LAS TENTACIONES DE LA REFORMA CONSTITUCIONAL
Artículo de MANUEL JIMÉNEZ DE PARGA, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, en “ABC” del 20/10/04
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
SI por
«tentación» entendemos, de acuerdo con el Diccionario, el estímulo que induce a
una cosa mala, la reforma de la Constitución Española está rodeada de
tentaciones. No voy a referirme hoy a todas las que atisbo en el horizonte. Me
ocuparé sólo de dos tentaciones: la que nos lleva a descubrir una «Constitución
implícita», que posibilitaría la revisión a fondo del texto, de alcance
incalculable, y la que conduce a la degradación de la Constitución en un
supuesto «bloque de constitucionalidad» donde los Estatutos de autonomía tienen
preferencia.
La Constitución Española es una norma jurídico-política que debe interpretarse
teniendo en cuenta el texto de la misma, con las reglas establecidas en él y los
principios constitucionales debidamente constitucionalizados. Quiero decir que
sólo si un gran postulado, como es la igualdad entre los españoles (hayan nacido
en uno u otro lugar de España y vivan aquí o allá) no estuviese consagrado en el
documento, el intérprete no podría aplicarlo en casos concretos. Es la expresa
constitucionalización del principio lo que le confiere eficacia directa.
Los defensores de la «Constitución implícita», por el contrario, consideran que
poseen fuerza vinculante las normas que pueden inferirse racionalmente a partir
de las disposiciones explícitas de la Constitución. El profesor Francisco
Laporta está analizando el tema, con especial lucidez, en varios de sus últimos
escritos. Ahora bien, si utilizamos como canon o criterio de constitucionalidad
la intención de los autores de los preceptos, o nos servimos de las
consecuencias deductivas de ellos, la desfiguración de la Constitución resulta
inevitable. Con la Constitución implícita es posible transformar el actual
edificio jurídico-político en un rascacielos o en una chabola. La intención del
autor de un texto es incognoscible, o, en el mejor de los supuestos, susceptible
de interpretaciones varias, disparidad de versiones que se incrementa cuando fue
una asamblea la que elaboró y aprobó el documento.
Buscar las consecuencias deductivas es igualmente una operación intelectual de
final incierto. No ha de interpretarse una Constitución fijándose en normas que,
sin estar formalmente incluidas, cabe deducirlas de las que sí se encuentran en
ella. Tan lejos nos puede llevar una interpretación de esta clase que la
reforma, entendida como modificación profunda del articulado, no sería
necesaria.
He aquí la primera tentación.
Otro riesgo a tener presente es el empleo inadecuado del denominado «bloque de
constitucionalidad».
Con una lectura bienintencionada de un precepto de la Ley Orgánica del Tribunal
Constitucional, y bajo el influjo de la doctrina francesa (allí el Consejo
Constitucional habla de «bloc de constitutionnalité»), se elaboró la fórmula
«bloque de constitucionalidad» con el fin de deslindar las competencias del
Estado y de las Comunidades autónomas. En definitiva, no sólo se tendrían en
cuenta los principios y las normas de la Constitución sino que también se
formaría criterio con los Estatutos y determinadas leyes.
Nada hay que objetar a la utilización de los Estatutos y de otras leyes para
delimitar las competencias de las Comunidades Autónomas. Con esas normas y
principios se puede formar un bloque de constitucionalidad. Sin embargo, la
tentación surge en el momento de colocar la Constitución en el bloque.
Han caído en la tentación, y han tomado el mal camino, quienes sostienen que en
la base del bloque se hallan los Estatutos de autonomía, correspondiendo a la
Constitución la función de complementar el instrumento interpretativo. He aquí
la desviación u heterodoxia jurídico-política. La Constitución, en nuestro
ordenamiento, se debe situar en la base del bloque, dando fundamento y razón de
ser al conjunto normativo. La Constitución es fruto del poder originario que
corresponde a la Nación española. Los Estatutos de autonomía otorgan un poder
derivado, que emana precisamente de la Constitución. No puede pretenderse que la
revisión de un Estatuto obligue a una reforma de la Constitución. El camino a
seguir es el inverso: primero, reforma de la Constitución; luego, como
consecuencia, si procede, reforma de los Estatutos de autonomía.
En la ruta ortodoxa acecha la tentación, ciertamente, de acudir al bloque de
constitucionalidad, en beneficio de las Comunidades y en perjuicio de las
competencias del Estado. Una confusión considerable entorpece la tarea de los
intérpretes. Como confiesa Jesús García Torres, letrado del Estado con años de
práctica cotidiana ante el Tribunal Constitucional, es «tarea hercúlea, cuando
no desesperada» formarse un concepto exacto y preciso del bloque de
constitucionalidad.
Pero hemos de afrontar cualquier tentación y seguir por la vía recta, la trazada
por la Constitución de 1978. Los principios de ésta son claros e indiscutibles:
a) Soberanía de la Nación Española, titular del poder constituyente; b) Igualdad
de todos los españoles, se encuentren en un lugar u otro del territorio
nacional, c) Solidaridad entre las Comunidades que integran España.
Si no abandonamos el buen camino, una meta alcanzable es la reforma de la
Constitución. Erróneo sería creer que el texto de 1978 es intocable. Las
Constituciones con larga vigencia, como es la de Estados Unidos de América, han
sido objeto de enmiendas y, sobre todo, han sido interpretadas conforme a las
cambiantes circunstancias de cada momento.
Hay que recordar, al efecto, que los padres fundadores de la Nación
estadounidense establecieron un régimen congresional, con predominio del
Congreso sobre los otros poderes. Así empezó a caminar aquel país. Luego, a
mediados del siglo XIX, se instauró un gobierno de jueces, dada la relevancia
que allí poseyó la judicatura. Alexis de Tocqueville sentenciaba en 1834: «Casi
no hay cuestión política en Estados Unidos que no se resuelva, pronto o tarde,
en cuestión judicial». Y en el siglo XX el régimen norteamericano, bajo el
imperio de la misma Constitución de 1787, se convirtió en el paradigma de los
sistemas presidencialistas. La personalidad de Franklin Delano Roosevelt fue
determinante.
Los Estatutos de las Comunidades autónomas pueden reformarse ahora respetando el
ordenamiento constitucional. Nada lo impide. Existe un procedimiento para ello.
Lo que no resulta admisible, y sería caer en una tentación, es estimar que el
poder originario reside en la Comunidad autónoma, olvidándose de que, como
subrayó el Tribunal Constitucional, autonomía no es soberanía.
Las rutas con muchas tentaciones en las orillas son peligrosas. Pero las
circunstancias históricas se nos imponen, no las escogemos nosotros. Y
Maquiavelo, con su habitual agudeza, ya advirtió: «Cuando se prevén los
peligros, pronto se conjuran. Si se les deja correr son irremediables».