¿DÓNDE ESTÁN ESOS HOMBRES?

Artículo de Pedro González-Trevijano, Rector de la Universidad Rey Juan Carlos, en “ABC” del 24 de enero de 2009

Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

Los españoles estamos llamados a las urnas en los próximos meses. Las inmediatas elecciones autonómicas en Galicia y el País Vasco, así como los venideros comicios al Parlamento Europeo, llevarán a nuestros políticos a pedir, una vez más, el anhelado voto a la ciudadanía. Nada fuera de lo normal en un régimen constitucional asentado en la celebración de elecciones libres y periódicas. Nos hallamos, pues, a las puertas de la más destacada expresión de la democracia representativa: el personalísimo y libérrimo acto de la votación, que materializa, con el ejercicio del derecho de sufragio, la voluntad del pueblo soberano.

Pues bien, los españoles nos hallamos en la precisión de instar a nuestra clase política, en la situación presente de crisis económica, tan compleja que podría alcanzar, de no ponerse remedio, una aguda dimensión social, a que se esfuerce por elevarse al rango propio de los hombres de Estado. De hombres de Estado con mayúsculas. De hombres de Estado de verdad. De hombres de Estado con los conocimientos, la decisión, la generosidad y el coraje necesarios para plantearles a los españoles las medidas que es preciso adoptar, por más que puedan desagradarles, y para ejecutar, no obstante su previsible coste electoral, las políticas cuyo aplicación se impone. ¡El mismísimo Winston Churchill, tras ganar ni más ni menos que la II Guerra Mundial, perdió las elecciones ante Clement Attlee en 1945! Es la grandeza y la servidumbre de la democracia. La Historia es la que juzga y la que sitúa a los gobernantes en el Panteón de hombres ilustres. Un lugar al que no acceden los timoratos y los incompetentes. Honestidad y amplitud de miras es lo que los españoles deseamos percibir hoy en nuestra clase política. ¿Cómo se materializan tales conductas?

El primer requisito -cuyo enunciado produce rubor porque debería ser ocioso- consiste en que ha de ejercerse el gobierno desde un inquebrantable amor a España. Sin que haya por ello que llenarse la boca de pronunciamientos altisonantes, patrimonializar sus símbolos o monopolizar sus afectos. Una España, que como todo país viejo y grande, ha conocido y conoce éxitos y fracasos, momentos de bonanza y adversidades, aciertos y fallos, luces y sombras, encuentros y discrepancias. Exigimos no sólo lealtad al marco constitucional, que no se da en algunos que desgobiernan más que gobiernan, sino, además, un compromiso de sentido y activo patriotismo. Un patriotismo moderno, nada expansionista y nunca belicoso, a la vez liberal y social, que no es rancio, ni es excluyente. ¡Que no nos confundan, ni engañen! Un patriotismo que nadie pone en entredicho en Francia, que se siente sin matices en Inglaterra, que no se objeta en Alemania, que es indubitado en Portugal..., pero que en España no terminamos de refrendar. Seguramente aún pesan las secuelas de una Guerra Civil fratricida y de la subsiguiente Dictadura.

Un patriotismo que ya postulaban los revolucionarios franceses de 1789, al afirmar que la primera obligación de un ciudadano era la preservación de la Nación y la defensa de su Res publica. Un patriotismo, nunca mejor llamado constitucional y nacional -es decir de todos, españoles libres e iguales ante la Constitución y la ley- que resaltaba la Constitución de Cádiz de 1812: «El amor a la patria es una de las principales obligaciones de todos los españoles...» (artículo 6). Sirvan de referencia de lo que aquí postulamos las palabras siguientes de De Gaulle en su discurso del 16 de junio de 1946: «... que dé a cada hombre y a cada mujer de nuestra patria mayor abundancia, mayor seguridad, mayor felicidad, y que nos haga más numerosos, más poderosos, más fraternales... para imponernos y observar unas normas de vida nacional que tiendan a unirnos...» El Todo, es decir, los intereses generales de la Nación y del bien común están por encima de los de las partes. Pedimos, pues, de nuestros gobernantes que se vacíen de sus particulares intereses, que se vuelquen con nuestra Nación, ¡que hasta se sientan mal cuando España sufra!

