Artículo de Carlos Herrera en “ABC” del 23 de octubre de 2009
Por su interés
y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio
web
Millet es barcelonés; Mellet es
sevillano. Una sola letra de diferencia pero un abecedario entero de
coincidencias. Uno distrajo un puñado de millones de euros del sacrosanto Palau de la Música en beneficio propio y ajeno; el otro
gestionó la desviación de otro puñado de millones de Mercasevilla
en beneficio, se supone, ajeno, aunque con tanta pasión que parecía propio.
Estamos de acuerdo en que no es lo mismo una sociedad coral en la que se
entonan cantos de sirenas clásicas que un conglomerado de comerciantes que
mercadean frutas y verduras, pero también lo estamos en que son dos sociedades
por las que transitan no pocos ríos de oro susceptibles de ser reconducidos
debidamente en virtud de la más sofisticada de las ingenierías hidrológicas. No
es lo mismo, digo, pero sí es lo mismo: Millet, crema
de la burguesía barcelonesa, distraía dinero al objeto de enriquecerse -según
confesión propia- sin reparo de que fueran beneficiados colectivos políticos
concretos; Mellet, en compañía de Ponce, su compañero
de fatigas, recolectaba maletines por orden de sus señoritos con destino a las
entrañas confusas de la Junta de Andalucía o del Ayuntamiento de Sevilla. Tanto
el primer caso como el segundo están pendientes de juicio, con lo cual toda
prudencia es poca, aunque bueno será señalar dos evidencias: Millet ha confesado haber robado algunos millones de euros
y Mellet fue grabado exigiendo a unos empresarios la
mordida nada despreciable de doscientos mil euros en maletines a cambio de
firmar jugosos contratos con Mercasevilla. «Para los
niños saharauis», justificó. Desconocía este columnista, la verdad, tantos
niños saharauis encargados de gestiones políticas en la Junta andaluza. Toda
una sorpresa. Y entre Millet y Mellet,
que tienen nombre de payasos de fiesta de cumpleaños, toda una pléyade de casos
de distracción de caudales públicos asombra a los paganos españoles. En el
breve espacio que media entre uno y otro podemos elegir entre María Antonia Munar y El Ejido, entre Palma Arena y Estepona
o entre Malaya y Gürtel, por no ser exhaustivos. La
Sirenita mallorquina, presidenta de un partido que cabe en una caja fuerte
doméstica, se empecinó en la misma manía que los gestores de Mercasevilla y vendió unos terrenos por treinta millones
cuando tenía una oferta de sesenta. Los andaluces prefirieron -todos ignoramos
por qué- una oferta de ciento ocho cuando tenían una de ciento sesenta: ¿qué
filantrópica razón les inclinó por el más retraído de los dos? Vaya usted a
saber, ¡son tan difíciles las razones de la gestión pública!: ¿quién nos dice
que los que menos ofrecían no eran más generosos y mejores intérpretes de la
debilidad humana?
Coincidiendo
con la reciente subida de impuestos para enjugar el gravoso déficit que pende
sobre la cabeza de los españoles, un nutrido y selecto grupo de gestores
públicos tienen que comparecer ante los jueces y fiscales a cuenta de sus
distracciones: los miembros del ayuntamiento de El Ejido -y sus cónyuges- están
acusados de retirar tanto dinero como el que, posiblemente, deben los
endeudados almerienses del Campo de Dalías. O, tal
vez, mucho más. Pero, al igual que los casos anteriores, tienen derecho a la
defensa y a la presunción de inocencia y mientras no me demuestren que se lo
han llevado crudo no seré yo quien les señale. Claro que, entretanto, habrá que
entender la irritación popular: «¿pero es que no hay
nadie honrado en este país?». Indudablemente sí. Muchos, la mayoría, pierden
más que ganan, pero finalmente los que flotan son los Millet
y Mellet, descorazonando profundamente a una
ciudadanía que tiene la fundada sospecha de que todo está podrido, de que todos
son una panda de trincones, de que nos roban el dinero impunemente. Es
exagerado, indudablemente, pensar esto último, pero es comprensible. Sólo la
acción granítica de la Justicia -sin estar sometida a manipulaciones
interesadas- puede aliviar esa sensación de estar asistiendo a nuestro propio
robo. Tan desagradable, por otra parte.