HISTORIA
Artículo de Jon Juaristi en “ABC” del 30.04.06
Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.
Oficial. Reinhart Koselleck murió
el pasado 3 de febrero. Fue uno de los grandes historiadores europeos del siglo
XX. La Revista de libros ha publicado en dos entregas lo que probablemente sea
la última entrevista que concedió, un ejercicio que oscila entre la
recapitulación del horror de su época y el testamento intelectual. Su
interlocutor -el catedrático e historiador español Javier Fernández Sebastián-
le plantea en la segunda parte la cuestión de las relaciones entre memoria e
historia en países que, como el nuestro, arrastran un pasado de violentas
disensiones. Creo que merece la pena transcribir un párrafo de la magistral
respuesta de Koselleck: «Mi regla en este tema consiste siempre en mantener las
diferencias, debatir sobre las diferencias sin máscaras. De este modo, cada uno
tiene la oportunidad de mantener su independencia respecto al otro gracias al
reconocimiento mutuo. El reconocimiento de ambas partes supone de entrada una
predisposición hacia la paz. Pero si uno niega la independencia de los otros,
entonces te ves sometido de inmediato a la presión de suprimirlos. Creo que
insistir en las diferencias es la mejor manera de contribuir a la paz y a la
memoria común, puesto que la memoria está dividida. Y aceptar esto último,
aceptar que la memoria está dividida, es mejor que inventarse una memoria única,
de una sola pieza. Me parece que ésta debería ser la norma, la regla general en
este tipo de asuntos».
La mayoría parlamentaria ha optado por todo lo contrario. O sea, por la memoria
única y la discordia civil. Lo más estúpido de todo este asunto de la
canonización apoteósica de la II República no es el trágala que se ha impuesto
una vez más a la oposición. Ni siquiera la falsedad histórica evidente que
supone elevar la II República a modelo de nuestra Transición democrática. Peor
que eso -y con resultados a medio plazo impredecibles pero, en cualquier caso,
desastrosos- es la jubilación de lo poco que la izquierda conservaba de razón
crítica, porque la memoria invocada para justificar esta desdichada iniciativa
no corresponde a la de ningún español que sobreviviera a la Guerra Civil. Ni a
la de Indalecio Prieto, que en plena posguerra hacía votos para la restauración
de la democracia en España bajo una monarquía constitucional, ni a la de
Santiago Carrillo, que muy recientemente admitía que la República fracasó de
modo bastante trágico en el terreno de las reformas sociales. Y me limito a
citar testimonios procedentes del bando que la defendió.
La visión mítico-idílica que se ha convertido en dogma político, por pura
aritmética de escaños, no procede de la experiencia de los españoles que
vivieron bajo la República, sino del maoísmo de los sesenta, y fue inventada por
gentes de la primera generación que no sufrió la guerra ni el hambre. Habrá
quien crea haber reivindicado con la proclama republicana del Congreso el ideal
de sus abuelos fusilados o fusilantes. Es una ilusión pueril: el paso de
cangrejo de la progresía no le ha permitido retroceder más allá del sesenta y
ocho. Su memoria prenatal sólo alcanza la epopeya rica en proteínas de sus
hermanos mayores. Su tricolor es la del FRAP, no la de Azaña, y mucho menos la
de la fragata Numancia. Nietos quizá de republicanos, pero hijos de franquistas
por convicción, abulia o miedo, los niñatos social-nacionalistas del presente
están separados de la República de Trabajadores forjados en la miseria por el
impenetrable espesor cronológico de una dictadura de y para las clases medias.
En realidad, su mito es un híbrido bastante curioso: imaginan la República como
un franquismo de gorro frigio que ataba los perros con longaniza.
Esta memoria espuria no es democrática. Ni por su cursilería de película
subvencionada ni por su ridícula pretensión justiciera merece respeto. El tan
infamado revisionismo histórico de la derecha es incomparablemente más veraz y
honesto que el conjunto de sandeces que se ha oído esta semana en el Congreso
antes y después de su ascenso a Historia Oficial.