Artículo de Antonio Garrigues Walker en “ABC” del 20-5-08
Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que
sigue para incluirlo en este sitio web.
Hay -como
sucede en todas las ideologías- interpretaciones y sensibilidades distintas
sobre el liberalismo. Nadie debe arrogarse ni la definición ni la representación
del liberalismo auténtico. Sería ciertamente poco liberal. Una vez aceptado lo
anterior, conviene aclarar algunas otras cosas porque en este mundo político,
confuso y revuelto, la ideología liberal viene sufriendo manipulaciones
sectarias, groseras y abusivas.
Es un hecho innegable que tanto en la forma como, en alguna medida, en el
fondo, socialistas y conservadores -o en el lenguaje actual, centro derecha y
centro izquierda- se han visto forzados a aceptar la superioridad intelectual y
la mayor eficacia práctica de las concepciones liberales en casi todos los
terrenos y de manera muy especial en el económico. Nadie puede negar esa
realidad. Lo que sí puede y debe negarse categóricamente es que la simple
aceptación, tan forzada como parcial, de principios liberales, les convierta,
sin ningún otro esfuerzo, en liberales. El liberalismo conservador y el
socialismo liberal tienen algo -y a veces mucho- de contradicción en términos.
Existe un componente antiliberal en ambas ideologías que es imposible
disimular. No tienen, en síntesis, fe en el individuo ni están dispuestas a
centrar en él la acción política básica.
Son ideologías que han cumplido un papel decisivo en la historia y que lo
seguirán cumpliendo porque responden todavía a tendencias y aspiraciones
básicas del ser humano. Pero están viviendo momentos muy difíciles. El colapso
del marxismo, la aceleración de los cambios culturales, económicos y
tecnológicos, la progresiva dilución del concepto Nación-Estado unida a la
explosión de los nacionalismos, y el aumento de los niveles de complejidad en
las sociedades avanzadas, tienen sumidos a conservadores y socialistas en un
proceso de renovación y adaptación para el que no están preparados en forma
alguna. No saben ni qué hacer ni cómo empezar. Por ello han decidido ganar el
mayor tiempo posible aferrándose al liberalismo en lo que les conviene y en
todo lo demás al pragmatismo y al oportunismo más absolutos, aún cuando ellos
les conduzca -sobran ejemplos- a posiciones radicalmente contrarias a su
esencia ideológica tradicional.
Sin embargo -y por más que intenten ocultarlo- sus características básicas
acaban emanando de una u otra forma. A los conservadores les sigue gustando
conservar y a los socialistas, socializar. Y por ahí, ciertamente, no se va ni
se llega al futuro. La historia no está siendo escrita, ni va a ser escrita a
medio o largo plazo, en socialista o en conservador. La guía ideológica básica
va a ser liberal. «El liberalismo no es otra cosa -viene afirmando desde hace
tiempo Ralf Dahrendörf- que
una teoría política de la innovación y el cambio» y por ello es el sistema de
pensamiento que mejor se adapta a una época en la que el ser humano tiene que
estar decidido a liberarse (el liberalismo libera) de toda estructura que
oprima los nuevos valores, la nueva cultura y las nuevas opciones que están
surgiendo en esta época fascinante que va a estar dominada por desarrollos
científicos y tecnológicos espectaculares.
Pero aclaremos, por de pronto, varias cosas. No es, desde luego, liberal la
persona que confiesa y defiende sentimientos xenófobos o racistas como hace en
estos momentos un alto porcentaje de la ciudadanía del mundo occidental; no es
liberal la persona que pretende poseer, nada más y nada menos, que la verdad
absoluta; no es liberal, en concreto, quien afirma que su religión además de
ser verdadera, es la única verdadera y que, por ende, las demás son falsas o
como poco, menos salvíficas; no es liberal el que defiende tradiciones o
privilegios aunque sean causa importante de desigualdades; ni tampoco el que
acepta esas desigualdades como inevitables, e incluso naturales a la condición
humana; no es liberal el que coloca a la sociedad como un valor superior al
individuo y a la igualdad como un principio que prevalece sobre el de libertad;
no es liberal -y merece la pena aclarar bien este tema- el que mitifica y
sacraliza el mercado como la panacea universal.
El liberalismo entiende que, por regla general, el mercado es el sistema que
permite una asignación más eficiente de los recursos y por ende el que mejor
facilita no sólo la creación sino también la distribución de la riqueza. Pero
si por cualquier razón ello no fuera así, el liberalismo ha defendido y
defenderá inequívocamente la actuación del sector público y su intervención
directa, con tal de que no tenga carácter permanente y el proceso pueda ser
controlado en todo momento por la sociedad civil. El liberalismo se opone, sin
la menor reserva, a toda forma de concentración de poder económico, sea público
o privado, y por ello reclama una aplicación estricta de las leyes
antimonopolio y de las normas que defienden una competencia leal. El
liberalismo no tiene nada que ver con el llamado «capitalismo salvaje» ni con
ningún sistema que provoque la indefensión y la opresión del ciudadano. El
liberalismo protesta contra un mundo en el que se están acentuando las
desigualdades tanto a nivel internacional como nacional, justamente porque se
falsifican y se adulteran las reglas del mercado en beneficio de los más
poderosos.
No hay peor
ni más falso liberal, dicho sea con el mayor respeto, que aquel que limita su
liberalismo al mundo económico. Se es liberal en todo no se es liberal en nada.
El liberalismo no es simplemente ni fundamentalmente una teoría económica. Al
liberalismo le importa mucho más el ser que el tener y aunque respeta
profundamente el deseo de tener, la propiedad privada y el interés particular
de cada ser humano, concede un valor decisivo a los planteamientos morales sin
los cuales el sistema se encanalla y se derrumba, como está sucediendo con el
sector financiero y el inmobiliario. Ni uno sólo de los grandes pensadores y
filósofos de liberalismo (y en especial Adam Smith y Hayek)
han dejado de insistir en esta idea. No podemos olvidar, como dice Röpke, que «las cosas auténticamente decisivas son las que
están más allá de la oferta y de la demanda, aquellas de las que depende el
sentido, la dignidad y la plenitud interior de la existencia».
Abramos con
estas y otras ideas un debate serio y bueno. Un debate culto y civilizado en el
que merecería la pena investigar por qué, a pesar del triunfo ideológico, los
liberales -yo soy un buen ejemplo- hemos sido tan torpes y tan incapaces en la
acción política y en cómo lograr penetrar en ese mercado político dominado
fuertemente por un estéril bipartidismo. Sería un debate refrescante en el
aburrido escenario actual. Ya está en marcha, lento, pero seguro, un nuevo
proyecto (Centro Democrático Liberal) que tendrá que aprender mucho de los
errores pasados y prepararse para una batalla que en términos objetivos parece
imposible. Debe animarles en su lucha el hecho de que Rosa Díez haya logrado
ya, y además con excelencia, ese género de imposible y asimismo la decreciente
credibilidad de nuestros estamentos políticos. ¡Quizá haya llegado, por fin, el
momento!
ANTONIO GARRIGUES WALKER, Jurista.