IZQUIERDA SIN ILUSTRACIÓN

 

 Artículo de JOSÉ MARÍA LASSALLE  en  “ABC” del 29/03/05

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

 

Decía Kant con cierto regusto autosuficiente que: «la razón humana puede llegar en lo moral, aún con el más vulgar entendimiento, a una gran exactitud y acierto». Precisamente esto último es lo que más se echa de menos: la exactitud y el acierto. Sobre todo cuando se analiza el panorama político y la reflexión teórica que se supone debe alimentarlo. Nunca como hasta ahora hemos vivido tan huérfanos de pensadores e intelectuales de calado. Sumidos en la atmósfera de un tiempo que propende a la grisura en medio de la incertidumbre, nos hallamos desprovistos de referentes sólidos de análisis. De hecho, braceamos en las frías aguas del naufragio postmoderno sin el salvavidas de la reflexión sutil y desinteresada que suscita la serena disposición de una tímida esperanza.

Así las cosas, ya no hay autores que nos tracen ese itinerario liberador que nos lleve, como apuntaba Edmond Jabès, del «desierto al libro». Nos quedamos atrapados en la angustia arenosa de la ausencia de respuestas y, por qué no decirlo también, de preguntas, precipitándonos en el intercambio estéril de interjecciones exclamativas y precomprensiones nefastas. De este modo, desprovistos de asideros en los que palpar la sabiduría, avanzamos por una nueva tierra baldía sin que sepamos muy bien hacia dónde nos encaminamos.

Y es que desde que nos quedamos sin las vacaciones de ilusión que trajo consigo a finales del siglo el derribo del Muro de Berlín, los occidentales nos desenvolvemos pesarosos bajo la penumbra que proyecta el inquietante panorama que ofrece nuestro futuro. El optimismo luminoso de las jornadas berlinesas mudó de piel sin el tránsito reconfortante de la caída de las escamas del tiempo. Fuimos despojados de él de golpe, con el brutal manotazo del horror que trajo consigo el 11-S.

Desde entonces, el mundo se debate sacudido por los temblores de un miedo inconfesado. También nuestro país desde el 11-M. Un eterno «aquí y ahora» nos atrapa haciendo que el tiempo haya perdido su linealidad moderna y reincida en la circularidad de una especie de diapasón que marca el ritmo de un escenario público dominado por la inseguridad e, incluso, por la enemistad. Tal es así que es forzoso para muchos releer a autores como Hobbes, Vico o Schmitt. Se desempolva el pesimismo y hasta ciertas dosis de cinismo para sobrevivir en un momento histórico en el que se hace necesario andar con pies de plomo pragmático mientras se mira el suelo para evitar el peligroso tropiezo con los cuerpos de la Utopía y el Progreso.

Cada vez son más los que piensan injustamente que la locomotora de la racionalidad ilustrada se ha quedado sin combustible. Sin la energía movilizadora de antaño, las sociedades abiertas se debaten en sus contradicciones, incapaces de adoptar decisiones que las protejan en medio de la dificultad de hacerlas operativas y viables debido a su creciente complejidad y fragmentación interiores. Es más, algunos se empeñan en agudizar estas contradicciones y anhelan transformarlas en fronteras de conflicto, violencia e, incluso, desunión. No nos damos cuenta pero al actuar así, exacerbamos y elevamos los niveles tolerables del riesgo. Lejos de encontrar fórmulas de encuentro que neutralicen el conflicto y fortalezcan la paz cívica, una parte sustancial de la izquierda democrática se entrega a cultivar aquél con delectación. Es como si asumiera inconscientemente que la derrota de la izquierda totalitaria con el fin del Muro berlinés fuera también cosa suya, cuando todo el mundo sabe que, desde Bernstein, la izquierda democrática dijo adiós a la Utopía revolucionaria.

