¡QUÉ PAÍS!

Artículo de José Luis González Quirós en “El Confidencial.com” del 03 de septiembre de 2008

Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

Todo español medianamente ilustrado se habrá tropezado docenas de veces con expresiones de desdén hacia lo typical spanish, como se decía hasta hace poco. La izquierda abominaba de un país tradicional y paleto, dominado por los curas y, a su entender, adornado de toda clase de vicios y represiones varias. Un país irracional, alienado, visceral, torpe, ajeno a la modernidad, al cambio, y que, por supuesto, no funcionaba.

 

La consagración casi universal de los valores culturales y morales más queridos por la izquierda española ha hecho que esa clase de expresiones hayan caído en desuso, aunque, como era de esperar, conocieran un cierto renacimiento en los años de Aznar. No sería lógico, en efecto, que bajo la presidencia de González o la de Rodríguez Zapatero superviviesen esas lacras, de manera que pasamos en un plis-plas de ser un país lamentable a ser el colmo de la cosa.

 

Al fin y al cabo, la izquierda ha venido a este mundo a transformarlo y eso es lo que se supone que ha hecho. En lugar de una televisión única y casposa, somos ahora el pasmo visual de Occidente; en lugar de un ejército de chusqueros, tenemos ahora una cosa modélico-militar de género y así sucesivamente. Los que antaño nos aprendíamos el Catecismo, en nuestros días leemos El País o cosas incluso más modernas; frente al tradicional sometimiento servil a los Estados Unidos y al Vaticano, ahí tenemos a Solana y Moratinos dejando impronta de progresismo y de buenos principios por doquier. No recibimos al padre Peyton para rezar el rosario en familia, pero nuestra Fiesta del Orgullo Gay es casi cósmica, amén de que somos más amigos de Gore que en ninguna parte, y hasta las petroleras se anuncian reverenciando a la Tierra.

 

Parece, por tanto, que el país ha experimentado un gran cambio en sus parámetros morales, intelectuales y sentimentales (esto de los parámetros suele gustar mucho a los eruditos de hogaño). Además, la izquierda se ha ido haciendo cada día más generosa en sus juicios y ya casi no detesta los símbolos comunes del país que tanto gustan a los impresentables. Hace poco, en un reportaje sobre la batalla del Ebro, y tras la intervención del tan ecuánime como imprescindible Paul Preston, le oí decir a un locutor de una cadena progre de TV (progre él mismo con mucha probabilidad, puesto que no sería lógico que la izquierda se chupase el dedo) que, aunque no estaba claro cuál había sido el significado del episodio bélico, estaba fuera de duda, en cualquier caso, que se había tratado de “una batalla por la libertad”: así da gusto dedicarse a la memoria histórica y arrojar por la borda los prejuicios del rancio positivismo de los historiadores conservadores. La historia es, para nosotros, según nos parezca y nos pete. Y, naturalmente, siempre que nos vaya bien, que nos va.

 

No creo que sea necesario recordar el refrán de los perros y los collares para advertir que estos cambios tan espectaculares suelen dejarlo todo tal como estaba, como bien sabía el príncipe de Lampedusa. Habría que considerar la posibilidad de que esos cambios tan aparentes sean la prueba de fuego de una rara fidelidad a principios casi inalterables: mansedumbre frente al poderoso, culto de la mediocridad, abrumador paletismo, absoluta indiferencia por lo público, y clara conciencia de que mandar, lo que se dice mandar, mandarán los de siempre. Si ello fuera así, habría que preguntarse si la democracia no habrá agotado demasiado pronto su potencial de cambio, y si la libertad política no habrá sido, entre españoles, algo más que un pasajero relámpago.

 

Es pasmosa, por ejemplo, la facilidad con la que los españoles, adormecidos con el mito oportunista que ha identificado la diversidad con la democracia, han consentido la consagración efectiva de varias desigualdades ante la ley, sin ningún disimulo, de forma oficial y solemne. Por poner un ejemplo muy obvio: ¿no es, acaso, asombroso que partidos nacionalistas, que niegan al conjunto de los españoles la capacidad de intervenir en sus asuntos, posean la llave de la aprobación del presupuesto del Estado?

 

Si el conformismo es una virtud, hemos alcanzado una excelencia sin tacha en su ejercicio. Otro más: es corriente que se admita que los políticos empleen la mentira como parte de su arsenal retórico, tan normal como que un tendero inescrupuloso trate de cobrarnos de más, pero resulta realmente sorprendente que la mentira continuada se siga premiando con fidelidad perruna, como si al tendero tramposo le creciese la clientela, ávida de comprobar sus habilidades al extender la factura.

 

No es un problema, solo, de la clase política, que, como muy bien sabía Russell, es imposible que resulte peor que quienes la eligieron. Durante la transición, la política sirvió para poner en el puente de mando a lo mejor de cada casa, con pocas excepciones. Pero hoy la mala moneda ha expulsado a la buena del mercado. Los partidos están siendo una máquina implacable que solo sabe generar conformismo y sumisión, eso sí, con una sonrisa.  No podemos seguir así y la crisis no los va a demostrar más temprano que tarde.

 

*José Luis González Quiros es analista político.