NOS ENREDAMOS INNECESARIAMENTE

 

 

 Artículo de Felipe González en “El Periódico” del 10/02/2005

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

De visita en México hace poco más de un año, pregunté a mi amigo Nacho por las claves interpretativas de un conflicto surgido con un responsable político territorial que se había saltado las reglas de juego y actuado por su cuenta. Más tarde había participado y ganado unas elecciones, aceptando las reglas que pretendía saltarse. Nacho, con su estilo característico, difícilmente definible, me dijo: "No, sí. Este tipo se brincó, le levantaron la canasta y metió la reculativa".

Una tercera persona nos acompañaba. Miró con asombro a Nacho y después a mí, tratando de intuir si me había enterado de algo. No pude olvidar la anécdota. Sabía que Nacho lo había dicho todo y que su explicación había terminado.

Efectivamente, el personaje de referencia había decidido actuar al margen de las reglas, en una clara posición de desconocimiento de esa parte sustancial de la legitimidad que constituye la condición necesaria de cualquier acción o de cualquier propuesta, incluso cuando ésta sea avalada por una mayoría: se había brincado.

Los demás decidieron alejar los objetivos que pretendía tener a su alcance: le levantaron la canasta y dichos objetivos se hicieron imposibles.

El personaje de referencia recapacitó y volvió a situarse en el marco establecido por las reglas de juego que afectaban a todos y entre todos habían sido establecidas: metió la reculativa.

Contra lo que se pueda pensar, su aventura no terminó en exclusión, sino en recuperación de su espacio propio de acuerdo con el marco jurídico y esto le permitió competir democráticamente y ganar una contienda electoral.

En estos primeros días de febrero, viendo la cola del debate sobre el llamado plan Ibarretxe, me devolvía la memoria a la anécdota vivida, como una forma de desdramatizar lo que se presenta como un callejón sin salida o, si lo prefieren, como el paso previo al abismo de lo imposible.

Oigo o leo a José Ramón Recalde y a Joseba Arregi, con el sentimiento de proximidad que no experimento con otros, y sigo pensando que estamos ante un problema político de enorme envergadura que afecta a las reglas del juego y a los contenidos. Pero sobre todo me embarga la sensación de que no hay más camino, salvo que se recupere el respeto a las reglas y se acepten los contenidos del consenso básico.

Encontrado, más que recuperado --que también-- ese espacio, a través de la Constitución y de los estatutos que la desarrollaban, hemos ido forjando esa convivencia pacífica y libre, tan escasa en nuestra historia contemporánea. Un cuarto de siglo no es mucho para decir que el pasado está atrás, pero es más de lo que nunca tuvimos en este tiempo histórico de referencia.

EN MIS múltiples encuentros a través de este mundo de la globalización, he repetido hasta el aburrimiento la bondad de la descentralización, administrativa y política, por razones de eficacia en el servicio a los ciudadanos y por razones de respeto a la diversidad de identidades en las sociedades complejas. Añadiendo siempre que descentralizar no es centrifugar, si se quiere evitar la ruptura de la cohesión en el espacio público que se comparte.

Hoy, más que nunca, ante las reformas necesarias de la Constitución, para adaptarla con precisión y eficacia a las nuevas necesidades de conformación de la voluntad nacional, y ante las reformas estatutarias que se anuncian, habría que tener en cuenta este elemento sustancial de cohesión, comprendiendo que la redistribución del poder, entre el todo y las partes, no es un proceso de suma cero, sino de suma positiva para todos, si se mantiene la unidad del conjunto, o de pérdida y debilitamiento para todos, si esta unidad fundamentada en los elementos de cohesión se pone en riesgo.

En la descentralización hacia fuera, para construir el espacio común de la Unión Europea, se ve claramente que las competencias atribuidas a esta Unión no suponen una merma, un debilitamiento de las partes, sino un fortalecimiento de todos.

El fondo del razonamiento se mantiene, tanto si se descentraliza hacia dentro --las autonomías-- o hacia fuera --la Unión Europea--. La diferencia más notable es que mientras la descentralización hacia fuera se hace desde la soberanía de cada Estado para compartirla con los otros, la descentralización hacia dentro se hace desde la propia soberanía interna, manteniéndola en el conjunto más allá de la distribución competencial.

Así, la moneda es una expresión de soberanía compartida entre los que desean hacerlo. La política educativa de una autonomía es una competencia atribuida por la Constitución y los estatutos a esa comunidad, que asume la responsabilidad pero que no deja al margen la responsabilidad del poder central para mantener un equilibrio de igualdad de oportunidades educativas en el conjunto del territorio --elemento de cohesión--. Lo mismo cabría decir de la sanidad o de otros servicios que responden a derechos ciudadanos universalmente reconocidos.

Lo más inquietante del conocido como plan Ibarretxe, con cuyo contenido estoy en desacuerdo porque no tiene en cuenta la cohesión, ni el concepto básico de ciudadanía, es que se formula como una reforma estatutaria más allá de las competencias estatutarias de las instituciones autonómicas y desbordando la Constitución. En ambas normas se fundamenta la legitimidad democrática de su poder como gobierno.

Es decir, que si la propuesta fuera de reforma estatutaria, ampliando competencias en el marco de la Constitución, se debería discutir de ese contenido por razones de cohesión del conjunto, de igualdad entre ciudadanos o de criterios de otra índole propios de un debate democrático.

Pero si la propuesta se hace al margen de las reglas establecidas para todos, lo que hay que considerar, con carácter previo, es si la comunidad autónoma --Gobierno o Parlamento-- está legitimada para hacerlo.

SEGURAMENTE, el Parlamento vasco parte de que está legitimado, a mi juicio erróneamente, pero eso es lo que cabe decir desde el Parlamento nacional.

En el caso de que no acepten la posición del Parlamento nacional, si, de buena fe, creen que están dentro de las reglas establecidas por nuestro ordenamiento constitucional, tienen el derecho a reclamar ante el Tribunal Constitucional, o bien la posibilidad de rectificar su propuesta de reforma estatutaria.

El razonamiento es equivalente, en términos constitucionales, al que se correspondería con una propuesta del Gobierno o del Parlamento de España que no cumpliera ese mismo requerimiento previo.

Ni siquiera tomo en consideración el elemento de soberanía, porque incluso considerando a las Cortes Generales como las depositarias de ésta, no podría desconocer o alterar la Constitución en sus decisiones. Puede, sí, cambiar la Constitución, pero a través de los procedimientos establecidos en la misma, nunca saltándose esos procedimientos.

Por tanto, hay reglas que nos obligan a todos como ciudadanos, representantes y representados, que no podemos saltarnos, ni desconocer, si queremos mantener la democracia.

El plan Ibarretxe no cumple ese requerimiento y ni la mayoría parlamentaria ni la imposible del refrendo pueden subsanar ese defecto. Democráticamente sólo es posible la reconsideración de la propuesta por quien la hace, para ajustarla a las reglas de juego.