NACIONALISMO, EL PROBLEMA ORIGINAL



 Artículo de José Javaloyes en “La Estrella Digital” del 01.02.06

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

De todo el marasmo en curso, el origen y causa no es otro que el problema nacionalista. Éste permanecía más o menos controlado por el consenso que sobre el mismo mantenían los dos grandes partidos nacionales. Cuando Rodríguez rompió el consenso para que el nacionalismo le permitiera gobernar, el nacionalismo pasó a ser el dueño de la iniciativa política en España. En la práctica, el dominio se lo reparten el nacionalismo de metodología democrática y el nacionalismo de procedimiento terrorista. A los dos tributa esta Moncloa: un pacto suscrito con el nacionalismo catalán y otro a suscribir con el nacionalismo vasco, al que genéricamente se orienta la negociación que se mantiene con los terroristas de ETA y sus secuaces políticos.

No necesitaba esta evidencia de ulteriores verificaciones, pero el asunto del Estatuto valenciano ha añadido otra prueba de propina. El nacionalismo catalanista, en trance de eructo por tan copiosa ingesta de logros en su Estatuto propio, ha exigido, como postre, que se le permita meter institucionalmente la cuchara en la política de la Comunidad Valenciana, doblando así en parlamentarismo lo que tiene ya conseguido idiomáticamente, desde el peaje que el primer Gobierno de Aznar tuvo que pagar a CiU, para poderse sostener con la parva mayoría obtenida en las elecciones del 96. Aquéllas de la “dulce derrota” del socialismo felipista, tan añorado ahora por tantos no necesariamente votantes suyos.

Ya sabemos que en el cuerpo de la nación española el nacionalismo es cáncer que, obediente a su ley constitutiva, imparable en su metástasis, no se detiene hasta que acaba con el cuerpo y con la vida de quien lo hospeda. Esencial en él es la condición insaciable. Aquel supuesto pacto idiomático de Aznar con Pujol, y por vía de Eduardo Zaplana, resultó un planchado fonético, sintáctico y gramatical, puro y duro, de la lengua que ya se hablaba en Valencia antes de ser conquistada por Jaime I. De ahí que en valenciano fueran redactados, por voluntad expresa del Conquistador, los fueros a Valencia otorgados.

Los catalanistas de todos los pelajes quieren ahora el pan de la política, después de haberse cobrado la palabra en concepto de peaje parlamentario. Por obvia presión del tripartito —que hizo cuestión de principio el que no llegara una gota del Ebro a la Comunidad Valenciana, ni a Murcia ni a la Andalucía oriental— el PSOE ha pretendido remover el pacto establecido con los populares para rebajar del 5 al 3 el porcentaje de votos necesario para acceder a las Cortes Valencianas. De aceptarse tal pretensión entrarían en éstas los pancatalanistas, lo mismo que por el pecado primordial cometido con el nacionalismo se hizo una Ley Electoral que ha dado curso político nacional a especímenes como Carod y sus mariachis, confiriéndoles, en las últimas urnas, la llave del Palacio de San Jaime y del palacete de la Moncloa.

Rodríguez quiso hacer de la necesidad virtud y optó por el aventurerismo constitucional. Rompió para ello el consenso que al respecto habían suscrito la derecha y la izquierda. Un consenso doble: para la Constitución y para mantenerla techiabierta después, mientras se decantaba en su totalidad el sistema autonómico. Suplían así los dos grandes partidos, mediante el cierre diferido del techado constitucional en lo concerniente a la organización territorial del Estado, otra de las insuficiencias del consenso, pues los socialistas arrastraban desde su memoria histórica la proximidad política con los partidos nacionalistas en la II República y la Guerra Civil, y tras la muerte de Franco sostenían como muchos nacionalistas el derecho de autodeterminación de Vasconia.

Durante la transición, hasta Rodríguez, coexistieron dos tiempos de consenso: uno, sustantivado, resuelto y cristalizado en norma constitucional; otro, definido como práctica política adscrita, a su vez, a dos menesteres: el gobierno de lo que podría llamarse “provisionalidad constitucional” y la observancia del compromiso implícito de acabar un día con esa provisionalidad techando territorialmente la Carta Magna. Tal acabamiento habría de hacerse en congruencia con los propios principios en que se fundamenta la Constitución de 1978. Pensarlo entonces de otra manera sería descabellado. Pero de otra manera se ha pensado y se está haciendo.

Rodríguez se ha empeñado en ello. Ha cambiado el régimen, por inversión del consenso, y puesto el carro delante de los bueyes. Camina contra los principios que fundamentan la Constitución (unidad nacional, libertad individual, igualdad entre los españoles, solidaridad regional) y, por lo mismo, no sólo no propicia el anterior propósito para cerrar la Carta Magna, sino que viene a demoler y desandar. De ahí que haga caso omiso del dictamen que requirió del Consejo de Estado, puesto que éste define la prioridad para ese cierre constitucional que establezca las competencias no transferibles a las Autonomías, y por ello supedita a la conclusión de esa tarea el proceso de las reformas estatutarias.

A horas de que comience sus trabajos la pertinente Comisión del Congreso, la cuestión del Estatuto valenciano suena como eco, resonancia y secuela del escándalo estatutario catalán. Es rebote del mismo abuso y de idéntico incumplimiento de las obligaciones asumidas al jurar o prometer la Constitución, puesto que hay que cerrarla en congruencia con sus principios constitutivos.

Mientras en Cádiz comienza la recogida de firmas para el referéndum, conviene recordar que las cosas que se hacen indebidamente en política no se acaban en la política y en las urnas. Tienen también su eco en la responsabilidad legal, pues las inmunidades no son impunidades.