EL INCIERTO FUTURO DE ESPAÑA CON PLANES VASCOS A PORFÍA

 

 Artículo de CARLOS MARTÍNEZ GORRIARÁN, Profesor de Filosofía Universidad del País Vasco,  en  “ABC” del 21/12/04

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

LA velocidad con que se desarrollan los acontecimientos políticos en nuestro país está creando el riesgo de que no se midan bien las consecuencias de algunas propuestas de falsa reforma constitucional -falsa, porque sólo buscan la derogación del sistema constitucional-, que, a pesar del discurso envolvente del consenso, están animadas por una voluntad unilateral y fundamentalista. La suma de iniciativas que tanto los nacionalismos como los socialismos vasco y catalán, unida a la irrelevancia política del Gobierno de Rodríguez Zapatero, han encuadrado en una estrategia si no concertada, sí concurrente, de revisión del modelo de Estado, han puesto a España ante un futuro cada vez más incierto. En nueve meses de Gobierno, el PSOE ha clausurado la confianza constitucional abierta en 1978 y la ha sustituido por una expectativa en la que el Ejecutivo sólo apuesta por fuerzas políticas centrífugas, cuya aspiración es lograr un retroceso histórico de España a los tiempos de los privilegios territoriales y de la desigualdad entre ciudadanos.

Siendo árboles distintos, socialistas y nacionalistas han decidido formar parte del mismo bosque, tanto en Cataluña como en el País Vasco. El avance del Plan Ibarretxe, tras superar el trámite de la Comisión de Instituciones en la Cámara vasca, ya cuenta con la abstención constructiva de Socialistas Abertzales, la marca parlamentaria de ETA. No es una sorpresa tal apoyo, aunque tampoco asegura al PNV el respaldo proetarra al Plan en el pleno del día 30. Es tiempo de regateo entre nacionalistas para mejorar sus posiciones ante un futuro hegemónicamente nacionalista. De una forma u otra, tanto Batasuna como ETA saben que el Plan contiene los máximos del programa etarra: autodeterminación, territorialidad, ámbito vasco de decisión y Pueblo Vasco como titular de soberanía. Aunque no haya acuerdo expreso, sí hay consenso entre los nacionalistas de toda clase en torno a este propósito.

SIN embargo, no ha sido el voto favorable obtenido en la Comisión lo que ha reforzado el discurso nacionalista en torno al Plan Ibarretxe, sino el paso definitivo del socialismo vasco desde la alternativa constitucional de 2001 a la implantación del modelo catalán para las relación del País Vasco con España. La propuesta de reforma estatutaria, aprobada el pasado domingo por la dirección del PSE, supone el abandono inequívoco de la orilla constitucional y estatutaria. Ahora cobran todo el sentido la defenestración de Redondo Terreros, el ascenso de un perfil bajo como el de Patxi López, el repudio a la coincidencia con el PP y la irrupción de Maragall en el «conflicto» vasco, al espresar su acuerdo en el fondo, aunque no en las formas, con el Plan Ibarretxe.

Lo que hoy propone el PSE a la sociedad vasca es una aproximación lateral al Plan del lendakari: identidad nacional vasca, sujeto de Derecho Internacional, soberanía judicial sobre los ciudadanos, etc... Eso sí, con buenas formas de procedimiento: mesa de partidos, debate parlamentario y demás trámites de reglamento. Buenas formas para llegar a la conclusión de que si en 2001 PP y PSE representaron dos tácticas para una misma estrategia -con los mejores resultados electorales obtenidos nunca por el constitucionalismo-, en 2004 el PSE se ha prestado otra vez a ser la segunda pata del proyecto nacionalista, como hizo entre 1986 y 1998. Nada prohíbe pensar que el desenlace a medio plazo sea una especie de entendimiento transversal desde la izquierda proetarra hasta el PSE, pasando por el PNV. Hoy el planteamiento confederal de López atrae más a Arnaldo Otegi que a María San Gil.

