Y LA HISTORIA LLAMA A LA PUERTA...

 

 Artículo de Emilio Lamo de Espinosa, Catedrático de Sociología (UCM),  en “ABC” del 11-3-06

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

 

... Parece que no sabemos cambiar de mayoría si previamente no degradamos la dignidad del presidente saliente, «el tahúr del Misisipí», «la X de los GAL» o el «genocida de Irak», con lo que cada nueva mayoría es «otra transición» y, si se tercia, por qué no, un cambio de Constitución y de régimen, a medio camino entre las prácticas políticas europeas y las latinoamericanas...



Otro terrible despertar, como en una pesadilla, otra vez, una bomba... han puesto una bomba. ¿Dónde, quién? Hay muertos, sí, al parecer muchos. En los trenes de cercanías...camino de Atocha...donde ETA tenía planeado. Dicen que Ibarretxe ha culpado a ETA. Los trenes han saltado. Han reventado cuatro... hay cientos de muertos. No es posible... no es posible. ¿Dónde están mis hijos?

Todavía hoy, dos años más tarde, se me llena la boca de amargura y el alma de dolor cuando intento recordar aquel despertar, aquellos terribles días de marzo, la ira, la pena, la tristeza, la desazón. ¡Qué maldad, Dios mío, cuánta maldad!

«Apocalipsis now», había titulado mi columna tras los horrores televisados del 11 de septiembre de 2001 que pusieron fin a ese paréntesis de la historia que fueron los años 90. Fue un 9 del 11, un 9 de noviembre de 1989 cuando llegó a su fin la amenaza nuclear y el riesgo de destrucción mutua asegurada; la caída de la Unión Soviética, la victoria de Reagan en la Tercera non nata Guerra Mundial, democratización acelerada del mundo, emergencia de la nueva economía.com. Culminación del sueño ilustrado, los años 90 del pasado siglo, los «noventa rugientes» (Stiglitz), fueron quizás el período más brillante de occidente durante el que la nueva Gran Ciencia se aliaba con un triunfante e indiscutido Estado democrático y una boyante economía de mercado en una espiral retroalimentada de mayor bienestar, mayor libertad, mayor seguridad. Todo estaba bien y, sobre todo, caminaba en la buena dirección. No el mejor de los mundos posibles, pero sí muy lejos del «Reino de la pecaminosidad consumada», como había escrito Marcuse (rememorando a Fichte ) sólo un par de décadas antes.

Pero hace siglos sabemos que el modo cómo se cierra una guerra suele ser el modo cómo se abre la siguiente. Pues tras el 9 del 11 vino el 11 del 9, el 11 del septiembre del 2001, y poco después nuestro 11-M y otros parecidos. Y todo ello trae causa de la derrota soviética en Afganistán, país que los rusos habían ocupado diez años antes, a finales de 1979, sólo unos meses después de que Jomeini regresara a Irán para dar lugar a la primera revolución islámica. Durante la siguiente década, la de los ochenta, Estados Unidos alimentará el fundamentalismo sunní en Afganistán para agotar (con éxito) a la Unión Soviética y derrotar (sin éxito) a Jomeini, mientras este (con el apoyo europeo) articulaba otro fundamentalismo: el chiita. El primero golpeó el 11-S; luego lo ha hecho en numerosos sitios. El segundo ha alimentado el terrorismo en Israel y prepara actualmente su bomba atómica.

De modo que mientras disfrutábamos de la culminación del siglo XX en un verdadero oasis o paréntesis de la historia, que nos permitía entretenernos con el pensamiento débil y la posmodernidad y enviar al desván los «viejos grandes relatos épicos de machos blancos», la historia se preparaba de nuevo para llamar a la puerta. Puede que el siglo XX se cerrara con la caída del muro; era el fin de la Gran Ilusión, de la Gran Esperanza de Emancipación Universal que se abrió con la revuelta de Petrogrado de 1917. Pero el 11-S se abrieron las puertas de fuego del siglo XXI (Kofi Annan) y la historia, con todo su bramar, entró de nuevo a borbotones.

