EL SER O NO SER DE LOS PARTIDOS
POLÍTICOS
Artículo de Gerardo Hernández Les * en “La Opinión” de Málaga del 17 de octubre de 2008
Por su interés y
relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio
web.
El debate sobre la naturaleza y funcionamiento de nuestros
partidos está abierto desde el origen de nuestra reciente democracia. Nuestra
transición democrática fue, en realidad, un proceso cruento para sus
principales actores políticos. Unos (la UCD) pagaron la factura del franquismo
y otros (el PCE) la del antifranquismo. Nadie duda de que el gran beneficiario
de aquella coyuntura histórica fue el PSOE. Pero la
ilusión que despertó en los ciudadanos la llegada de los socialistas al poder
en 1982 no les hizo diferentes a los demás partidos nacionales en cuanto al
papel que el partido debe jugar respecto al resto de la sociedad y ante sus
propios militantes. Seguramente, si ha habido un partido, en todos los años de
nuestra democracia, en el que el poder del aparato ha sido impermeable a la
participación de los ciudadanos, pero, sobre todo, a la de sus propios
afiliados, en cuanto a la igualdad de oportunidades respecto a la ocupación de
cargos orgánicos o presencia en las listas electorales, ese ha sido el PSOE.
En cuanto al PP, no parece tampoco ante la opinión pública como un dechado de
democracia. El conflicto interno vivido en la preparación del reciente Congreso
de Valencia, y su desenlace final, no es precisamente el mejor ejemplo para
resolver los problemas de liderazgo en una sociedad avanzada.
Sirva esto para decir que nuestros partidos no son ajenos al deterioro que ha sufrido
nuestra democracia desde la aprobación de la Constitución en 1978. Siendo, los
partidos, constitutivamente la columna vertebral de cualquier régimen
democrático, en nuestra sociedad no han sabido jugar el papel equilibrador que
se les demandaba, y su función se ha concentrado en seleccionar élites
gobernantes y promocionar cargos públicos, más que de ser auténticos
representantes de los ciudadanos. Su obsesión por hacerse con el control de
todas las instituciones sociales (públicas y privadas), y su aspiración -cuando
gobiernan- de confundir el Partido con el Estado, les hace responsables en alto
grado de la mayor parte de los problemas que hoy padece la democracia española.
Son estos partidos los que han terminado por hacer del Parlamento una lonja donde
ponerse de acuerdo en los despachos sobre el valor y precio que conllevan las
relaciones de poder y su reparto, y no el lugar donde debatir sin ventajismos
los problemas que preocupan a los ciudadanos.
Sabemos que hacer en España un partido plenamente democrático es muy difícil,
máxime en una sociedad con un evidente déficit de cultura democrática, y presa
de la apatía participativa que los propios partidos hegemónicos le han
infundido; pero también sabemos que no es posible regenerar la democracia con
estructuras partidarias que han demostrado tener éxito para crear y perpetuar
nomenclaturas políticas, pero no para servir a los intereses de los ciudadanos.
Los medios y los fines son inseparables. No es posible lograr metas
pretendidamente transformadoras con estructuras burocráticas y autoritarias,
que sólo pueden albergar militantes oportunistas, sumisos al poder dominante
del momento, y cuadros políticos predispuestos a realizar una práctica política
manipuladora, cuya lógica -que no es otra que la de servir a su propio interés
personal- va por un lado, y la de la sociedad va por otro.
Un partido de nuevo tipo, alternativo a las agotadas formaciones políticas
conocidas, tiene que elevar el listón ético de la democracia y entender que
ésta no es sólo un sistema para elegir gobernantes, sino una forma de vida y de
convivencia, que todavía está lejos de hallarse entre nosotros. Ello exige
esforzarse en crear una nueva cultura política, ejemplarizándola en su propio
seno, y difundiéndola en la sociedad con todos los medios a su alcance. Es un
trabajo de muchos años, y reclama la apertura de una vía que vincule la
política con la cultura, con la cultura en general.
En los partidos, como en la sociedad, existen dirigentes y dirigidos. Esta
jerarquización se acepta con naturalidad cuando los unos son fruto de la
legitimidad democrática y los otros disponen de los cauces de participación
adecuados, y las funciones de responsabilidad y de subordinación se suceden de
forma alternativa y reglada. Estamos hablando de formas propias de una
democracia abierta que, hasta ahora, no han sido las propias de nuestro Estado
de Partidos.
Es claro que cuando hablamos de democracia -en la sociedad y en los partidos-
no estamos hablando de democracia directa ni de toma de decisiones
asamblearias, sino de democracia representativa, o sea, elecciones primarias,
voto directo y secreto, listas abiertas, y consecuente legitimación para el
ejercicio temporal de los cargos electos. Lo contrario es, con todo el
maquillaje ´democrático´ que se quiera, entronizar algún tipo de poder
burocrático, que para sostenerse y justificarse ante si mismo y ante los
ciudadanos, sólo puede fundamentarse en la sutil utilización (y a veces ni eso)
del principio de autoridad y en el culto a la personalidad de los líderes.
Un partido que apueste por la democracia interna sin tapujos, no permitirá que
sus militantes tengan menos derechos que los que la Constitución otorga a
cualquier ciudadano; ni tampoco la incoación de expedientes de expulsión a
quienes no incurran en presuntos delitos que puedan estar tipificados en el
Código Penal.
En las actuales estructuras partidarias ha calado la opinión de que practicar
la democracia supone riesgos, por eso las elecciones primarias en España no han
pasado de la fase de estado embrionario. En realidad, los riesgos sólo los
corren quienes dirigen los partidos y están obsesionados por controlarlo todo,
y convencidos que solamente ellos saben lo que les conviene a los demás.
Pero en España, si queremos regenerar la sociedad, tendremos que empezar por
regenerar nuestros partidos y fortalecer su imagen y credibilidad ante los
ciudadanos; y eso sólo será posible con más democracia interna, aceptación de
la discrepancia, más debate -todo lo ordenado que se quiera- y menos modelos de
control. Este es el reto que tenemos por delante quienes no nos resignamos a
vivir en una sociedad desarrollada con un régimen democrático de tan baja
calidad como el que ha devenido en la España del presente.
* Miembro del Consejo Político de Unión, Progreso y Democracia y coordinador del partido en Málaga