GRANDEZAS

Artículo de Jon Juaristi en “ABC” del 28 de febrero de 2010

Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web

 

Rajoy sigue hablando de España como «una gran nación» y a mí me sigue pareciendo que la muletilla, a la vista de la situación presente, requeriría más de una nota a pie de página para ser entendida, porque puede significar que España fue una nación importante, tesis que no creo cuestionable, o que todavía puede hacer grandes cosas, que ojalá, pero está por ver. Lo que hoy por hoy se percibe no resulta muy alentador. Quizá le corresponda a Rajoy enderezar el rumbo histórico del país en un futuro próximo. Sin embargo, le convendría antes definir los términos del problema, que no son exclusivamente económicos ni achacables por completo a una desastrosa política exterior.

Veo, de entrada, alguna que otra dificultad para hablar, no ya de gran nación, sino de nación a secas, cuando el único consenso básico que todavía no se ha cuestionado desde el gobierno es la monarquía, y conste que me parece una suerte que Rodríguez, ni en sus momentos más desenfrenados de delirio republicano, se haya atrevido a impugnar la legitimidad de la Corona y que los ataques contra la misma hayan partido de la marginalidad nacionalista o de la extrema izquierda. Aunque mantener la nación exige algo más que preservar la institución monárquica, habrá que admitir que, sin ésta, el panorama actual sería muchísimo peor.

Lo grave, y lo que no va a arreglar una política pactista de parcheo, es que la destrucción de los consensos ha coincidido con una época de profunda crisis de identidad nacional. De hecho, la situación actual deriva del intento de rentabilizar dicha crisis de un modo increíblemente sectario. Por ejemplo, a finales de la última legislatura del PP, los nacionalismos no pasaban por su mejor momento. Su gestión al frente de los gobiernos autónomos había sido claramente desaprobada en Cataluña y había conseguido exasperar a la oposición en el País Vasco hasta el punto de suscitar las movilizaciones de protesta más multitudinarias en la historia de la democracia. En vez de aprovechar la coyuntura para reforzar la unidad constitucional, los socialistas pactaron en Cataluña con el independentismo y dieron alas a la izquierda abertzale en el País Vasco. A mi juicio, sólo cabe una explicación de esta política demencial: Rodríguez pretendía atraerse a un sector mayoritario en la población más joven de ambas comunidades, que él suponía, y no sin razón, indoctrinado en el nacionalismo secesionista. Era el momento de ofrecer a ese sector otro proyecto y otra pedagogía, pero el presidente prefirió caerle simpático.

Algo parecido sucedió, en otros aspectos, con la inmigración -se optó por la vía más fácil y la que parecía más provechosa electoralmente a corto plazo; es decir, por la supresión de restricciones y la universalización de derechos de ciudadanía, sin poner el menor énfasis en la integración responsable- y con la política religiosa, apostando por un laicismo agresivo para ganarse a una población secularizada y en buena parte resentida. España, es cierto, había dejado de ser una nación monolingüe, católica y e incluso étnicamente homogénea, pero ante esa nueva realidad cabía buscar el mayor grado de cohesión posible, valorando los intereses y los rasgos culturales comunes, o bien, como por desgracia ha sucedido, halagar las identidades particularistas a costa de terminar en una nación dividida entre secesionistas y unitarios, autóctonos e inmigrantes, católicos y anticatólicos. Ante tal desaguisado, Rajoy haría bien en considerar que la grandeza de una nación o, más modestamente, su mera posibilidad, no es cuestión de voluntarismo ni de retórica.