Y nos pilló desprevenidos. No estaban preparados los americanos que, empecinados en combatir la nueva amenaza como si de una guerra se tratara, crean casi tantos problemas como resuelven. Pero menos aún lo estábamos los europeos, que nos pusimos de perfil: el tema no va con nosotros, nosotros no somos imperialistas, apoyamos a los palestinos. A comienzos del 2004 terminaba mi libro Bajo puertas de fuego certificando la indiferencia europea ante la nueva amenaza del terrorismo islámico aliado con una ideología totalitaria. Semanas más tarde el 11-M vendría a certificar que, aunque a nosotros nos fascine el narcisismo de las pequeñas diferencias que nos separan de los americanos, a los terroristas les importa un bledo. Todos igualmente infieles, todos merecemos ser degollados como cerdos. Puede que nosotros estemos haciendo lo imposible por destruir Occidente, y desde luego Chirac y Schröeder se llevarían una medalla en ese mezquino proyecto. Pero Al Qaida y Bin Laden nos ayudan a reconstruirlo a diario, con cada bomba, con cada secuestro, con cada fatwa.

Los españoles tardaremos muchos años en cicatrizar las heridas que se abrieron en las siniestras jornadas de la semana del 11 al 14 de marzo del 2004 cuando, tras la satisfacción de los 25 años de Constitución (democracia asentada, crecimiento económico, prosperidad, por fin resuelto el enigma de nuestra historia, España sin problema), tras tanto éxito, la historia golpeó también en nuestra puerta. La brutal sorpresa de la mañana del 11; la manifestación agobiante del 12; las voces exigiendo conocer a los culpables, a sólo horas del suceso, y que han enmudecido después; los periodistas que ya el mismo día 11, alertaban sobre posibles manipulaciones; las manipulaciones que efectivamente hubo (¡y de que modo!), en la jornada de reflexión, al borde de la des-estabilización democrática. Terribles jornadas en las que afloró lo peor de una España que creíamos olvidada, pero que se había ido preparando en las calles y en los periódicos muchos meses antes, demonizando al presidente Aznar, acusado por personas sensatas y en medios respetables de asesino, genocida, o incluso de alta traición, a veces por los mismos que denunciaron (¡y con razón!) la anterior demonización del presidente González. Pues parece que no sabemos cambiar de mayoría si previamente no degradamos la dignidad del presidente saliente, «el tahúr del Misisipí», «la X de los GAL» o el «genocida de Irak», con lo que cada nueva mayoría es «otra transición» y, si se tercia, por qué no, un cambio de Constitución y de régimen, a medio camino entre las practicas políticas europeas y las latinoamericanas.

No sabemos cuál hubiera sido el resultado electoral del día 14 de no haberse producido el atentado. Pero sí sabemos que el más terrible suceso político de la España contemporánea, más incluso que el golpe de Estado, y que nos tuvo a todos conmocionados durante días, no pudo pasar por el cuerpo electoral sin tocarlo ni mancharlo, como en una Inmaculada Concepción de la política. El resultado de las elecciones del 14 fue legal, sin discusión alguna. Pero con un Gobierno en minoría y heredero de unos compromisos que había adoptado en la oposición, cuando jamás pensaba ganar. ¿No era eso razón suficiente para gobernar con moderación, buscando el centro y no el extremo, evitando cambios irreversibles, articulando consensos? ¿Tenía mandato electoral para las políticas que está desarrollando? La historia juzgará si quienes fueron aupados por ella, más que por sus méritos, a posiciones de responsabilidad, supieron administrar con prudencia una coyuntura tan compleja. Pues también ahora la historia llamará a su puerta y lo juzgará. Y lo hará, me temo, por cuarta vez, sin piedad alguna.