CON la perspectiva suficiente se constata que España está viviendo la preparación de una emboscada a la Constitución a través de las reformas estatutarias, que son leyes orgánicas para cuya aprobación el Gobierno tiene suficiente respaldo en el Congreso. El PP no contaría. Lamentablemente, las instituciones del Estado encargadas de velar por la integridad de la Constitución y del ordenamiento jurídico parecen apostar por el precario ante los futuros conflictos constitucionales. Tanto el presidente del Consejo de Estado, Francisco Rubio Llorente, como la presidenta del TC, María Emilia Casas, han preconstituido públicamente su criterio favorable a la revisión del principio nacional establecido en el artículo 2 de la Constitución, sin proteger su imparcialidad frente a futuros dictámenes.

El conjuro se llama ahora «comunidad nacional», impulsada al unísono por Rubio Llorente y Pascual Maragall para abrir brecha en la claridad semántica de la Constitución sobre la unidad de la Nación española, única reconocida como tal. De esto se trata precisamente: romper el consenso constitucional de 1978. Es la segunda transición, tal y como la formuló el presidente de la Generalidad: quitar de la Constitución lo que sobra, ahora una parte, y dentro de veinticinco años, otra más. Va por buen camino Maragall, quien puede considerar que se ha impuesto al PSOE y a Zapatero. Maragall tiene discurso, guste o no, y ha sabido proponer una idea movilizadora de parte de la izquierda y de la mayoría del nacionalismo. Y tiene a su favor el vacío político que encarna Zapatero en este debate sobre el futuro de España, tras haber instalado a su Gobierno en la irrelevancia frente a la ruptura constitucional que sus compañeros están fraguando en el País Vasco y Cataluña. Esto no es crispación, ni debate legítimo de ideas. Es una crisis de Estado.

WINSTON Churchill justificó sus migraciones partidistas con una frase que decía más o menos así: «a veces, cuando uno quiere mantener sus convicciones debe cambiar de partido». Eso ha hecho Emilio Guevara, un nacionalista moderado que para seguir siéndolo prefirió emigrar de un PNV ultramontano a un PSE sin prejuicios. A diferencia de lo que es habitual, Guevara no ha tenido que integrarse en las ideas del partido que le acoge, sino que ha sido el PSE quien ha elegido amoldarse al emigrante, encargado por la ejecutiva de Patxi López de redactar un nuevo Estatuto vasco. Dado que el autor principal no ha cambiado de ideas, la propuesta que fundamenta el ya conocido como Plan López es más nacionalista que cualquier otra cosa. Por eso López intenta deleitar a sus bases y a los posibles nuevos votantes con cánticos al patriotismo vasco bien entendido, anunciando su voluntad de representar como nadie a Euskadi en las instituciones europeas, y dando por hecho que los vascos y vascas forman una «comunidad nacional», extraña entidad completamente novedosa aunque más familiar para los estudiosos de ética y política donde, por cierto, el comunitarismo (de Macintyre, Taylor, Kymlicka y compañía) se opone claramente al individualismo y a la democracia liberal.

Puede objetarse el hecho de que los mismos que defenestraron a Nicolás Redondo por hacer «seguidismo», según decían, de Jaime Mayor Oreja, entreguen la estrategia y la ideología del socialismo vasco, sin ningún debate previo ni restricción mental conocida, a un nacionalista sin complejos, aunque sea tan íntegro como Emilio Guevara. Sería malidecente atribuir esta entrega a la escasez de materia gris en el seno dirigente del PSE, que ya intentó no hace mucho otra fusión ecléctica con la doctrina de Herrero de Miñón. Lo cierto es que la ilusión de batir al bloque nacionalista el año 2001 quedó frustrada por unos pocos miles de votos que los actuales dirigentes creen posible atraer fichando a Guevara y renegando moderadamente del constitucionalismo, con vistas a entrar el 2005 en esa Ajuriaenea casi hollada hace cuatro años. Es el Plan López.