La segunda exigencia es que se gobierne, una vez finalizada la contienda electoral, para todos y cada uno de los españoles. Para los suyos y para los otros. Para los propios y para los lejanos. Para los de aquí y para los de allá. Para los que les votaron y para los que no. Para afines y para desafectos. Concluidas las elecciones, todos somos iguales, todos somos los mismos. Todos integramos la Nación y todos reclamamos el mismo trato. Todos pedimos similar atención. Todos solicitamos idéntica justicia. Todos disfrutamos de los mismos derechos y deberes. Todos formamos parte indisoluble de una comunidad nacional moderna, plural y abierta. No cabe la bandería y el grupo. No se puede entregar el Gobierno, y menos el Estado, a los apetitos de perversas facciones o de mezquinos sectarismos.

La tercera condición es que se gobierne haciendo hincapié -desde el evidente reconocimiento de la diversidad nacional- en aquello que nos vincula, y no en lo que nos separa. En lo que nos aúna y no en lo que nos distancia. En lo que nos hermana y no en lo que nos enfrenta. Que suma y no reste. Que construya y no demuela. Que integre y no fragmente. Que cimiente y no desfonde. Pospongamos las disimilitudes y acentuemos, como en el poema de Los conjurados de Borges, las afinidades, para construir, entre todos, ¡otra vez todos!, «una torre de razón y de firme fe». Si antes mencionaba al general De Gaulle, ahora cito a François Mitterrand. En su obra Memoria a dos voces, Mitterrand, reseñaba con clarividencia respecto de su acción de gobierno: «Mi misión... consiste en reunir y agrupar los elementos de un país que, sin un esfuerzo constante, tendería a la dispersión. Tengo que representar la unidad del país, y garantizar su indivisibilidad». Atribuciones que, ciertamente, son asumidas ejemplarmente desde nuestra Monarquía parlamentaria -«El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia...» (artículo 57. 1 de la Constitución)- pero es necesaria también de una diaria y paralela política de gobierno.

Un cuarto imperativo requiere que se gobierne con realismo, al tiempo que con esperanza, con determinación, también con prudencia. El realismo impone la coherencia y la racionalidad. Gobernar siempre adheridos a la realidad, dando satisfacción a las verdaderas necesidades de los ciudadanos. Hay que rehuir la creación de problemas artificiales, sólo inteligible desde una nefasta concepción endogámica de la Política. La esperanza, por su parte, encauza la ilusión y, a la vez que nos aleja de la pereza, la negligencia y la indecisión, encauza la valentía. Y todo ello ha de ser moderado y dirigido por la prudencia, que es la virtud del hombre público. No sería un vano ejercicio a ese fin repasar las recetas de Baltasar Gracián en su Oráculo manual y el Arte de la prudencia: «sopesar las cosas, tener entereza, no exagerar, huir de los asuntos peligrosos, ser juicioso, saber negar, no ser desigual, disfrutar de sentido común, actuar con principios, moderar la imaginación, alejarse de la extravagancia, obrar limpiamente y saber hacer el bien».

Una quinta pauta es que la acción de gobierno ha de ejercitarse con sentido de Estado, del interés general. Con la imprescindible determinación de decir no cuando las circunstancias así lo requieran. Hay que saber decir que no. Es más, es una obligación, no sólo política sino moral, decir que no en ciertos casos. No se puede contentar a todos, especialmente, como afirmaba Julián Marías, a los que nunca se contentan. Y, paralelamente, han de concordarse entre Gobierno y Oposición las ineludibles políticas de Estado que deben disfrutar de continuidad, que no pueden modificarse al socaire de cada Ejecutivo entrante o saliente.

Y, sexta recomendación, ha de gobernarse desde la asunción de los principios y el espíritu de concordia que, firmemente anclados en la Transición Política, permanecen vigentes. No desandemos lo tan difícilmente andado. No deshilemos lo tan costosamente hilvanado. Como recordaba Martín Villa (Carta a los Reyes Magos), «que nunca más, por ninguna razón, por ninguna causa, vuelva el espectro del odio a recorrer la tierra española, ensombrecer nuestra conciencia y destruir nuestra libertad». O, en palabras otra vez de Mitterrand, que «no se vuelvan a abrir las causas ya juzgadas». Respetemos, pues, la Constitución y las leyes, y preservemos las instituciones. Me niego a reconocer que conserve vigencia aún hoy la admonición del británico Slingsby Bethel otrora pronunciada, en el muy lejano año de 1680: «España es una clara muestra de que el mal gobierno, al consentir todo tipo de fraudes y descuidar el interés de la Nación, ha de hundir pronto los reinos más poderosos y arrastrar por el polvo, su honor». Los españoles, al igual que Diógenes de Sínope buscaba, farol en mano, «un hombre de verdad» en las calles de Atenas, reclamamos la presencia y el liderazgo de verdaderos hombres de Estado.