiento del sentimiento de pertenencia. Pero este sentimiento de pertenencia no es unívoco y por eso no es codificable, como los elementos de la ciudadanía. Se pueden codificar los derechos y obligaciones de los ciudadanos, pero no hay decálogos que definan la identidad. Cada ciudadano puede sentirse vasco, andaluz o gallego, y puede hacerlo sintiéndose a la vez español o europeo, o no. Nada ni nadie puede obligarlo. Sin embargo, como ciudadanos no pueden tener más derechos y obligaciones que otros, ni menos. Todos tendremos los que legalmente nos correspondan. Las dos aproximaciones señaladas, que en algunos casos se dan al mismo tiempo, conducen a la ruptura de la cohesión y al cuestionamiento de la idea básica de ciudadanía. Tenemos que reformar la Constitución para adaptarla a los requerimientos internos y externos. Lo mismo cabe decir de los Estatutos de Autonomía. Pero hacer este ejercicio olvidando lo creado puede conducir al disparate. Cada responsable político institucional debe tener en cuenta el papel del otro, ocupe el lugar que ocupe en la distribución del poder. Construir un sistema de convivencia basado en la libertad de los ciudadanos y respetuoso con sus derechos como tales es una tarea lenta y compleja. Destruirlo es más fácil y mucho más rápido.