SANSUEÑA

 

 Artículo de JON JUARISTI  en “ABC” del 16.10.05

 

 Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

 Los más grandes filósofos políticos de la Historia -es decir, los pensadores británicos de los siglos XVII y XVIII- consideraban que imaginación y memoria eran una misma facultad del espíritu con dos nombres distintos. La forma más elemental de la imaginación es el recuerdo: imaginamos cuando somos capaces de representarnos mentalmente cómo fuimos en otro tiempo. Esta idea surgió de la práctica de la poesía, pero fue decisiva para la aparición de la novela, que amplió al infinito el territorio de lo memorable. Gracias a la novela, podemos imaginar (recordar) cómo fueron los demás, y no sólo los que conocimos, sino aquéllos que vivieron antes que nosotros e incluso otros muchos que jamás existieron. Algunos pensadores actuales, también británicos, afirman que el incremento de la capacidad de imaginar producido por la lectura masiva de novelas hizo posible el advenimiento de la nación como nueva modalidad de vida en común. Mientras la mayoría de la gente no pudo imaginar mundos humanos diferentes al de su existencia cotidiana confinada dentro de los límites de la comarca, el concepto de nación fue sencillamente impensable.

La nación es una comunidad imaginada y, como tal, aparece en las buenas novelas antes que en la imaginación popular. La de los primeros lectores de Cervantes estaba poblada de bosques y castillos, caballeros andantes y princesas, magos y gigantes, en ínsulas extrañas que se llamaban Gaula, Sansueña o Trapisonda. El Quijote abre la posibilidad de imaginar una comunidad formada por murcianos, yangüeses, manchegos, sevillanos, extremeños, catalanes o vizcaínos que ocupa un territorio donde los bosques no abundan, es más fácil dar con ventas que con castillos en una red de caminos polvorientos y no hay gigantes, pero sí molinos y ruedas hidráulicas en las soledades que se extienden entre ciudades con nombres como Toledo, Zaragoza o Barcelona. En vez de princesas y caballeros, uno se encuentra mercaderes, arrieros, guardias, labradores, curas y frailes, barberos, pastores, hidalgos, algún aristócrata aburrido, y salteadores de caminos, cuerdas de presos y corrillos de rabizas, cada cual contando la feria como le va en ella. La nación de Cervantes no es plurilingüe, aunque se hablen en ella lenguas distintas (todos los personajes -catalanes y vizcaínos incluidos- recurren al español, porque es el único idioma que les permite intercambiar cortesías o insultos comprensibles por todos), pero sí polifónica. Son muy diversas las maneras en que se expresan las gentes del Quijote, según sus intereses, su origen geográfico, su profesión, su estamento, su sexo, pero todos terminan entendiéndose (hasta don Quijote y Sancho, cuyos lenguajes y mundos respectivos son los más distantes entre sí). La experiencia desmiente esa supuesta facilidad de comprensión mutua, incluso entre iguales. No es cierto que hablando se entienda la gente. Pero Cervantes, mucho antes que Habermas, esbozó la utopía de la comunidad ideal de diálogo, que consistía, para él, en una extensión del modelo convivencial de los humanistas -el convivium o el simposio platónico, la conversación- a la nación en su conjunto.

Por eso Cervantes nunca llegó a ser un gran poeta lírico, como Lope de Vega. Nada más extraño a su imaginación que la monodia, la clausura del poeta clásico en una sola voz reconocible, propia. Cervantes busca salir de su lenguaje y de su visión del mundo, necesita compulsivamente ponerse en el lugar del otro, recordar sus recuerdos, sentir sus emociones, hablar sus discursos, los innumerables discursos de sus vidas. Si no lo hubiese hecho así, se habría quedado en el muy mediocre poeta del Viaje del Parnaso, no se habría escrito el Quijote y a todos nos habría costado mucho más descubrir el valor, que ahora se va olvidando, de la nación como ámbito de construcción dialéctica de la libertad y del individuo. El liberalismo, no como idea sino como proceso histórico, surgió de la chispa, del arco voltaico que saltó entre la filosofía política del empirismo británico y el Quijote, a cuya luz fueron escritas -por ingleses y escoceses- las primeras novelas modernas. El declive de la imaginación, visible tanto en la monodia estúpida de la corrección política como en la devaluación de los vínculos nacionales, anuncia tiempos amargos para la libertad. No hablo sólo de España, pero también de España, antes Sansueña.