DEFENDER “IDENTIDADES”, UNA PÉSIMA POLÍTICA

Artículo de Carlos Martínez Gorriarán en su web del  18 Diciembre 2009

Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web

 

Resulta inquietante el avance de las políticas identitarias en tantos sitios, es decir, de aquellas políticas dirigidas a cultivar, alentar, frenar, perseguir (con amor o con una pistola) o definir una identidad. A las obsesiones identitarias tan arraigadas en España –donde al fin y al cabo inventamos, en el siglo XV, el desafortunado concepto de “limpieza de sangre”, la identidad del “cristiano viejo”-, se añade el auge mundial de diversos fundamentalismos religiosos, el progreso de la xenofobia en el mismo momento en el que el mundo encoge como nunca lo había hecho, o iniciativas tan lamentables como la de Sarkozy para definir la identidad francesa… e imponerla por ley al que no la encarne o, si no, excluirle de la sociedad, que es de lo que se trata siempre. El viejo juego de los “cristianos viejos” y los conversos sospechosos.

Casi apetece añadir otra definición a las muchas disponibles sobre qué es la democracia: un régimen político donde la identidad no cuenta para nada, y donde lo importante es la igualdad (jurídica y de oportunidades). Porque a estas alturas no podemos engañarnos: en política, la antítesis de la identidad no es la alteridad (la cualidad de lo otro, ajeno o diferente), sino la igualdad.

La igualdad política moderna se basa en el principio empírico de que todos los seres humanos somos naturalmente iguales, con cualidades y necesidades básicas semejantes y comparables, aunque tengamos talentos o capacidades y gustos diferentes. Y si tenemos capacidad semejante de razonar, conocer, apetecer, experimentar, imaginar o merecer, también debemos tener el mismo reconocimiento como sujetos iguales en derechos y obligaciones. ¿Qué tiene que ver con esto la llamada identidad? Pues básicamente que representa una amenaza contra el principio de igualdad, porque en lugar de poner el énfasis en lo que nos une a todos los seres humanos (desde lo burdamente fisiológico hasta lo más espiritual), coloca el foco en lo que nos separa y divide. Una política identitaria es siempre una política de cultivo de la diferencia, es decir, contraria a la igualdad y, como es consustancial, a la libertad.

Del mismo modo en que es sumamente peligroso preguntar sobre derechos básicos, que deben estar protegidos de los cambios de humor colectivos y de las modas o coyunturas, una democracia como es debido debería renunciar explícitamente a definir la identidad de sus ciudadanos, a exigirles algo al respecto o a declararla un bien protegido jurídicamente. Si el nacionalismo se lleva tan mal con la democracia, como vimos el pasado domingo en Cataluña, es precisamente porque toda su política gira en torno a la promoción de una identidad y a la exclusión de todo lo que pueda contradecirla o ponerla en entredicho. Sea por vías legales y moderadas, sea mediante el terrorismo y la violencia política. Pero no sólo los nacionalistas padecen esta patología política, pues en realidad afecta a todas las formas de comunitarismo, es decir, a las corrientes que sostienen que existen entidades colectivas (comunidades) con derechos colectivos superpuestos o impuestos a sus miembros individuales, y por supuesto anteriores a cualquier constitución democrática: feligreses de una comunidad religiosa, miembros de un etnia o “nación cultural”, hablantes de una lengua, etcétera.

En una democracia genuina, lo único exigible a los ciudadanos es que cumplan las leyes. Punto. Todo lo demás es cosa suya, y por eso mismo las leyes deben limitarse a ordenar las obligaciones con la esfera pública, cosas como los impuestos, las normas de tráfico o los procedimientos jurídicos. Por lo demás, la vida sexual de cada uno, sus creencias privadas, sus preferencias estéticas, sus gustos de cualquier tipo, son cosas en las que debe reinar la mayor libertad, sin interferencias de unos poderes públicos que sólo deben velar por asegurar que estas libertades no son vulneradas ni por delincuentes, ni por dementes, ni por grupos de presión… ni por obsesos de la identidad de cualquier clase.

Empeñarse en que hay una identidad colectiva que se debe defender de las amenazas conduce fatalmente a compartimentar la humanidad en grupos identitarios desiguales y enfrentados. El progreso de la democracia y la libertad conlleva el retroceso de la obsesión por la propia identidad, y también reclama perder el miedo a otras “identidades”. Este último es particularmente absurdo e irracional. Si rechazamos absolutamente cosas como la sharia o ley tradicional islámica no es porque tenga identidad musulmana, sino porque responden a preceptos contrarios a la libertad personal y a la igualdad de los seres humanos, ya que niegan la igualdad de hombres y mujeres, creyentes e infieles, persiguen la libertad sexual, etc. Por eso no hay nada que reprochar a ningún musulmán –ni católico, ni judío, ni rastafari o ateo, masón o librepensador- en cuanto tal, si su conducta, sus hechos y acciones, se atienen a las leyes democráticas. Si no entendemos esto, estaremos cavando la tumba de esas convicciones que decimos defender… en nombre de una identidad evanescente que no es otra cosa que un miedo al otro y diferente. Incluso a lo que de diferente habita en cada uno de nosotros.

Aquí radica precisamente el quid de la cuestión: incluso como individuos somos y tenemos un conjunto de rasgos personales que responderían a “identidades diferentes”. Nuestra “identidad personal” no sólo es algo mucho más esquivo, contradictorio, paradójico y vaporoso –más próximo a un personaje y una imagen que a cierta esencia- de lo que solemos admitir, sino que cambia a lo largo de nuestra vida. Si esta circunstancia tan orteguiana es innegable en cada persona, no digamos nada de lo que ocurre cuando hablamos de colectivos de personas. Y más aun si los colectivos son de decenas o cientos de millones de personas (el tamaño sí importa, la cantidad cambia la cualidad) con distintas “identidades” de la más variada procedencia, en constante mutación o creación. Defender “identidades” es, por eso mismo, defender quimeras, fantasmas, manías, miedos, fobias. La identidad de la democracia debería consistir en no tener identidad alguna. Una bonita no-identidad con forma de aporía, como la de la liebre y la tortuga.