¿Y AHORA QUÉ?
Artículo de PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO, Rector de la Universidad Rey Juan Carlos, en “ABC” del 13/01/05
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
LA
aprobación por el Parlamento vasco del Plan Ibarretxe supone el mayor reto a las
bases mismas de nuestro régimen político en este cuarto de siglo de vigencia de
la Constitución de 1978. Un Plan, no importa repetirlo, dada su gravedad,
históricamente falaz, sociológicamente fragmentador, económicamente pernicioso,
políticamente reprobable y constitucionalmente ilegítimo e ilegal.
Una propuesta, formalmente, de reforma del Estatuto de Guernica de 1979, pero
que conlleva, en realidad, una disgregación de los principios nucleares de
nuestro sistema constitucional, ya que se trata, siguiendo la clásica
terminología de Carl Schmitt, de una íntegra destrucción constitucional. Esto
es, de una eliminación de nuestro poder constituyente y de una supresión de sus
principios y valores constitucionales más primarios. Para ello se parte de tres
postulados políticos presentados tautológicamente como primigenios y veraces. El
primero, la arrogación por la Comunidad Autónoma vasca de un poder constituyente
originario singularizado, que la dota de la potestad de organizarse política y
jurídicamente de manera soberana. La Comunidad vasca se articularía como una
nación paralela a la española, e investida, en consecuencia, de soberanía e
independencia para la adopción y ejecución de sus políticas de gobierno. El
segundo, su capacitación política y constitucional para convenir, de forma
bilateral, y en condiciones de paridad, las futuras relaciones entre España y el
País Vasco, como si fuera una comunidad política externa, con la consiguiente
fijación pactada de un marco jurídico de adscripción de los territorios vascos.
Y el tercero, el correlativo ejercicio de un ancestral derecho de secesión, tras
la convocatoria de un ilegal referéndum consultivo.
Ante tales propuestas no está de más reincidir en las tres ideas fuerza que
forjan los cimientos de nuestra legitimidad/legalidad constitucional. La
primera, que las Comunidades Autónomas disfrutan, como dice nuestra Carta Magna
-«La Constitución reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las
nacionalidades y regiones que la integran» (artículo 2)- y ha reafirmado la
jurisprudencia del Tribunal Constitucional, de amplia autonomía política, pero
que no implica de ninguna manera soberanía, ya que ésta sólo es predicable de la
Nación española: «La autonomía hace referencia a un poder limitado. En efecto,
autonomía no es soberanía, y dado que cada organización territorial dotada de
autonomía es una parte del todo, en ningún caso el principio de autonomía puede
oponerse al de unidad» (STC 4/1981, de 2 de febrero).
La segunda de ellas, que la soberanía se encomienda al pueblo español, su único
y exclusivo titular (artículo 1. 2 CE): «La soberanía nacional reside en el
pueblo español, del que emanan los poderes del Estado». O, como decía la mentada
sentencia 4/1981, «La Constitución (artículos 1 y 2) parte de la unidad de la
Nación española, que se constituye en Estado social y democrático de derecho,
cuyos poderes emanan del pueblo español, en el que reside la soberanía
nacional».
Y, por último, que al tiempo que se constitucionaliza la autonomía, se consagra
la solidaridad, reclamándose de los poderes territoriales una lealtad en el
ejercicio de sus competencias. A esta exigencia responden los recordatorios
jurisprudenciales de «deber de auxilio recíproco», de «recíproco apoyo y mutua
lealtad» o del «más amplio deber de fidelidad a la Constitución». Se asume, en
fin, la bundestreue (lealtad) alemana, ya que la autonomía no puede incidir de
modo negativo en los intereses generales.
Pero, realizadas tales aclaraciones, se suscita, acto seguido, la pregunta que
encabeza estas reflexiones: ¿Y ahora qué? Ahora, no cabe duda, debemos
perseverar en la única legitimidad y legalidad: la auspiciada por la
Constitución de 1978, y poner en marcha los resortes precisos para defender y
restablecer, con la suficiente firmeza, pero también la indispensable prudencia,
el orden constitucional.
Unas medidas agrupables en cuatro categorías, y susceptibles de ejecución, ya de
forma individualizada, ya simultánea, dejando no obstante a los operadores
políticos y jurisdiccionales -aunque les sea exigible su buen hacer- la medición
de sus tiempos y la elección de sus formas. De un lado, las medidas más
propiamente políticas. Instemos, primero, la persuasión -hay que agotar las vías
de solución integrada- por parte de otros gobiernos de las demás Comunidades
Autónomas, como, por supuesto, del Ejecutivo de la Nación, que debe transmitir
su más radical rechazo, al tiempo que auspiciar una salida, si el Ejecutivo
vasco diera una deseable marcha atrás. Y, por otra parte, el Congreso de los
Diputados debe refutar prontamente la propuesta, bien por decisión de su Mesa
-no estamos ante una reforma estatutaria, sino constitucional, para la que dicha
Comunidad carece de habilitación-, bien por la decisión colegiada, mayoritaria y
contundente de su Pleno. De menor calado serían, en cambio, la posible
convocatoria de la Conferencia de Presidentes o su denuncia ante la Unión
Europea (Parlamento).
Otras medidas serían las propiamente constitucionales. La primera, la
interposición, sin tener que agotarse ineludiblemente el procedimiento
legislativo, de la impugnación por el Gobierno de la reseñada propuesta ante el
Tribunal Constitucional (con entidad jurídica sustantiva, más allá de ser un
mero acto de trámite) según el artículo 161. 2 de la Constitución. La segunda,
la avocación, de convocarse un referéndum para el que se carece de título legal,
de las competencias autonómicas en materia de seguridad. Y la tercera, y como
última ratio, si la situación se agravara máximamente, la suspensión funcional
de la autonomía al hilo del artículo 155.
En el ámbito jurisdiccional también cabría una pléyade de medidas respecto de
cualesquiera actos y disposiciones reglamentarias dictados en su desarrollo. Sin
olvidarnos, por último, de las medidas dependientes de la propia conciencia
socio-jurídica de la sociedad civil española y, por lo tanto, vasca. Las
inmediatas elecciones autonómicas de mayo son el mejor momento, pero no el
único. Las libertades de expresión y organización, consustanciales a las formas
democráticas, permiten al pueblo hacer oír su voz de otras maneras
complementarias (iniciativas legislativas o expresiones de los derechos de
manifestación, reunión o asociación).
El pasado día de la Pascua Militar, Don Juan Carlos lo volvía a indicar con
clarividencia: «Sigamos trabajando, juntos todos los españoles, para construir
una España cada día mejor, desde el pleno respeto a nuestra Constitución,
preservando su espíritu integrador. Una Constitución a la que debemos muchos
años de armónica convivencia, de envidiable armonización y de avanzada
articulación territorial». Por ello, ante la pregunta ¿Y ahora qué?,
respondemos: el respeto a la Constitución, sin que tal acatamiento implique su
naturaleza pétrea y su imposibilidad de reforma, pero eso sí, de manera
consensuada y de conformidad con los contenidos y los cauces preestablecidos.
Resguardemos, por tanto, desde la entereza, pero también desde la pragmática
mesura, la legitimidad constitucional.