La deriva radical de sectores significativos de la izquierda moderada aloja extrañas nervaduras emocionales que merecerían un análisis mucho más detallado. Entre la heurística del temor y la persistencia inconsciente en el error de la utopía de las que hablaba Hans Jonas, la izquierda reflexiva indaga en estrategias de reconstrucción de su semántica. Pero en vez de instalarse cómodamente en una interpretación igualitaria «fuerte» de los valores de la Ilustración y la Modernidad, coquetea con torpeza en la subversión de la estructura ética de las sociedades abiertas alegando que desconfía de ella. Es más, se niega a tomar esa estructura valorativa como un escenario de colaboración leal con sus adversarios liberales. De hecho, alega que éstos se han hecho «conservadores» al intentar patrimonializar la victoria de la sociedad abierta en 1989. Quizá pueda haber algo de cierto, y los intérpretes liberales no han sido generosos con la izquierda ilustrada, aunque no es menos cierto, también, que ésta parece haberse refugiado en este hecho para encontrar una excusa de ruptura y eludir así una oportunidad histórica. ¿Cuál? La de contribuir a consolidar una ética deliberativa «centrada» que hiciera del legado crítico y heterodoxo de la Modernidad un auténtico patriotismo cívico ilustrado: un bloque moral y constitucional que, desde su derecha y su izquierda interpretativas, considerase viva e inagotada su vigencia institucional, estimulando así un turno leal que, sin desgarros ni crispación, fuera capaz de dibujar una tradición de libertad de acuerdo con la alternancia periódica de las mayorías que es característica de las sociedades abiertas.

Lo sorprendente y lamentable del tiempo es que la izquierda moderada ha dado la espalda a esta posibilidad. En términos generales se ha instalado en una alianza estratégica cortoplacista con los reductos de la izquierda totalitaria y, sobre todo, con los descendientes de una premodernidad que ha cambiado su atrabiliaria vestimenta del pasado por otra que adopta el lenguaje postmoderno de la identidad y lo multicultural. En este sentido, la izquierda sensata ha desandado los avances de la Ilustración. Incluso ha renunciado a argumentarios de igualdad, solidaridad y unidad nacional para tejer urdimbres peligrosas que cubran el vacío de una implosión conceptual y emocional que no es atribuible a ella, porque la Utopía revolucionaria vencida por la Historia nunca fue su ideal de utopía reformista, con minúscula.

Yendo al caso concreto, la situación española es paradigmática. No sólo porque conecta con la longitud de onda de una izquierda occidental y, en particular, europea, que tratan de reactivar un lenguaje político alternativo que mantenga unidas sus filas después del colapso de los 80 y 90. Sino porque se ha lanzado irresponsablemente al cultivo de una estrategia de comunicación que trata de reconducir virtualmente la corriente de emociones que la llevaron al poder durante el escabroso y confuso escenario de miedo y rencor protagonizado en amplios sectores de la sociedad española el 11-M.

De este modo, la izquierda gobernante en España se aventura por el tobogán de una emocionalidad radicalizada que cree capaz de controlar. Con sus gestos incurre una y otra vez en desandar una experiencia histórica de vertebración en torno a un proyecto colectivo de unidad en la pluralidad que incorpora los mecanismos institucionales de una Ilustración constitucionalizada que corre el riesgo de desbaratar. El «no es eso, no es eso» aventurado por Ortega empieza a ser rumiado por bastantes cuando contemplan el estado actual de nuestra política. Sobre todo cuando se ve la increíble imagen de un Gobierno que parece permanentemente instalado en los «tics» críticos de la oposición, dedicando más tiempo a comportarse como tal que a profundizar en ese imperativo hipotético kantiano de prudencia que debe presidir sus iniciativas y gestos.

Alguien tendría que tomar la decisión de poner fin a este estado de cosas. Alguien debería recordar con urgencia a la izquierda gobernante que sin Ilustración no puede haber consenso ni recuperación de la linealidad moderadora de un tiempo abierto a la reforma. Las orillas de la marginalidad premoderna y antimoderna no son los sustitutos. Los partisanos de Schmitt disfrutan de su papel combatiendo la normalidad. No lo olvidemos. No hemos llegado hasta aquí para ver fracasar nuestra sociedad abierta. Alguien tendría que leer a quienes nos gobiernan aquello que dice Claudio Magris en Utopía y desencanto: las «nieblas del futuro que se cierne exigen una mirada que, en su inevitable miopía, se vuelva menos miope gracias a la humildad y la autoironía».