Pero debido a su peculiar gestación, el Plan López nace lastrado por un nombre inapropiado y un ideario insólito para un partido socialista (si bien es cierto que las ideas cada vez importan menos): en realidad es el Plan Guevara, de orientación netamente foralista radical o, si lo prefieren, nacionalista moderada. El que todos preferirían que defendiera el PNV, pero que suena a impostura en otras bocas. La consecuencia de esta impropiedad es que el Plan Ibarretxe, genuino tanto en autoría como en sentido, conserva e incrementa sus ventajas originales. La dirección socialista ha maniobrado de tal modo que ha compensado el mayor fracaso de Ibarretxe, a saber, que no haya ganado ninguna adhesión nueva para su Plan desde que fuera presentado. Salvo, ahí es nada, la abstención de Batasuna en la ponencia que lo votó ayer, transmitiendo un «vía libre» de ETA. Al preferir un pacto «transversal» a otro «frentista», es decir, al elegir gobernar con el PNV antes que con el PP -lo anunciaba ayer Jesús Eguiguren en ABC y lleva tiempo haciéndolo (mal) Odón Elorza-, las críticas socialistas al soberanismo se transforman en una clara invitación a negociar el proyecto lunático de Ibarretxe.

La cuestión era y es si, forzando el aislamiento del PP, iban a conseguir los socialistas una mayor flexibilidad del nacionalismo gobernante. La respuesta ha sido (y era) no, por partida doble. Gracias a la debilidad socialista en el Parlamento Vasco, el Plan Ibarretxe ha salido endurecido de la ponencia. Invitado a negociar por quien se ofrece como socio y enseña sus cartas antes de acabar la partida, Ibarretxe procede a subir la apuesta sin enseñar las suyas. La otra negativa llega desde el comando parlamentario de ETA. La mayoría de los analistas políticos -¡como está la profesión!- daban casi por seguro que ASK votaría contra el Plan Ibarretxe en la ponencia, pero algunas de las razones para abstenerse ya las adelantó Arnaldo Otegi (y las comenté en este periódico) en el acto del Velódromo. Lo esencial es que esa abstención certifica la defunción de un Estatuto de Gernika abandonado al PP, y de paso la alianza PP-PSOE. También es una invitación a Ibarretxe para que dé otro giro de tuerca al Plan, un poco más de lo que el PSOE pueda admitir.

El bloque nacionalista sabía muy bien que la única alternativa creíble a su dominio era conseguir el fin de ETA sin concesiones políticas, fruto de la alianza implícita entre PSOE y PP explicitada en el Pacto por las Libertades. Pero la brutal resaca del 11-M ha destruido el acuerdo, iniciado el vaciado lento del Pacto y, si no lo remediamos, se han puesto las bases para el regreso de ETA. La guevarización del PSE -decidida a espaldas de todos los procedimientos internos, como ha observado Rosa Díez con tanto acierto como impotencia- ha colocado a este partido en el papel de peor postor en la puja nacionalista por más soberanía propia y menos compartida, más identidad comunitaria y menos pluralismo social. Y el PSE no puede superar en esa subasta a los partidos genuinamente nacionalistas, como también se está viendo en Cataluña.

La abstención de ASK significa en potencia muchas cosas; las iremos conociendo a lo largo de los próximos meses. Hay una oferta al PNV y el tripartito para que, a cambio de más radicalidad y menos concesiones, ETA pueda declarar alguna clase de tregua. Así parecería cumplida la promesa de Ibarretxe sobre la aprobación de su Plan en ausencia de violencia. De paso, Batasuna podría conseguir derogar su ilegalización tras mostrar vagamente sus deseos de un pronto arreglo dialogado del conflicto. Y así presentarse a las elecciones, deseada por algunos socialistas para comerle terreno al PNV por ambos lados y conseguir una mayoría a la catalana, con Batasuna en el papel de ERC. Pero el despertar de este sueño ilusorio podría tener la siguiente forma: al día siguiente de las elecciones, ganadas por el frente PNV-EA-IU y la nueva Batasuna (vista la bronca entre constitucionalistas, muchos electores no nacionalistas preferirán quedarse en casa), se anunciaría la formación de un gobierno con Otegi de vicelehendakari y la negociación con ETA como programa de paz. López tendría el consuelo, por lo menos, de acusar a María San Gil de haber errado en sus previsiones: el vicelehendakari será otro. Cosas peores se han visto, quizás nada comparadas con las que podemos llegar a ver.